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  1. Gustavo Bueno. Fotografía: Moeh Atitar





    ste 1 de septiembre de 2024 no fue una fecha cualquiera para todo aquel interesado en las corrientes filosóficas contemporáneas. Al contrario, porque un día como ese, pero de hace un siglo —es decir, el 1 de septiembre de 1924— nacía en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja, España), uno de los más importantes filósofos contemporáneos, creador de un sistema de pleno vigor y llamado a seguir expandiéndose e influyendo en las estructuras de pensamiento del presente. Hablamos no de otro que de Gustavo Bueno, el creador del llamado Materialismo Filosófico, escrito íntegramente en español.

    Ahora bien, ¿por qué hablar de Filosofía, en general, y más aún, de un filósofo en particular, en un medio de comunicación? «Demasiado intelectual», dirán algunos. «Filosofía, ¿para qué?», dirán otros. «Esas cosas nunca me interesaron», dirán terceros. Y, sin embargo, no sólo habría que llamar la atención sobre quienes considerasen forasteros a esos temas dentro de un espacio de comunicación masiva como es un periódico. También habría que advertir que, contra lo que pueda asumirse acríticamente, la filosofía está tan impregnada en nuestro diario vivir, es tan usual para tratar con los demás y con los temas que nos interesan, que la preocupación debería ser no pasar por un filósofo ingenuo, antes que despreciar la Filosofía con ingenuidad. «Todos somos filósofos», decía, de hecho, el propio Gustavo Bueno. Sólo que algunos hacen mala filosofía, claro está.

    Para saber por qué merece unas líneas en un diario un filósofo como Gustavo Bueno —un texto, aunque sea breve, que llame la atención sobre la importancia de asomarse a su obra— las respuestas pueden darse de muchos modos y con muchos argumentos. El primero tendría que ver con la relevancia histórica. Cierto es que tenemos poca perspectiva, pues estamos ante un hombre de nuestro tiempo, pero no es arriesgado decir que con Bueno hemos sido contemporáneos de una de las mayores mentes del pensamiento filosófico. ¿Han pensado alguna vez el honor que pudo ser haber compartido el mismo tiempo que Sócrates, que Platón, que Aristóteles? ¿Qué tanto valoraría uno haber vivido en los tiempos de Tomás de Aquino? ¿Y qué tal haberlo hecho al tiempo que Descartes, o haber sabido de aquel pulidor de lentes de Ámsterdam que fue Spinoza? ¿Cómo no nos hubiera importado ser contemporáneos y cercanos de Kant o de Hegel, de Marx, de Husserl, de Russell o de Heidegger? Pues, la contundencia de la obra de Bueno (sus Ensayos materialistas, sus Teoría del cierre categorial, El animal divino, El mito de la izquierda, El Ego trascendental) lo pone a la altura de aquellos nombres fundamentales de la filosofía. La diferencia está que, en el círculo temporal de lo que puede considerarse «nuestra era», apenas hace un siglo que nacía Bueno, lo cual nos debe hacer sentir orgullo de haber compartido tiempo con él.



    La filosofía materialista (para resumir: una filosofía que niegue la existencia de vivientes incorpóreos) ha tenido en el último siglo a dos cultores insignes nacidos en el ámbito hispano. Uno es el argentino Mario Bunge (1919-2020), representante del materialismo sistémico, quien escribió gran parte de su obra en inglés. El otro es Bueno, cuyo sistema (creemos) supera al de Bunge. Por cierto, ambos mantuvieron ricas polémicas alguna vez.

    Hoy, la escuela que sigue a Bueno tiene sede en Oviedo (Asturias), pero hay seguidores en todo el mundo. De hecho, desde Mendoza, desde Lima, desde Caracas, desde DF, desde California o tantos lugares más, muchos están estudiando su sistema, incluso de manera reglada, a través de los cursos que dicta la Fundación que lleva el nombre del filósofo.

    Conocida es la alegoría de la caverna trazada por Platón en La República, tantas veces tomada de manera incompleta: allí, los hombres comunes están encadenados en una oscura cueva y ven la realidad a través de sombras que se proyectan contra una pared. Pero hay algunos que escapan, conocen el mundo exterior y luego vuelven para iluminar a los otros con las noticias de la realidad. Gustavo Bueno fue de esos que iluminan: exploró la realidad material con su sistema y regresó a la caverna para sacarnos el velo. 

