La
historia antigua es fuente de entretenimiento y diversión.
Las
costumbres romanas están profundamente arraigadas en nuestra cultura.
En
ocasiones resulta conveniente seguirles el rastro y no dejarse despistar por
sus mutaciones.
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Cuenta
Plutarco, en “Vidas paralelas” —una obra que todo dentista romano tenía en la
sala de espera de su consulta—, que Pompeya
Sila, segunda esposa de Julio César,
bodas celebradas en el 68 a. C., residentes en la Vía Sacra desde el 63 a. C. —cinco años después; recuerda que
estamos contando en orden inverso—, gracias a que su marido había sido elegido Pontífice Máximo de la Religión romana
—un hecho que pone en entredicho levemente aquello de que “a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, pero que
se obvia porque todavía no se había desarrollado un sistema eficaz que
previniese de las incompatibilidades—. El asunto, y no me quiero desviar mucho
más de él, es que, en esa casa, Pompeya decidió organizar una jolgorio muy
arraigado entonces, precursor de las reuniones de TupperSex por su carácter reservado exclusivamente para mujeres,
llamado Bona Dea, al que los
hombres no podían asistir, salvo que alcanzaran la condición de eunucos (un
buen argumento para mantenerlos al margen).
Pero,
hete aquí que Publio Clodio Pulcro,
obseso de la limpieza pero con menos apego a las normas que Harry Potter, decide que, puesto que
quiere poner a la mujer del jefe mirando a Pompeya, se disfrazará de lírico,
instrumento que cayó en desuso por la escasa posibilidad de transmitir su
aprendizaje de padres a hijos —los motivos son suficientemente explícitos como
para que yo quiera extenderme en mayor detalle—.
Así
que nuestro amigo Publio rasguea el instrumento (la lira) intentando ocultar
los muy notables efectos producidos en su propio instrumento (ése efecto que imaginas y no voy a
mencionar) tras la visión de la mujer a la que deseaba con tanta pulsión,
charlando desenfadadamente con otras hembras, conocedora de que su desinhibición
no causaría efectos en la tropa de mancebos que les abanicaban y saciaban
(casi) todos sus apetitos.
Una
inoportuna revisión del garito —realizada por celosos inspectores que buscaban
algún incumplimiento de la accesibilidad del recinto, o la existencia de
barreras infranqueables para personas con discapacidad— finalizó con Publio
apresado, juzgado y encadenado (también condenado) bajo las acusaciones de
engaño y sacrilegio. No queda constancia del destino del reo porque, pese a ser
expulsado de la casa, todavía no se habían inventado los debates en los que
podía volver a aparecer en público, así que hay un cierto acuerdo en sospechar
que, muy a la romana, la ejecución de la condena consistió, precisamente, en su
ejecución. Mantener la pax romana era
más complejo que universalizar el rebozado como forma de presentación del
calamar.
En
fin, que César —que dicho sea entre nosotros, estaba hasta el gorro de la tal
Pompeya— aprovechó para divorciarse de ella, sabedor de que ella no había meado
fuera del tiesto, pero había dejado que los geranios transmitieran la sensación
de una cierta falta de riego y, él, Emperador y Pontífice Sumo, no estaba para
permitir cierto tipo de licencias y comentarios maledicentes de la gente ociosa
que lee a Plutarco, se entera de todo, todo se sabe y se comenta y, ya se sabe,
o cortas a tiempo las raíces del baobab, o tienes que buscar un planeta más
grande al que emigrar para añorar a tu rosa. Lo que vino a significar que
César, que ya no era un chaval y sabía de qué iba la vaina, dejó sentenciado
que “La mujer de César debe estar por
encima de toda sospecha”.
Por
descontado, en una época en la que por un “quítame
allá estas pajas” te sacaban el trívium
—o el quadrívium, bastante peor— y te
dejaban con un miembro menos —adivina cuál—, nadie se animó a decirle a JC que,
más allá de que esa actuación iba en contra del principio de presunción de
inocencia, su esposa era inocente de todo punto, y la posibilidad de divorcio
era nula, porque los romanos —un pueblo que comía semitumbado— constituía, por
naturaleza, un conjunto de cobardes y vagos.
Como
alegato final en defensa de la actitud de JC, adjunto un fotograma del biopic de 1953 (d. C.), dirigido por Joseph Mankiewicz, para que me digan
si no son capaces de juzgar las intenciones de los protagonistas del affaire de un simple vistazo.
|
"¿Cómo te confiesas? - Izquierda
Impulsiva, pecadora, mala. Un bollo. - Derecha
(((Llámame zampabollos))) - Centro |
Los
tiempos pasan y las costumbres cambian.
Las
palabras vuelan; lo escrito, permanece.
Pero,
a pesar de ello, los latinajos se
vuelven mutantes y se adaptan a los intereses de quienes los adoptan; en ocasiones, de
forma sonrojante.
Y así, en
esta sociedad enferma, azotada por la corrupción como mal endémico de quienes debían
ser modelos a imitar, cada vez que surgen dudas (más o menos fundadas) sobre la
conducta de algún personaje público (en función de su cargo, y no de su
exposición), las mesas camillas en que se han convertido las tertulias dejan
oír su voz a quien se considera cultivado, afirmando que un político debe ser
como la mujer del César, “no sólo siendo
honrada, sino, además, pareciéndolo”, olvidando que ese principio de
escrupuloso comportamiento se daba a las esposas de los servidores públicos.
A
éstos, cuando dejaban de servir a los intereses colectivos, sin más
contemplaciones, se les ejecutaba.
Digo.