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"El existencialismo es un humanismo", de Jean-Paul Sartre



           Tal y como aclara la introducción a su edición en Edhasa, El existencialismo es un humanismo constituye una conferencia dada por Sartre en París en 1945, en un doble intento de acercar sus teorías del existencialismo a un público más amplio y de defenderlo y absolverlo de las críticas de las que había sido objeto. Por ello, deviene imprescindible para un adecuada comprensión del texto y su posicionamiento “a la defensiva” tener en cuenta las circunstancias en las que la obra sartriana se había distribuido, así como el revuelo que había causado en las esferas intelectuales del momento. Con su obra magna El ser y la nada publicada en 1943, Sartre planteó la conferencia en reacción a dos frentes principales de crítica: el marxista/comunista y el cristiano. En la posteridad, Sartre se arrepentiría de haber dejado que el texto de su conferencia se editara (tras mínimas correcciones), probablemente porque ha pasado a considerarse como introducción al existencialismo, algo que sólo consigue de forma parcial. Amatíssimos puristas: sí, es cierto que su carácter breve y reductor ha eclipsado desafortunadamente el global de la filosofía sartriana. También que quizá, de no tener este tutorial de cien páginas, el astro francés no sería sino tierra inhóspita para el común de los mortales.




            Empieza Sartre su magistral lavado de cara en la primera página: la crítica que al existencialismo se hizo en su día por incitar al quietismo, a la no-acción, no es más que una pobre escudo de los que se inventan determinismos. Que yo sepa, desde Schopenhauer, y a su paso por Nietzsche y Kierkegaard, la polémica de la abulia de la filosofía es candente. En el caso de Sartre, el sector intelectual marxista renegó del existencialismo por incitar en última instancia a una postura contemplativa de la vida, lo cual se consideraba aburguesado. Además, tanto por el flanco comunista como por el cristiano se le critica por derivar sus teorías del puro cogito cartesiano, esto es, de la subjetividad absoluta del que se sienta, y además en soledad, a elucubrar. Se dice que su visión de la existencia es parcial, que han olvidado u omitido aspectos luminosos y alegres de la vida a los cuales se tiene acceso no mediante al pensamiento sino gracias a la acción. El colectivo religioso, además, suelta una clásica: los postulados existencialistas no derivarían sino en una anarquía sistémica en la que la gente pierde los valores. Sartre refuta esto con un argumento que atisba ya otro de los puntos vertebrales del libro: el presentar verdades inconvenientes sin ser demolido por la tradición es imposible. Sartre ve en el existencialismo una filosofía que libera al hombre, y al tiempo que lo libera lo hace responsable de todas sus decisiones y el transcurso de su vida. Se desprende, por tanto, de este punto, la idea sartriana que arguye que si el existencialismo es rechazado es porque deja sin excusas circunstanciales al individuo, porque anula el victimismo. Cita Sartre varias opiniones y dichos que se han consagrado como verdades en la mentalidad popular, como es la de que los humanos somos débiles y necesitamos un órgano regulador (Dios, cuya pérdida no aceptarían los religiosos, cimentados en esto) para no ir hacia “lo bajo”, lo vil. El primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y hacer recaer sobre él la responsabilidad total de su existencia[1], sentencia.

            Y poco hay que esperar para que Sartre establezca su tesis principal, la clarificación del existencialismo. En su mínima expresión, la definición del existencialismo es la de un movimiento filosófico que defiende que la existencia precede a la esencia[2]. Establece entonces la analogía entre un abrecartas y los humanos, con la que explica que nosotros, al contrario que los abrecartas, no fuimos creados con un proyecto o una plantilla de referencia, ni con una utilidad concreta. Entendido este punto del ateísmo, Sartre trae a colación la falta de coherencia en las teorías de Kant y otros filósofos ateos (sorprendente, puesto que Kant no lo era) en sus consideraciones de una naturaleza humana común a todos. Para él, el ateísmo debe ser consistente a este respecto y afirmar que, si la existencia precede a la esencia, no puede haber ningún tipo de naturaleza o condición humana. La incongruencia a este respecto no tardará en llegar.

Jean-Paul Sartre fuma una pipa

            Es interesante que a las alturas de 1945 Sartre no viera el vínculo posible entre una filosofización abstracta del asunto de la naturaleza humana y una conexión con la ciencia relacionada, los estudios de evolución y herencia genética. Este aislamiento del humano de toda base genética o acercamiento científico pareciera casi defender un resto en Sartre de la comprensión del humano como ser particular, no animal. Se encuentra también por aquí su afirmación el existencialismo es sólo para técnicos o filósofos. Acháquese este tufo clasista-elitista a un lapsus y úsese el ad hominem para bien, sólo en aras de disociar un autor que derrapa de un texto que vale la pena. A esta sazón, valga remarcar que en el libro se hallan multitud de pasajes que, sacados de contexto, dan a entender muy bien por qué Sartre fue tan criticado, sus teorías “mal entendidas”, y él sintió la necesidad de invertir tanto tiempo en aclaraciones. Sin duda su estilo es una espada de doble filo: claro, sí, pero también pontificador, acaso perezoso u olvidadizo de matizar cuando hace falta o de recalcar el anclaje contextual de afirmaciones categóricas. Llaman la atención, pues, notas como la precede al texto en la edición de Edhasa, en la que se explica que El ser y la nada es un texto mal leído y con frecuencia deformado[3]. Discúlpese el afán pertinaz, pero ¿hasta qué punto es lícito esto? En teoría de literatura un colectivo cada vez más numeroso formula la pregunta (algo retórica): ¿Es posible leer mal un texto o es más bien que el texto está mal construido? En toda obra teórica, y en especial en filosofía, donde se maneja un elenco enorme de conceptos no consensuados, la cuestión estilístico-lingüística adquiere una importancia vital. Construya su casa por el tejado y cargará con las consecuencias. Ojalá Sartre hubiera sido tan sensato como un filósofo austriaco contemporáneo (empieza por W y no es Willy Wonka) a este respecto, definiendo como él hacía los términos constituyentes antes de enarbolarlos.

