Era una tarde de domingo con una previsión de tiempo relativamente buena,
estaba anunciada una entrada paulatina de levante, con posibilidad de que
hubiese algo de lluvia.
Después de comer y de haber preparado todo el equipo, me dirigí a una de
los pesqueros que mejores resultados me da. La playa estaba prácticamente
vacía, había un par de pescadores a una centena de metros a cada lado de dónde
yo tenía pensado colocarme y algún que otro paseante. El mar estaba en buenas condiciones, un
oleaje suave con un ligero rizo ocasionado por el viento me transmitía muy
buenas sensaciones.
El cebo elegido para esta jornada básicamente era el llubarré, llevaba
también algo de lombriz catalana y de arenys, que le había sobrado a mi padre
de un concurso. No llevar cebo duro como la tita de palangre, podía haberme
supuesto un problema si la morralla hubiese hecho acto de presencia, pero esta
vez no hizo falta.
Un buen rato antes de que se hiciese de noche, las cañas ya estaban en acción de pesca, más o menos lanzadas todas a la misma distancia y con el mismo cebo. Al mismo tiempo que el sol empezaba a caer y el viento a arreciar, el puntero de la primera caña que había lanzado se destensaba, era la señal inequívoca de que algo había picado. Después de recuperar la tensión en la línea, los cabezazos que me llegaban a la Split Surf dejaban poco margen de error a que pez era el que venía del anzuelo. Tras un par de carreras a escasos 30 metros de la orilla y ya en el escalón, cobraba la primera dorada de la jornada, un ejemplar que rondaba el kilo y medio (como el resto de las que salieron esa noche).
Un buen rato antes de que se hiciese de noche, las cañas ya estaban en acción de pesca, más o menos lanzadas todas a la misma distancia y con el mismo cebo. Al mismo tiempo que el sol empezaba a caer y el viento a arreciar, el puntero de la primera caña que había lanzado se destensaba, era la señal inequívoca de que algo había picado. Después de recuperar la tensión en la línea, los cabezazos que me llegaban a la Split Surf dejaban poco margen de error a que pez era el que venía del anzuelo. Tras un par de carreras a escasos 30 metros de la orilla y ya en el escalón, cobraba la primera dorada de la jornada, un ejemplar que rondaba el kilo y medio (como el resto de las que salieron esa noche).
Esta captura me daba la moral suficiente, para soportar lo que se me venía
encima y nunca mejor dicho. El tiempo empezó a cambiar de manera radical, la
teórica entrada suave de levante, se tornó en un precipitado aumento del viento
y de las nubes de lluvia. En este impasse otra de las cañas volvía a delatar
otra picada, sin prisa pero sin pausa, sacaba otra dorada del mismo calibre que
la anterior.
En la misma proporción que iba aumentando la inestabilidad meteorológica,
la actividad de los peces también crecía. No podía dar crédito a lo que me
estaba sucediendo, mientras trabajaba la tercera pieza otra de las cañas
empezaba a perder la tensión en la línea. No es que viniesen las líneas
cruzadas, es que posiblemente otra cabezona se había tragado mi engaño.
Dicho y hecho, después de sacar la tercera y volver a lanzar la caña, me
dirigí a la caña que estaba picada para seguir con la racha. Los dos pescadores
que había a mi lado, ya habían recogido ante el vendaval de viento y lluvia que
se había formado. Uno de ellos antes de irse se acercó a verme y se quedó
perplejo igual que yo, al ver las doradas que llevaba y las que estaban
picando, ya que en el rato que estuvo allí saqué otras dos, también rondando
los dos kilos.
No eran las nueve de la noche y llevaba ya seis doradas, de un tamaño más
que razonable. Lo curioso del caso y que a posteriori valoré, es que no cogí
ningún otro pescado que no fuese dorada, cuando el estado de la mar y lo
agitado que estaba ya no tenía nada que ver, de cómo había empezado. La lluvia
no me amilanó y seguí durante un rato más, en la siguiente hora cogí otras tres
doradas, una de ellas llevó al extremo la línea que usaba (Tsunami Pro del
0.16) y arqueó la Shangrila Pro de manera escandalosa. El margen de reacción
era nulo, porque mientras veía las sacudidas que pegaba, estaba peleando con
otra cabezona.
Agotados los tres llubarrés que llevaba, estuve tentado de seguir pescando con la lombriz y el areny que aún me quedaban, pero con el extraordinario botín que ya había conseguido, decidí finalizar la jornada a una hora más que aceptable y “guardar” alguna para otro día.
Agotados los tres llubarrés que llevaba, estuve tentado de seguir pescando con la lombriz y el areny que aún me quedaban, pero con el extraordinario botín que ya había conseguido, decidí finalizar la jornada a una hora más que aceptable y “guardar” alguna para otro día.
En los días posteriores parece que se esfumaron del lugar, porque el
resultado de algunos compañeros fue muy poco alentador. Aunque Noviembre nos tenía guardada otra jornada de locura, esta vez en el paraíso lubinero por excelencia, el Delta del Ebro.
Sin duda a base de ir, finalmente aciertas y estás en el lugar adecuado, en
el momento indicado, todo un tópico pero una situación muy real. La
perseverancia ayuda a que se de esta circunstancia, pero lo que nunca nos pueda
faltar es la ILUSIÓN.