Crimen y literatura son actividades humanas que se sujetan y sueltan de la
mano constantemente, en un círculo de destrucción sobre el que este artículo no puede
ejercer justicia alguna. Sin embargo, es preciso distinguir entre los autores que vulneran
la ley (con independencia de su vida carcelaria y de los aspectos jurídicos derivados
de su afán narrativo; sería el caso de Jean Genet); los que son incapaces de dividir el
quehacer literario del transgresor (aquí incluiríamos al marqués de Sade); y por último
entre aquellos cuyo material funciona como manual para depurar una determinada
técnica delictiva. Tal es el tema que nos ocupa, y el que finalmente mayor daño visible
causa en el prójimo, ya por efecto directo (el robo), ya por colateral (degradación de
la sociedad y contribución a un clima de inseguridad ciudadana); partiendo de la base
de que tras los ejemplos expuestos subyace una completa conciencia del mal (esto es,
sin posibilidad de apelar a la banalidad del acto), así como del carácter público que ha
empuñado la pluma correspondiente.
Dicho de otro modo: ellos sabían lo que escribían, y conocían las consecuencias del
tratamiento del tema. Esto lo sabemos por una sencilla aunque doble razón: el modo
aséptico en la descripción y el tono calculado en la redacción. Evidentemente existen
multitud de textos que resumen con idéntica frialdad los pormenores de ofensas
como la impostura, el asesinato, el incendio y el consumo del opio, el cortejo de las
vírgenes para saciar los placeres del indeseable, la invocación de espíritus políticos,
o la blasfemia. Pero queríamos llamar la atención de estos dos como punto de partida
para una investigación que el lector de este blog ha de emprender por su propia cuenta
y riesgo. Por último, cabe añadir que nuestra aproximación se produce desde dos ópticas: la
del infractor experimentado y refinado, y la del observador que analiza sin pasividad la
destreza de la persona estudiada.
Permítame que espolvoree el polvo de su levita |
George Barrington (1755-1804) fue un irlandés famoso por su arte para el hurto en las
calles de Londres. Como si de un tratado de botánica se tratase, la biografía del también
escapista y asaltador fue relatada por Richard S. Lambert en 1930 por medio de un libro
titulado The prince of pickpockets. El narrador radiofónico se sirve de una serie de
atractivas anécdotas (muchas de ellas robadas sin filtro de verosimilitud alguna de la
imagen popular del personaje) y las despliega con el fin único de entretener y deleitar a
los lectores con las refinadas técnicas del truhán para abrir bolsillos con la víctima
delante, sustituir a la perfección bolsas de moneda por otras rellenas de arena, aprender
a elegir el objetivo adecuado, desaparecer de la escena sin ser visto o recordado
posteriormente. El libro de Lambert cuenta la leyenda de las 30.000 libras que
Barrington sustrajo a Ivan Grigoryevich Orlov mientras atravesaba Covent Garden con
la suma guardada en una caja vacía de rapé. Todo se describe sin aspavientos ni
idealización, con un tono poco entusiasta; si acaso una pizca de ironía, un poso de típica
condescendencia británica para con los hechos luctuosos que acontecen en la lejanía.
¿Cómo identificarse uno con el malhechor, en un mundo tan civilizado como el nuestro?
Y menos aún si el autor pertenece a una época de la que no queda sino un rastro
bibliográfico, con un aroma a papel tan común entre tantos documentos. Difícil
visualizar la situación. Lambert tumba de paso unas pocas habladurías más y trata de
poner en su sitio al Barrington escritor, analizando las memorias de su estancia en
Australia, afirmando que ese trabajo no fue más que una estrategia comercial de los
editores que encontraron sus diarios. Lambert no tuvo que esforzarse mucho para
desmontar el tinglado, ya que según A Voyage to Botany Bay, Barrington aún daba
muestras de extraordinaria lucidez para la discusión y la buena juerga en 1810, aun
cuando llevase seis años fallecido; de manera que Lambert se despachó rápidamente y
pudo dedicarse a su afición favorita: la levitación.