            En cualquier caso, retomando su negación de una naturaleza humana (el hombre empieza por no ser nada[4], que recuerda al brillante no se nace mujer de su esposa), se desarrollan dos teorías. De un lado, el optimismo que se deriva de este proyecto en blanco, de esta tabula rasa que Sartre ve en los humanos. Como contrapeso, una responsabilidad, pues dichos valores e intereses vitales constituyen (aun si involuntariamente, aun para el mayor relativista) nuestra afirmación del bien. Asumiendo que nadie opta en primera instancia por el mal antes que por el bien, cualquier acto nuestro es una apuesta sobre el bien colectivo. Hay, en este sentido, una losa de responsabilidad por todo acto en tanto que acto político, como agente que repercute en el desarrollo de la comunidad. Esta presión por escoger lo acertado y la falta de criterios sólidos para conseguirlo es lo que para Sartre desemboca en la agonía existencialista, que injustamente se ha considerado más icónica de dicho movimiento que el optimismo antes mencionado.

Lo que prosigue es una apología de la angustia, que Sartre no considera un camino hacia la inacción. Aquí contrasta su opinión, por ejemplo, con la de Dostoievski. Como se observa al leer Memorias del subsuelo (otro famoso aperitivo al existencialismo más sesudo), Dostoievski entiende toda acción como una arrogancia equívoca, y todo agente un iluso que cree haber encontrado la opción correcta y se jacta de implementarla.

Angustia

            Todo está permitido si Dios no existe y en consecuencia el hombre está abandonado, porque no encuentra ni dentro ni fuera de sí una posibilidad de aferrarse.[5] Si bien esto guarda una lógica respecto a la idea del no-Dios como abandono de una moral impuesta y de unos patrones éticos, no se tema diferir del maestro. ¿Cómo no va a encontrar el hombre dentro de sí “una posibilidad de aferrarse”, una directriz? Desde esta perspectiva debería creerse que una sociedad que comienza desde cero, sin valores y sin civilización, se destruiría a sí misma en el caos. Quizá la única prueba capaz de probar esto erróneo sea el hecho de que, en efecto, no sucedió así. Por mucho que haya costado, por grandes que sean sus fallas, estamos en el siglo XXI con una civilización. Pese a esta precaria explicación, el Sartre de entre líneas parece estar de acuerdo. Nótese cómo chirrían que (I) no hay esencia y (II) tendemos al bien común. La mayoría somos hombres de “buena fe”, mientras que sólo una minoría son de “mala fe”, aclara. Saliendo por la tangente, no es exactamente esto lo que se discute, sino más bien hasta qué punto seríamos capaces de preservar un orden si aceptamos el “Dios ha muerto”. Aunque Sartre no lo mencione, Kant tiene respuesta para esto. Parafraseando, viene a ser: llegados a este punto, es absolutamente irrelevante si Dios existe o no y si las escrituras bíblicas son verídicas para poder adoptar los valores morales provechosos que en ellas se expresan. Actualmente, los razonamientos de Peter Singer parecen más lógicos.

            A modo de bisagra, Sartre expresa un principio pro-activo que, incluso a cuenta y riesgo de que se tache de idealista, parece acertadísimo: no se trata de contar con los posibles más que en la medida estricta en que nuestra acción implica el conjunto de esos posibles.[6] Pero esta actitud optimista, que mueve a la acción, no parece mantenerse del todo a posteriori. Sartre confiesa que, al no haber esencia humana, no puede confiar en la buena fe de los demás, por lo que pierde la esperanza. El filósofo francés no está convencido que los presupuestos que apoya (políticos, sociales, etc.) vayan a salir bien. ¿Quiere decir esto que debo abandonarme al quietismo? No. En primer lugar, debo comprometerme; luego, actuar según la vieja fórmula «no es necesario tener esperanzas para actuar».[7]

            Aguardan un par de ideas menos afortunadas. De recetas con malos ingredientes salen platos no muy buenos, como son: una crítica a la esperanza en cuanto a creadora de ilusos y fracasados (derivado de un “vida=conjunto de acciones”, premisa más que discutible); y seguidamente un recordatorio de nuestra  subjetividad deficiente (el otro es indispensable a mi existencia tanto como el conocimiento que tengo de mí mismo[8], dice, y tiene un pase. Pero ojo: diez gallinas no encontrarán la solución a un problema que una sola no pueda resolver).

