(Este paréntesis se leerá al principio pero tú lo escribiste al final. Este artículo sobre Belarmino y Apolonio salió más largo de lo acostumbrado. Podrías utilizar la corruptela administrativa del fraccionamiento de los contratos, como cuando las atribuciones no permiten adjudicar un contrato si supera X euros y partiéndolo en dos se evita otro concurso o que deba que adjudicarlo una instancia superior. Tú podrías dividir esta farragada en dos artículos, pero prefieres contarlo de una vez, aunque resulte empachoso).
Habrán pasado no menos de treinta y cinco años desde la primera vez que leíste Belarmino y Apolonio. El libro no era tuyo y alguien te lo tuvo que prestar porque no recuerdas haberlo sacado in illo tempore de ninguna Biblioteca, a diferencia de la ocasión actual. Tampoco es baladí que lo hayas leído a los dieciséis años o a los veinte. En el primer caso estarías todavía en el Seminario, en el segundo ya fuera. En la primera hipótesis te lo habrá dejado algún compañero de aquel entonces y aquel ambiente. Supones que el libro te habrá impresionado en aquel tiempo. Si fue más tarde piensas que habrá sido algún amigo estudiante de Filosofía y Letras, con la (repites, con la) que tuviste algún escarceo. Salvo que te gustó mucho entonces y que te pareció original, no recordabas absolutamente nada más, únicamente que Belarmino y Apolonio eran dos zapateros que andaban todo el día a la gresca. Bien poco poso en la memoria para novela tan interesante.
Los buenos libros son susceptibles de múltiples lecturas e interpretaciones. Cada lector puede sentirse más identificado con un personaje, con una situación, a veces no siempre con los mismos si en el transcurso de los años llega la ocasión de una segunda lectura.
Coincidiendo con las primeras páginas de esta relectura se dio una casualidad. No sueles tomar café después de comer pero cada dos o tres meses el cuerpo te pide un café y una copa, concretamente de coñac. A la puerta del bar, el mismo donde tomas el café de media mañana, coincides con un abogado ovetense al que conoces desde la Facultad. Después de departir unos minutos en la misma puerta acerca de las tasas judiciales y otros asuntos de actualidad, como ibais a lo mismo sin saberlo, compartisteis mesa y charla. Además de coincidencias genealógicas, salió a colación tu pasado en el seminario. Te preguntó por qué lo habías dejado y si quedaba algo de aquella religiosidad. Le respondiste con una frase que acababas de leer en Belarmino y Apolonio.
“Hay dos espectáculos que el hombre debe presenciar alguna vez: uno es la salida del sol; otro es un parto. El primero nos enseña a respetar la idea de Dios; el segundo a respetar a la mujer”. Como este blog se subtitula comentarios no demasiado íntimos, ese lema incluye también la intimidad de los demás y ahí terminas ese parte de la historia, pero es fácil que en lo sucesivo Belarmino y Apolonio sea el libro que estabas leyendo cuanto tomaste aquel café y aquella copa de coñac con aquel conocido abogado. Quedan estas líneas para recordarlo.
Todavía no habías llegado a la página en la que se define la religiosidad de Belarmino, que sirve para la tuya: “Si no un incrédulo, cuando menos era un tibio.”.
La novela contiene reflexiones interesantes acerca del llamado hecho religioso. Por ejemplo, como en la pensión donde se desarrolla algún capítulo de la novela sorprendieron a un cura saltándose la vigilia, él se descarga con argumentos bien originales, pero que dan que pensar.
“Para las personas de bien afirmada fe y claro sentido, sean clérigos, sean seglares, huelgan estas obligaciones disciplinarias; lo esencial es el dogma. El Estado concede de buen grado la libertad de ideas porque el pensamiento no delinque, pero no transige con la libertad de acciones, porque romperían la disciplina. La Iglesia es intransigente en materia de ideas y tolerante en materia de acciones: sólo el pensamiento peca. Todos los pecados, por monstruosos que sean, reciben absolución en el confesionario; pero la más mínima duda del confeso en materia de fe nos impide absolverlo. Ahora bien: como todo este es de sentido común, debe permanecer en secreto para los que no tienen sentido común, sean clérigos, sean seglares”.
Por lo demás, Belarmino “hablaba en una lengua perfectamente insólita, que no era ni lengua viva ni lengua muerta, sino lengua en embrión.”
A ti, que tanto te envuelven las palabras, no es de extrañar que te entusiasmara Belarmino, el zapatero de la palabra. Esta era su técnica: “A Belarmino le gustó la voz expeditivo, y la almacenó en la memoria, a fin de meterla en la horma, ensancharla y darle un significado espacioso, nuevo y conveniente”. Por eso al cosmos lo llamaba diccionario y al diccionario cosmos. Por lo mismo, para el zapatero filósofo y filólogo, vivir, conocer y crear eran sinónimos. Sus conciudadanos no sabían si creerle o tomarle el pelo. Para acreditar su identificación entre palabra y zapato, avanzada la novela “Belarmino abandonó la profesión filosófica y ya no remendó más zapatos”.
- ¿Y en qué habla?
- Anda, pues en filósofo. Todos los filósofos hablan una lengua especial.
Ese retorno da sentido a otros pasajes de la novela.
“¿Cuántos se habrán encaminado al Seminario siguiendo una voz interior persuasiva, una estrella ineludible? Yo les oía contar chascarrillos de curas de aldea, de lo muchos que tragaban, de lo majamente que vivían. ¿Tenía yo vocación? No sé si por reacción y enojo contra mis compañeros, llegué a estar convencido de sentir una gran vocación. A ratos soy muy sentimental. Entonces, lo era mucho más. Los oficios canónicos, las ceremonias del culto, el canto del órgano, el resplandor de las luces, el misterioso recato de las imágenes; todo esto me enternecía y agitaba hasta los posos del alma, y tanto más en la medida que iban entendiendo el latín”.
“Mi trato con Angustias era del todo inocente. Mi pasión no se me hizo patente hasta el cuarto curso del seminario”.
Belarmino y Apolonio es una novela muy entretenida pese a cierta complejidad del discurrir temporal. La historia no es lineal sino que, al decir, de algún crítico prologuista, está distribuida a saltos entre el pre-pasado remoto, el pasado próximo y hasta el post-pasado próximo. Tela.
Por faltar, no le falta a Pérez de Ayala ni un pequeño homenaje a Buridán.
“El símbolo del hombre fue el jumento de Buridán, que poseía una vislumbre o premonición de inteligencia discursiva, y por eso mismo murió de inanición entre dos montones de heno, dudando por cuál decidirse”.
Esa misma duda la tienes tú a la hora de colgar este comentario ¿Animará a la lectura de la novela o supondrá un vade retro, Satanás”?