Este interés por el ímpetu vocacional de los delincuentes fue también ampliamente
tratado en el cine francés de los años cincuenta y sesenta: películas como Pickpocket
(Robert Bresson, 1959) donde se asiste a los progresos de un tipo que toma el hurto
en el metro y el hipódromo como una profesión natural (y donde hay precisamente un
guiño al libro de Lambert); o el ejemplo de Louis Malle, que realizó varias películas
sobre la caída en desgracia de malhechores: Ascensor para el cadalso (1957) resulta
de un descuido en el desarrollo de un elaborado plan, y El ladrón de París (1967) nos
presenta a un Jean-Paul Belmondo atrapado entre su repulsión por una clase burguesa
de la que acaba formando parte y la presión que ejerce sobre su fama el movimiento
anarquista en la decadente Francia de principios del siglo XX. Más lejos aún va el
cine polar, donde se desata la camaradería entre individuos al margen de la ley, o bien
el mal es compartido por un grupo y esa línea entre el bien y el mal no aparece tan
perfilada. Finalmente, la Nouvelle Vague florece de jóvenes que exprimen sus hormonas
concibiendo robos grandilocuentes, por encima de su capacidad real para ejecutarlos
como es debido; son tan torpes en la delincuencia como en el amor, y en sus locuras
cristaliza una flaqueza moral que conduce a sus protagonistas a una conducta banal y
llena de locuras sin sentido ni consecuencias, no exentas de atractivo por otra parte. De
hecho, estas películas surgen de un roman, de una idea que se extingue enseguida, de un
intento de hacer algo grande y queda en nada… curiosa anticipación de la necesidad de
ostentación y la ingenuidad del ratero común que predomina en la actualidad.
Si queremos reencontrarnos con un infractor de leyes que conserve una pizca de
inteligencia, dignidad, elegancia y principios, y evitar de paso una idealización
excesiva, tendríamos que regresar al siglo XIX, a los duelos entre caballeros a horas
intempestivas y apartados de los caminos principales. Con el enfoque en la satisfacción
plena para las partes implicadas en un conflicto, existen diversos manuales al respecto,
y un código interno según el reino donde se incluyen normas generales de acuerdo a
las condiciones que vienen dadas. Sobre el particular escribió Larra, y Rafael Barrett se
quejaba en un artículo periodístico, fechado en 1906:
Todo se afea rápidamente. La humanidad atraviesa una edad ingrata. Conservábamos la bella costumbre del duelo, mezcla elegante de barbarie y de cortesía, de valor individual y de llamamientos al destino. Nos queda una parodia lamentable. Y lo terrible es que la injuria no ha perdido un adarme de su poder.
Cierto, pero al hombre del siglo XXI, más ingrato todavía, le queda El duelo de
Conrad, los relatos de D. W. Higgins, el Barry Lyndon de Thackeray y el de Kubrick,
el acercamiento secesionista de Jacques Tourneur (Una pistola al amanecer, 1956),
o para cerrar, volver a la historia de Conrad con los infatigables duelistas de Ridley
Scott (Los duelistas, 1977). Y si este hombre quiere recuperar su honor debe acudir al
Ensayo sobre la jurisprudencia de los duelos, redactado por el Conde Chateauvillard
tras sus experiencias en multitud de lances (como juez, testigo y combatiente). El texto
traducido por Andrés Borrego en 1891 es una joya que a pesar de no poder librarse de
cierta impostura, resultante de una liturgia exhaustiva, contiene al detalle lo que hay
que saber sobre los derechos del ofendido, las clases de armas, advertencias y deberes
de los testigos y jueces previos al momento del duelo, la normativa referentes a las tres
espadas largas o la pistola, además de las numerosas excepciones y matices posibles.
Sostiene Chateauvillard que “las más severas penas dictadas contra los duelos en 1655
[…] han tratado vanamente de impedir la existencia de los desafíos y su repetición”.
Y se atribuye a sí mismo el deber de que “conozcan sus derechos aquellos a quienes
la necesidad ponga en el caso de invocar la aplicación de estas ceremonias”. Pasada
la era de los duelistas, se fue diluyendo el carácter provocador que subyacía en el
acto de batirse hasta caer heridos de gravedad, hasta el punto que los veteranos de
estas prácticas no podrían decir con total seguridad si exigían compensación porque
realmente se había sentido agraviados, o tal vez habían descubierto el vértigo de
cruzar la línea del delito. Sea como fuere, no puede decirse que no haya opción para el
progreso en el entorno de la ilegalidad, y por lo tanto, tampoco hay excusa para eludir la
responsabilidad.
Daniel Jándula