            Ya en el último tercio, se entabla una conexión entre el arte y la moral, siendo que ninguno de los dos posee un prospecto. Ambos se crean libremente y sin pauta, de acuerdo a las necesidades y posibilidades de cada momento. Cierra Sartre explicando el humanismo del que habla: una celebración al humano como ente subjetivo en continua formación, único legislador de sí mismo y que es en el desamparo donde decidirá sobre sí mismo.[9]

            Con estos temas y sus ramificaciones, las apenas noventa páginas de El existencialismo es un humanismo construyen un texto rico en ideas, claro y accesible en la expresión, donde los postulados de Sartre se presentan de forma esquemática, bosquejando más mediante refutaciones de las críticas propinadas que con exposiciones completas. ¿Criticarlo por ello? Un bonsái es un bonsái es un bonsái, no un árbol. El que  rechazaría el Premio Nobel de Literatura quince años después anima a la angustia acaso de un modo unamuniano, el de la duda metódica, la duda como único método de ir obteniendo respuestas.

            Uno debe terminar disculpando la osadía de haber contrariado a un grande. Juro tener un parentesco que lo justifica: el mismo cogito desvelado, desconfiado y desconfiable de aquél francés con gafas. Eso, y un poco más de torpeza.


Gaizka Ramón


Bibliografía
 SARTRE, Jean Paul. El existencialismo es un humanismo. Barcelona: Edhasa, 2006.



[1]    Sartre, 33. En un comentario aparte, no se puede por menos que recordar con sorpresa, ante este uso léxico convencial de Sartre “el hombre” para referirse a la especie humana, que se casó con una de las mayores feministas de la  historia, Simone de Beauvoir.
[2]    Sartre, 27
[3]    Sartre, 12
[4]    Sartre, 31
[5]    Sartre, 42
[6]    Sartre, 52
[7]    Sartre, 55
[8]    Sartre, 65
[9]    Sartre, 85

"El esperpentismo lo ha inventado Goya". De la influencia goyesca en la estética valleinclaniana



Bien sabido debiera tener la crítica que uno de los mayores errores a la hora de intentar entender y analizar la literatura es tratarla como una disciplina aislada. La ligazón que enhebra juntos cine, música, pintura y literatura, como medios artísticos paralelos que son, deviene a menudo esencial para su comprensión. Dentro de la tradición española del siglo pasado, la obra de Valle-Inclán testimonia esa conexión interdisciplinar de forma especialmente palpable. Es el propio galaico quien afirma en su célebre cita que el esperpento, una de las creaciones vanguardistas más aclamadas del siglo XX, "lo ha inventado Goya"[1], así como reconoce fuertes tintes wagnerianos en su obra[2]. Sus estéticas, resultantes en un nuevo género trágico, beben abiertamente del expresionismo alemán, del barroco y del espíritu picaresco español. ¿Cómo emerge, entonces, un género teatral vanguardista cimentado en Francisco de Goya?




            Es en la última etapa del pintor aragonés, concretamente en las colecciones de los Caprichos y Desastres de la guerra, donde se configura su faceta más satírica y mordaz, y donde guarda una estrecha relación con el molde dramático que propondría "el primer poeta español"[3] un siglo después. Sin duda un punto crucial para valorar la aportación goyesca al esperpento es el hecho de ser éste un género esteticista en toda regla –valga recordar que fue Valle profesor de Estética en la Escuela Superior de Bellas Artes–. De ahí esa fuerte plasticidad, que retrata lo grotesco, teatraliza la sordidez, los fantoches en los bares, la atmósfera de callejeo, de furcias en los paseos madrileños, de gitanas sin dientes y con ramos de laurel. Al gran bombo del que gozó Goya en las primeras décadas del siglo pasado se suma, también, que Valle-Inclán fuera siempre proclive a estudiar las obras plásticas y a aprender de sus ambientaciones. Sus visitas al Museo del Prado a su paso por Madrid[4] resultaron vitales para configurar esa "prodigiosa galería visual" –enormemente cinematográfica–  que críticos como Rafael Osuna subrayan en su literatura[5].




            Por romper el hielo, hay dos aspectos fundamentales en los que el aragonés y el galaico convergen: primero, el reflejo crítico de la realidad histórica contemporánea, muy presente en la obra goyesca a pesar de la censura y que, como apunta el valleinclanista Summer M. Greenfield[6], es de suma importancia en el teatro esperpéntico. En segundo lugar, el distanciamiento de esa misma realidad, "ingrediente capital del esperpento"[7]. Valle-Inclán desarrolla una teoría de esta visión, mediante la cual rompe el cordón umbilical “creador - creación” para constatarse ajeno a los personajes de sus obras y como entidad superior a ellos.[8] Explicaciones extensas fueron dadas por el mismo autor, tanto con su costumbre de teorizar el esperpento en boca de sus personajes –véase la definición del esperpento de Max Estrella, o las reflexiones de Don Friolera– como a través de entrevistas. En una de ellas, comentó:

La tercera [sic] manera, en el aire, es una manera muy española, manera de demiurgo, que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro de sus muñecos. Quevedo tiene esta manera. Cervantes, también. . . . Esta manera es ya definitiva en Goya. Y esta consideración es la que me llevó a dar un cambio en mi literatura y a escribir los esperpentos, el género literario que yo bautizo con el nombre de esperpentos.[9] 

