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jueves, 11 de febrero de 2021

Filomena en Madrid

Había empezado a nevar en serio el viernes por la tarde, y la nieve acumulada en los tejados reflejaba tanta luz que esta foto parece estar tomada en pleno día cuando en realidad ya era noche cerrada. Para entonces, ya hacía tiempo que los vehículos habían dejado de circular.



A la mañana siguiente, como era temprano, las calles amanecieron con mucha nieve pero vacías de gente, aunque poco a poco se irían llenando de curiosos armados de esquís, abrigos y cámaras de fotos.





Las grandes avenidas, las plazas y las fuentes eran difíciles de identificar bajo ese extraño manto. El espesor variaba entre los treinta y los cuarenta centímetros, quizás más, y las ramas de los árboles invadían aceras y calzadas. Más de un propietario descubriría pronto daños en su coche.








Con algunos autobuses abandonados donde habían quedado atascados, solo funcionaba el metro. Voluntarios con todoterrenos formaron enseguida un grupo en Telegram que permitió asistir a los que necesitaban transporte urgente al hospital.





Las autoridades habían fracasado en su previsión y estaban desbordadas. Los servicios de limpieza tardarían una eternidad y fueron los propios ciudadanos, algunos, una minoría, los que quitaron la nieve y el hielo como mejor pudieron.





Madrid no está preparada para una nevada de esta magnitud, eso quedó claro, y por mucho que sea algo poco habitual, Filomena sacó las vergüenzas de unos políticos que no dan la talla. Para colmo, los voluntarios de los 4x4 tuvieron que retirarse pasados unos días ya que habían sufrido amenazas y ataques personales, con daños en sus vehículos. Así es España, en lo bueno y en lo malo.




En mi vida había visto tanta nieve acumulada en una ciudad; ni en Londres ni en Bruselas alcanzó esta altura cuando viví allí. Ni siquiera en Zug, donde sus 450 msnm y su lago suavizan las temperaturas. En la Castellana, improvisada pista de esquí para algunos que usaban el metro como remonte, la nieve estaba más apisonada por el paso de los vehículos de la Guardia Civil, la policía y las emergencias.





Muy cerca, el museo de Ciencias Naturales nos recibía con un paisaje alpino en el que los niños aprovechaban el desnivel para usar sus trineos.




El monumento a la Constitución, más frío que de costumbre, mostraba también las huellas de la nieve.



Mientras tanto, el Gobierno español se frotaba las manos y miraba para otro lado, reteniendo en el aeropuerto unas máquinas quitanieves que nos habrían venido muy bien sin que hasta la fecha, nadie haya sabido explicarme por qué. Tampoco sabremos nunca qué pasó con esas otras quitanieves que fueron privatizadas por la Comunidad de Madrid, quién se llevó el dinero, ni por qué no estaban disponibles cuando más falta hacían. Una semana más tarde llegaba a Suiza, donde también había nevado. pero calzadas y aceras estaban perfectamente limpias. Cosas que pasan.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Exposición en el Jardín Botánico de Madrid

No es casualidad que la primera entrada de este blog, allá por el 2007, estuviese dedicada al fotógrafo Chema Madoz, un artista al que sigo desde que descubriera sus siempre originales fotos. Así que me apunté la exposición que está tenido lugar en el Jardín Botánico de Madrid, la única que he visto en esta pasada Navidad. Y por si acaso se me olvidaba, una amiga, también amante de la fotografía, me propuso ir a verla. La muestra, titulada “La naturaleza de las cosas” consta de 62 fotografías realizadas entre 1982 y 2018.





De este modo, aprovechando el buen clima madrileño, impropio del invierno, nos plantamos allí y pagamos los seis euros que cuesta la entrada. Mis fotos no le hacen justicia, porque el Pabellón Villanueva deja entrar mucha luz y los reflejos estaban garantizados, pero la visita mereció la pena a pesar de que ya conocía la mayor parte de las obras.




Dejamos la exposición, que puede visitarse hasta el 1 de marzo, y nos dimos una vuelta por el jardín, que es pequeño y que en invierno ofrece pocos alicientes. Es una lástima que la falta de dinero (imagino que esa es la causa) impida a Madrid tener un botánico en condiciones, con invernaderos que soslayen el frío del invierno y el calor del verano. Ya no es que hubiera pocas plantas interesantes, es que estaba muy descuidado, dando una triste sensación de abandono.


