Recuerdo a los abuelos. Se me cuelan en el pensamiento los atardeceres de cielo despejado, cuando el nordeste sopla con olor de mar y las gaviotas graznan sobre mi cabeza como una camada de cachorros hambrientos.
Aparecen sentados, uno junto a la otra, encarcelados en mi memoria como espíritus que alguien invoca.
Ella prefería entrar en la casa, siempre con tarea, atolondrada. Él quería que se quedaran en el banco hasta que anocheciera:
- Espera, no tengas prisa- le decía.- La vida es recordar los cielos rojos.
- Tú y tus atardeceres- respondía ella. Pero igual ponía su mano derecha sobre las de él, que sostenían su bastón, y se esperaba mirándolo de reojo.
Se disolvía el sol, definitivamente, en el mar. Entonces ella se levantaba y entraba apresurada en la casa para preparar la cena. Él permanecía sentado fuera. Yo, un niño aún, recuerdo, lo miraba en silencio, preguntándome qué pensaría tras sus gafas negras.