Esto sin duda podría conducirnos al Verfremdungseffekt de Bertold Brecht o al ostranenie del formalista Schklovsky –que son, en cristiano, acercamientos a la teoría de la desfamiliarización artística–, pero anclémonos a Goya. El crítico de arte Paolo Lecaldano afirma: "Goya se limita a anotar, con una objetividad nunca manchada por prejuicios ni idealismos"[10]. (Precisamente los prejuicios y los idealismos fueron los blancos a derribar para el alemán y el ruso mencionados arriba). El sello de Valle-Inclán se basa en gran medida en no comentar ni concluir los dilemas que presenta, en no dejar un residuo de edulcorante moral; presentar la tragedia por lo que es y no decir nada o, mejor, reír a carcajada limpia. Conocemos así a la prostituta, con suerte mayor de edad, ironizando sobre su propio desamparo. Aunque, todo sea dicho, esta visión no mantiene una cohesión absoluta en Luces de bohemia, esperpento por antonomasia, donde sí se escapan barnices de conmovedora épica en torno a Max Estrella, figura –acaso por estar basada en un escritor verídico, Alejandro Sawa– ajena por momentos  a estos postulados. Aun con todo, es en este punto en el que conciertan Goya y Valle-Inclán: la sátira sin moralina, sin romanticismos y sin delirantes afanes de salvación de una España en ruinas. Por razones misteriosas, los estudios literarios parecen no haber ido mucho más allá de afirmaciones genéricas en busca de una interdiscursividad específica. Abanderado más por la curiosidad de un servidor que por su capacidad de llenar ese complejo vacío, vale la pena un intento de close reading que emparente ambas producciones.

            Los Caprichos fue la primera colección de grabados propios, y su elaboración comprendió desde 1793 hasta 1803, cuando tuvieron que cederse a la Real Calcografía debido a la controversia político-religiosa que suscitaron.[11] Su vinculación a la estética valleinclaniana es ya una constante en la crítica especializada. ¿Cuál es la conexión entre el contenido de los Caprichos y Luces de bohemia? De hecho, los aguafuertes revelan un campo referencial que apenas se solapa con el de primer tercio del siglo XX. La corrupción eclesiástica, el auge de la superstición –recuérdese su brillante lema: "El sueño de la razón produce monstruos"–, o los abusos a la mujer, protagonistas indiscutibles de los Caprichos, no están en la cruceta del punto de mira de Valle un siglo después.

            Las múltiples alusiones que Goya dedica a Godoy en los caprichos 39 y 41 –animalizado en forma de buey– quizá hallaran su equivalente en Valle en la cosificación del primer ministro: "asoma en mangas de camisa, la bragueta desabrochada, el chaleco suelto, y los quevedos pendientes de un cordón, como dos ojos absurdos bailándole sobre la panza"[12].  Las críticas a la academia por parte de Max Estrella resuenan con el capricho 53, que plasma la falsa erudición y demagogia de ciertas figuras intelectuales. También en el plano anticlerical se encontraría un paralelismo en Valle, quien arremete contra el fanatismo religioso y la captación eclesiástica durante toda la escena de la librería: "Hay que fundar la Iglesia española independiente […] Este pueblo miserable transforma todos los conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas que disecan al gato cuando se les muere". 


Capricho 53, Qué pico de oro!


            Pero una mirada crítica a la historia y un distanciamiento moral no erigen una estética radicalmente nueva, argüirán algunos. Cierto, la tríada se completa con un último ingrediente, el de la deformación, recurso por el cual entra en escena don Francisco de Quevedo para cobrar tributo. Como se ha señalado anteriormente, Goya es un maestro de la animalización, que está presente en buena parte del álbum. De su bestiario de asnos, gatos, ranas y aves, Valle-Inclán toma lo que más se ciñe a su propósito –loros, perros, etc.- y aplica los mismos tintes grotescos y absurdos. La escena segunda, en la librería,  es un ejemplo perfecto. "En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el librero, […] abichado y giboso –la cara de tocino rancio y la bufanda de verde serpiente". A la entrada de Max y su compañero, se añade: "Don Latino interviene con ese matiz del perro cobarde, que da su ladrido entre piernas del dueño"; "Ante el mostrador, los tres visitantes reunidos como tres pájaros en una rama". Más allá de esta genial escena, abundan caracterizaciones como: "Dorio de Gádex, feo, burlesco y chepudo, abre los brazos, que son como alones sin plumas, en el claro lunero"; "Aparece en la puerta un hombre alto, abotonado, escueto, grandes barbas rojas de judío anarquista y ojos envidiosos, bajo el testuz de bisonte obstinado"; "Un golfo largo y astroso […] y como perro que se espulga, se sacude…"[13]. Así pues, es evidente la influencia goyesca en lo que la crítica denomina "el recurso más típicamente esperpéntico" [14], la animalización de los personajes.