Pero como nos conformamos con cualquier cosa, estuvimos haciendo fotos a unas calabazas, a varios árboles singulares como un cedro del Himalaya de 27 metros de altura y cien años de edad. Buscábamos los contraluces a falta de otra cosa que llevarnos a la cámara.






Una planta de ricino dio un poco de color, y otra de cardo aportó la textura.




Pasamos a la zona de los cactus y a un pequeño invernadero donde hay algunas plantas carnívoras acompañadas de orquídeas, pero todo está sujeto a constantes obras de renovación que ni avanzan ni se terminan. Pido desde aquí que se destinen más fondos al Jardín Botánico para evitar esta imagen tan lamentable que presenta.




El sol apareció, aunque fuese con timidez y, como digo, la temperatura era muy agradable para esta época del año. Estábamos prácticamente solos porque la atracción eran las luces de Navidad, que se encenderían una vez anochecido.




Recuerdo el jardín que hay en Londres (Kew Gardens) y no puedo dejar de preguntarme por qué no podemos tener algo parecido en un país como España, donde el clima es más clemente. Parece que nos preocupan más otras cosas menos importantes.

viernes, 17 de junio de 2016

Ver pasar gente

A principios de este año, volví a ver la película Un franco, 14 pesetas, que sin ser nada del otro mundo, creo que nos da una idea, demasiado edulcorada, eso sí, de lo que era vivir en Suiza.

La dirigió y protagonizó Carlos Iglesias en 2006, y trata de unos compatriotas que emigran a Suiza en busca del trabajo que escaseaba entonces en España, en los años 60 del siglo pasado. Parece que cinco décadas después algunas cosas siguen igual, pero esa es otra historia.

Aunque no voy a comparar mi emigración con la de los protagonistas, sí que hay algunos puntos en común que me hacen gracia. Las fronteras helvéticas, cerradas entonces a los embutidos ibéricos, son ahora algo más permisivas, pero no demasiado.

Lo que más choca quizás, es lo soleada que aparece Suiza en la película, algo que no coincide demasiado con la realidad, pero que podemos pasar por alto en favor de la historia. Los suizos tampoco besan con tanta facilidad, y de hacerlo, dan tres besos, no dos. Siguen siendo, sin embargo, igual de ordenados y educados.



Ahora que cumplo tres años viviendo en Suiza, me siento muy identificado con algunas escenas y diálogos. Situaciones que siguen chocando a los que se quedaron en España, pero que son muy reales.

Al llegar aquí me dijeron que había un punto de no retorno, un momento en el que ya no deseas volver a España. Al principio parece imposible, pero en mi caso ese punto llegó a las pocas semanas, y si algún día vuelvo a mi país de origen, será porque no pueda mantener el alto tren de vida de aquí, no porque añore la Península Ibérica. Nadie me cree, dicen que exagero, pero es absolutamente cierto.

Una calle de Madrid.


Y una de Zug.


No niego que en ocasiones te sientes como el protagonista, con ganas de sentarte en la madrileña calle de Alcalá, con una cerveza en la mano, el sol acariciándote el rostro, viendo pasar gente, pero luego te acuerdas del tráfico, de la suciedad y el ruido, del tiempo que llevas esperando el autobús, y de la mala educación de la gente, y te das cuenta de que la verdadera calidad de vida es otra cosa.


Pero la escena más devastadora de la película es cuando el inmigrante italiano relata cómo tras comprar su primer coche, de segunda mano, fue a Nápoles a ver a su familia. A la mañana siguiente descubre con estupor que se lo han destrozado. Con sus propias palabras, con dolor, nos dice que no se lo han robado, sino que se lo han destrozado, únicamente por envidia.

Ahí es donde te das cuenta de que las personas son muy diferentes en un país y en otro. No se trata de pobreza, sino de mezquindad. Renuncias entonces a todo el sol del mundo, al jamón y a las terrazas, con tal de no aguantar a los envidiosos, por lo hablar de los que, sabiéndose vulgares, lo proclaman con orgullo a los cuatro vientos.

Si, ya sé que no se puede generalizar, pero los hechos están ahí. En Suiza encuentro buena educación, y en España colchones apoyados contra los árboles en plena calle.

Creo que en realidad soy un suizo que nació en el país equivocado.


No me puedo creer que hayan pasado ya tres años.