Capricho 39, Hasta su abuelo


            No se olviden los juegos de luces y sombras. Algo que hasta la fecha no tenía parangón en el teatro y cuya aplicación le ganó muchos aplausos al autor, puede aprenderse de los grabados de Goya. No sólo en los Caprichos, sino en todos sus álbumes, el pintor hace excelente uso del contraste, consiguiendo matices más tétricos y embrutecidos. Véanse acotaciones como: "La luna sobre el alero de las casas, partiendo la calle por medio"; "La mano, calzada con mitón negro, pasea la luz por los estantes de libros. Media cara en reflejo y media en sombra"; "Sobre el muro de lápidas blancas, las dos figuras acentúan su contorno negro o  Máximo Estrella y Don Latino de Hispalis, sombra en las sombras de un rincón"[15].    

            El grabado de los Desastres ha sido establecido por su biógrafo y estudioso Valentín Carderera en la década de 1810 a 1820. En esta segunda colección, mucho menos nombrada por la crítica pero igual de representativa en lo que a la obra de Goya se refiere, el aragonés representa vívidamente la barbarie de la guerra. Entre la durísima crítica a la guerra, se destaca una denuncia del cinismo y la frivolidad de los combatientes. "Goya no se propone llevar a cabo una demostración, ni siquiera apuntar un aspecto esperanzador: su tarea consiste en trasladar a representaciones plásticas el material que la experiencia proporciona"[16]. La lámina 74 presenta  rasgos de cabal similitud con Valle-Inclán. En ella, un lobo ejerce como con autoridad sobre los humanos –eco a la tercer manera de ver a los personajes de  Valle-Inclán–  a los que fieramente critica en sus apuntes:  "mísera humanidad, la culpa es tuya". Posteriormente, la 75 y 77 reforzarán  un fulguroso anticlericalismo, satirizando sobre la charlatanería de los papagayos y trocando a un cura en funambulista. En las últimas tres láminas del álbum propone Goya algunas interpretaciones alegóricas. En la 78,  España, en forma de caballo, es atacada por Francia, representada como una multitud de perros. Al lado, otra jauría –Europa– resta indiferente. En la 79, Murió la verdad, ésta es enterrada rápidamente a manos de la iglesia, los políticos, etc. En la 80, como único contrapeso optimista, se plantea su resurrección, lo cual pudiera recordar –si bien tangencialmente– la escena del funeral de Max Estrella, alusión a un Cristo que al final no revive. En general, pues, todo el álbum presenta un carácter crudísimo, resaltando un espíritu antipatriótico, en que Valle-Inclán bien supo encontrar sus antihéroes. La acotación del galaico, "La tragedia nuestra no es tragedia"[17], le hubiese venido como anillo al dedo a Goya, sobre quien no puede olvidarse el peso de la censura. En conclusión, los Desastres de la guerra han de verse, pese a la aparente lejanía temática, como otra consagración de un prisma por el que Valle-Inclán trabajaría. No se puede decir más claro que Robert Lima: "Estos dibujos constituirían un punto de contacto histórico muy importante para Valle-Inclán, sobre todo en la formulación de su teoría del esperpento"[18].

Lámina 74, Esto es lo peor!


            Finalmente, hay otra faceta de la obra goyesca que resulta esencial para entender la estética esperpéntica: bautizada por Pierre Gassier como El espejo mágico, consiste tan sólo en una serie de cuatro dibujos a carbón fechados entorno a 1797 y 1799.[19] Por primera vez, Goya se centra plenamente en una deformación no animal ni fantasmagórica, sino a través del espejo. En el primer dibujo, la típica maja goyesca se ve reflejada como una serpiente enroscada en una guadaña. El siguiente, conocido como Dandi-mono, presenta al arquetipo burgués, reclinado en su bastón frente  a su aparencia simiesca. El tercer dibujo es el Estudiante-rana. Por último, Goya usa un arquetipo ya presente en varios Caprichos, el del alguacil-gato. Es en este dibujo donde queda claramente definido un espejo, el cual se prestarse a ambigüedad con un lienzo en el resto de la serie. En literatura, críticos del calibre de Alonso Zamora Vicente[20] han comentado a brocha gorda la serie. El motivo de los espejos, unánimemente asociado a Valle-Inclán, se confirma acaso fruto de Goya en estos dibujos. En el ámbito de la pintura, estos bocetos se han interpretado muy variadamente. Concordamos aquí con la teoría de López Rey, quien afirma que desarrollan la idea de los lazos entre lo físico y lo moral, una suerte de esencialismo platónico a la inversa donde, mediante la deformación física, Goya expresa la deformación moral y la naturaleza psíquica de los personajes.[21] Resulta evidente, por tanto, la importancia que Goya tuvo en el proceso de creación artística de Valle-Inclán. A pesar de no poder garantizarlo, es más que probable que el escritor conociera esta minimalista serie de dibujos, encontrando en ella su motivo más difundido, el de los espejos del Callejón del Gato.


De la serie Espejo Mágico


            A modo de cierre, valga hacer dos anotaciones importantes. La primera, que en la pequeña guerra de trincheras que deviene a veces la esfera académica, donde uno se agarra a su nueva tesis cual a clavo ardiendo, es fundamental no eclipsar otras valoraciones no abarcadas aquí. Por muy Goya que sea Goya, estos postulados quedan incompletos en la medida en que no rinden mención a Quevedo, Torres Villarroel o El Bosco, por ejemplo. Suerte que, para completo, siempre estará Don Ramón María del Valle-Inclán, "cráneo previlegiado", maestro al calcar sin problemas la esencia goyesca, aderezarla con su pulso dramático, y situarla en su Madrid del siglo XX, "brillante, absurdo y  hambriento"[22].

Gaizka Ramón




[1] VALLE-INCLÁN, Ramón María del. Luces de bohemia. Barcelona: Círculo de Lectores.  1991: 130
[2] UMBRAL, Francisco. Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué.  Barcelona: Editorial Planeta, 1998: 47 
[3] Apodo que Valle-Inclán le da a Max Estrella –su alter ego-, y por el que más tarde le denominarían sus amigos. El periódico ABC, en el artículo en portada sobre su muerte, utiliza también.
[4] ZAMORA VICENTE, Alonso. Vida y obra de Valle-Inclán. Barcelona: Círculo de Lectores, 1990: 20
[5] GABRIELE, John (Ed.). Suma Valleinclaniana. Barcelona: Editorial Anthropos, 1992 “El cine en el teatro último de Valle-Inclán” Rafael Osuna,  pp497-505
[6] GREENFIELD, Summer M. Valle-Inclán, anatomía de un teatro problemático. Madrid: Taurus, 1990.
[7] CARDONA, Rodolfo y ZAHAREAS, Anthony. Visión del esperpento. Teoría y práctica en los esperpentos de Valle-Inclán. Madrid: Editorial Castalia, 1970: 52
[8] Valle-Inclán explicó las tres perspectivas desde las que un autor puede ver a sus personajes: de rodillas (Homero), en pie (Shakespeare) o en el aire (Quevedo, Cervantes). Son, en orden descendente, grados de empatía hacia los personajes. “En el aire”, su predilecta, es el medio para su inconfundible crítica, panorámica y sin amaneramientos. Para más información al respecto, véase el artículo “De rodillas, en pie, en el aire” de Antonio Buero Vallejo en Revista de Occidente (1966).
[9] Entrevista concedida al periódico ABC, hecha por Gregorio Martínez Sierra,  y que se publicaría por primera vez el 7 de diciembre de 1928.
[10] LECALDANO, Paolo. Goya. Los Desastres de la guerra: 5
[11]  GABINETE DE ESTUDIOS DE LA CALCOGRAFÍA. Goya. Los Caprichos. Madrid: Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1994: XII-XV
[12] VALLE-INCLÁN, op. Cit.: 105
[13] VALLE-INCLÁN, op.cit.: 61, 59, 60, 62, 69, 38 y 69, respectivamente.
[14] RISCO, Antonio. La estética de Valle-Inclán. Madrid: Editorial Gredos, 1966: 250
[15] VALLE-INCLÁN, op.cit.: 4, 62 y 66, respectivamente.
[16] LECALDANO, Paolo. op. cit.: portada
[17] VALLE-INCLÁN, op. cit.: 30 
[18] GABRIELE, John (Ed.). Suma Valleinclaniana. “Rutas vitales y literarias de Valle-Inclán”: 25
[19] LEULOUTRE, Alicia. “Goya. Carnaval y melancolía”. «http://www.tomasabraham.com.ar/seminarios/goya.htm»
[20]  ZAMORA, Alonso. La realidad esperpéntica. Madrid: Editorial Gredos, 1987.
[21] STOICHITA, Víctor I. et CODERCH, Anna María. El último carnaval: un ensayo sobre Goya. Madrid: Siruela, 2000.  
[22] VALLE-INCLÁN, op. cit.: 1  

“El Tutú”, de Princesa Safo, o cómo adelantarse un siglo a las vanguardias


(NOTA: El presente texto, que ha sido ligeramente adaptado, pertenece a una aproximación crítica más extensa a El tutú. Costumbres de fin de siglo, de Princesa Safo.) 


Con el tándem de miedo y excitación que supone adentrarse en terreno literario ignoto, estas líneas aspiran a abrir una primera y modesta línea de acción investigativa sobre El tutú. Costumbres de fin de siglo. Desde el convencimiento de que ésta constituye una joya desempolvada de las vanguardias, una lectura académica de la obra oscila entre lo muy recomendable y lo obligatorio si la Historia de la Literatura quiere mantenerse al día. Una novela que en el siglo XIX palpita la crisis lingüístico-epistemológica moderna, desbanca arquetipos sociales sobre la mujer y las clases altas, revienta el molde de la narrativa de antaño, prefigura el teatro del absurdo y deja pintadas a brocha gorda las cumbres de la vanguardia es una novela que querrán haber leído.





El tutú ha llegado a nuestras manos firmado bajo el pseudónimo Princesa Safo, y fue calificada por Juan Goytisolo como “la [obra] más misteriosa del siglo XIX”. La publicación en 2009 a manos de la editorial Blackie Books constituye su primera aparición en español, a la zaga de la edición francesa de 1991 de Jean-Jacques Lefrère y Pascal Pia, que supuso el rescate de una obra sumida en el olvido y la incógnita desde su distribución inicial. Vale la pena mencionar la edición a cargo de la librería argentina Club Burton, lanzada en diciembre de 2010, que testimonia su llegada a Latinoamérica y el creciente interés surgido a raíz de la edición barcelonesa. En cuanto a su distribución de 1891, el propio Lefrère no descarta que la supuesta tirada (a lo sumo de 500 ejemplares) no llegara a efectuarse nunca. Parece apoyar esta hipótesis que nada más se hayan encontrado cinco ejemplares de la edición decimonónica, todos en manos privadas y de los cuales únicamente dos están completos. Defiende igualmente Lefrère que el autor de la novela sea León Genonceaux, el propio editor belga instalado en París que, al añadir ésta a su ya polémico catálogo de publicaciones, hubo de darse a la fuga para escapar de diversos procesos judiciales. Fue gracias a los clandestinos esfuerzos editoriales de Genonceaux que las obras de Rimbaud y sobre todo Los cantos de Maldoror de Lautreamont empezaran a circular por la Francia finisecular. Dicho esto, y para concluir a este respecto, no se advierte mayor provecho que pudiera sacársele al conocimiento a ciencia cierta del autor, que en cualquier caso sería un escritor apenas documentado, de ninguna utilidad para una crítica biografista.

Esta pequeña introducción a su historia parece bastar para aclarar que el libro en cuestión merece con toda justicia el apelativo de rareza. Y, como se verá en breve, no sólo en virtud de su enigmática autoría y publicación, sino también, y sobre todo, por sus contenidos. El impacto que debió de dejar en su época parece ciertamente nulo. Por ello, devendría absurdo e injustificable consagrar a El tutú como piedra de toque o pistoletazo de salida de las vanguardias experimentales que aparecerían tres décadas después, con el final de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, su carácter precursor convierte en imperativo realizar un digno reconocimiento y difundirlo en la actualidad. No con el afán de esgrimir un improvisado elogio de su contribución al desarrollo de la literatura (apelativo que, para algunos teóricos, no merece una obra hasta que no posee lectores), sino más bien para beneficiarnos de un texto que supone un claro contrapunto a la visión imperante en torno a la literatura decimonónica.

A buen seguro, uno de los aspectos más llamativos del producto de Princesa Safo es su imaginería y su estética. Es imposible comprender por qué El tutú podría haber sido escrito en la actualidad sin tener esto presente. Aun siendo notadamente vanguardista, se mantiene más fresca que gran parte de los experimentalismos que con frecuencia devienen menores tan pronto como se les desnuda de su valor histórico.

Ya en el capítulo tres se oyen los primeros ecos al futurismo y a Marinetti en una imagen que aúna dos de sus elementos vertebrales, la velocidad y la locomotora: "No hay nada tan hermoso como andar rápidamente. Todo ser humano debería tener una locomotora en cada pierna, un vagón combustible en el trasero y ruedas en los pies" (SAFO, 2009: 25), opina el protagonista. Pero no encontramos aquí el tono radical y panfletario con el que el futurismo tomó estos estandartes para desechar todo lo anterior. Véase a este efecto la fantasía del protagonista, típica de la época, sobre su tren supersónico (París-Lyon en diecisiete segundos): "La idea de que algún día se podría dar la vuelta al mundo en un segundo lo sumía en ensoñaciones" (SAFO, 2009: 50). En línea con el tono cómico-absurdo que reboza la novela, estos pasajes reflejan eso, ensoñaciones, y carecen de un programa ideológico à la Marinetti (o, por recordar lo local, à la Joan Salvat-Papasseit). Con todo, es innegable que en ellos reside la semilla de los visionarios futuristas y su profetización de la modernidad industrial, abanderada por la velocidad.

 Colindante con el futurismo como se encontró Gómez de la Serna en parte de su producción (recuérdese de paso que fue él quien tradujo el manifiesto al español), una lectura cuidadosa revela interesantes coincidencias. Una de sus más célebres greguerías, de 1917, proclama: "Queremos ser de piedra y somos de gelatina". Pues bien, en esta metáfora en torno a la liquidez de la modernidad se halla Princesa Safo también adelantada. Tras la invención del mencionado tren supersónico y el descubrimiento de la vitalina ("un suero concentrado obtenido por el aplastamiento de la cabeza de un niño vivo" [SAFO, 2009: 101]) el mundo queda conmocionado. "La humanidad se convertía en gelatina", nos cuenta en el cierre al capítulo siete. En gelatina se convierten también unas cuantas Historias de la Literatura al tratar de encajar esto en sus arquetípicas tablas, donde el siglo diecinueve contrastaba por su solidez con una modernidad que se hace añicos. Téngase en cuenta que el análisis de Princesa Safo premoniza la cosmovisión que tendría un pionero Gómez de la Serna veinte años después y, de querer sacar punta al lápiz, hasta la teoría de la liquidez de Zygmunt Bauman. ¿Qué configura pues la liquidez para Princesa Safo? El recorte de las distancia –la globalización– y el auge de la medicina –el estado del bienestar–. Brillante. Y hablando de Gómez de la Serna su El incongruente –de 1921, reeditado también por Blackie Books–. Treinta años antes, el molde fragmentario y la lógica ilógica que operan en su autoproclamado “primer grito de evasión novelesca” ya lo había captado su antecesor en París.

Pero el repertorio de coincidencias no queda ahí. Préstese atención a una categórica sentencia del capítulo octavo: "El tiempo era estacionario, no tenía el valor de escurrirse" (SAFO, 2009: 134). ¿No se hallan ahí los célebres relojes blandos de Dalí en La persistencia de la memoria, de 1931? Es asombroso comprobar que semejante icono daliniano, acaso derivado de las implicaciones filosóficas a las que la física de las primeras décadas del siglo XX dieron lugar (recuérdese que la teoría de la relatividad general se difunde en 1905-1915, y con ella la idea de un tiempo que se contrae y dilata), están presentes en El tutú.




La abundancia de animales exóticos es otro de los vínculos entre el surrealismo y la obra de Safo. "Acto seguido le hostigó la idea de comer caracoles sin ajo sobre un caballo sin cabeza que mordiese el bocado a reculones" (SAFO, 2009: 2) o "Veo elefantes que vuelan, veo soles que se arrastran (…) veo bailar a cuatro patas a una sanguijuela con la cabellera flotando al viento; con su mandíbula de acero machaca líquidos y bebe estrellas" (SAFO, 2009: 152) son pasajes que ejemplifican bien esta adhesión a los venideros preceptos surrealistas y que están cargados de su imaginería. Lo mismo ocurre en "Aparecieron cocodrilos por todas partes, se tragaron los cadáveres y desde lo alto de una montaña de carpas vivas Mauri gozó de un espectáculo verdaderamente grandioso". (SAFO, 2009: 46). En primer lugar, consíderese el nulo protagonismo que podría tener en el archivo figurativo del siglo diecinueve –pese a ser éste el siglo de la exploración colonial– el elefante, icono que cobra verdadero protagonismo en los pioneros surrealistas como Max Ernst (vid. El elefante Celebes, 1921) o Dalí (vid. La tentación de San Antonio, 1946). De forma análoga, Ionesco recuperaría más de medio siglo después grandes animales exóticos (vid. su drama El rinoceronte, de 1959). "Saltaba rinocerónticamente, con aires de tonel ambulante, o más de hipopótama parturienta, o aun mejor de rana en estado de embriaguez" (SAFO, 2009: 98), se dice del parto de Mini-Mani, una prostituta bicéfala con desconcertantes ecos al árbol bíblico del Bien y el Mal.

Otros puentes conceptuales podrían tenderse hacia la pintura metafísica de Chirico y su representación de un sol atado con cuerdas y arrastrado por el suelo (vid. Interior metafísico que se extingue, 1971, El sol en el caballete, 1973 o Sol naciente sobre la plaza, 1976). Por último, sin querer hacer de esto una excesiva analogía literatura-pintura, pero aprovechando que es en la pintura donde mejor se observan estos enlaces, compárense obras como El placer (1927) de Magritte, en la que una mujer devora un pájaro, con episodios como el del capítulo tercero, en el que la Ponedora (pseudónimo de la prostituta amante del protagonista) hace lo propio con las visceras de un gato de la calle tras perder un sorteo en un bar. Asimismo, se describe un restaurante en el que "una tórtola domesticada revoloteaba de una pieza a otra, defecando en los platos" (SAFO, 2009: 25). La ingestión de animales inusuales, que está entreligada también con la intención de descontextualizar objetos, mezclar realidades no antes conectadas y, cómo no, el afán escatológico de provocación, es una constante que persistirá en las vanguardias. Dalí, cincuenta años después, hablaría del placer inmenso que le provocaba que las moscas se le posaran en la comisura de los labios; tanto así, que se untaba las puntas del bigote con miel.




Y por qué no mencionar una coincidencia tan curiosa como azarosa: a Princesa Safo parece escapársele el célebre verso que Yeats escribiría en 1919 cuando hace que Hermione asevere que "todo se desmorona" (SAFO, 2009: 148), inicio del poema “La segunda venida”.

Como colofón, es de sobra conocido el interés de las vanguardias, en especial del surrealismo, por las teorías freudianas en general y el psicoanálisis en particular. Pese a que hasta 1913 no vería la luz el manual Tótem y tabú, la relación de deseo entre Mauri y su madre refleja de forma hilarante lo que en tipología de don Sigmund vendría a llamarse complejo de Edipo de carácter positivo. Esto, que tan mal suena puesto así, para Princesa Safo se traduce en un desenlace por todo lo alto: sexo incestuoso en un tren público sobre el ataúd de la ex-mujer.

En definitiva, incluso una somera evaluación como la presente sirve para esbozar la situación privilegiada en la que El tutú, publicado por Blackie Books, se encuentra ahora mismo: capaz, por un lado, de captar lectores actuales para que la disfruten de una sentada y equipada, por otro, de un arsenal de cuestiones con las que provocar al sector académico. Fuera quien fuera, Princesa Safo fue en esencia eso, una provocadora. Irreverente con Dios, con el París finisecular, con la narrativa canónica, con la corrección ortográfica, con el lector serio ("¡no fuimos hechos para una existencia tan importante!" (SAFO, 2009: 105) y hasta consigo misma. No podía estar más rotundamente equivocada la madre del protagonista al reprocharle a su estrambótico hijo: "¡me lastimas profundamente, tan sólo has sido hombre de tu siglo! "(SAFO, 2009: 137).


Gaizka Ramón



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