    Leer a Bueno nos hace un poco menos idiotas. Su centenario es la mejor excusa para empezar a leerlo y pisar los primeros peldaños de esa escalera que nos lleva hacia fuera de la caverna.

  2. Acicates contra la vanidad

    sábado, abril 20, 2024

    Antonio de Pereda: Alegoría de la vanidad


    Los siguientes son sendos divertimentos en forma de versos para el viejo adversario Daniel Vicente Carrillo, ante el enojo demostrado al decirle que no quiero leer libros como el que acaba de publicar y que se presenta como una obra con la que «se ha querido resucitar las doctrinas platónicas no escritas y los principios de la filosofía escolástica, a mayor gloria de Dios».


    por Fernando G. Toledo


    Verdades que rasgan derroches vanos

    Te dirá él que es su obra
    «única en nuestra era».
    ¡Qué curiosa maniobra!
    Extraña cosa fuera
    que fallara en la crítica
    el mismísimo autor.
    Yo agregaría «mítica»,
    «de incontable valor».
    Que soberbia no falte,
    ya que vana es la empresa,
    vale que lo resalte,
    de aquel que le interesa
    ignorar el presente.
    Por esto no es sarcástica
    la etiqueta que cuente
    que exenta y escolástica
    es tal filosofía.
    Lo visto en adelantos
    muestran esa porfía
    que hace ya mucho tantos
    supieron practicar.
    Si cree tener dotes
    de un alto visionario,
    será fácil que notes
    que se asoma un falsario.
    Diremos de tal modo,
    con misma autoridad:
    según parece todo
    es pura vanidad.
    No esperes encontrar
    un agua cristalina,
    ni sustancia divina
    se va allí revelar,
    mas sí un embuste aciago
    de pajillero afán:
    pues «La piedra en el lago»
    la ha lanzado Onán.
    Pero ¡suerte! deseamos,
    ya que le hace ilusión.
    Muy atentos estamos
    por si revienta Amazón.


    El Onán plagiario se victimiza (soneto)

    Casi al pasar lo dijo sin sonrojo:
    que una obra maestra había escrito.
    Que su piedra en el lago era un hito
    que, además, exigía dignos ojos.

    A nadie le sorprende ese manojo
    de silogismos, frases y refrito,
    mas sí la vanidad de Danielito.
    Debe poner las barbas en remojo.

    Por las dudas de víctima se viste, 
    una pose que es pura propaganda,
    sufriendo a los injustos dice que anda.

    Sabemos, como Dios, que eso no existe.
    Curiosa esta versión nueva de Onán:
    copiarle a la Escolástica es el plan.

  3. Ese señor no existe

    jueves, febrero 29, 2024

    Bendición de los Frutos 2020. Foto: Municipalidad de General San Martín

     

    Respuesta bisiesta de un ateo católico a un crítico desorientado

    por Fernando G. Toledo


    ace exactamente cuatro años, y como cualquier sagaz lo notará, en otro año bisiesto, tuve una de las grandes alegrías que me dio mi oficio de escritor: ponerle palabras a la Fiesta de la Bendición de los Frutos, quizá el más importante espectáculo vendimial después del acto central. 

    La celebración de tal fiesta en aquel año, que nos encontró a las puertas de la peste de Covid, tuvo al menos dos particularidades que me atañían. La principal es que esa fiesta se realizó en San Martín, departamento que me vio nacer (como Belén a Jesús) y en el que aún vivo. La segunda particularidad es que el encargado de escribir el guion de una fiesta con tradición religiosa iba a ser ese año un ateo como yo. Cuestión esta de escasa importancia, ya que no hace falta ser un creyente para aplicarse a la dramaturgia de una fiesta en la cual ese guion no tiene por qué inmiscuirse en la parte litúrgica ceremonial. Además, mi ateísmo es uno que tiene características bien definidas, expresadas públicamente en infinidad de ocasiones: desde el punto de vista filosófico soy un ateo esencial total, y desde el punto de vista cultural, soy un ateo católico.

    Hay un ateo en mi bendición

    Bueno es destacar que el ateísmo confeso del autor de esa fiesta (o sea, el mío) a casi nadie escandalizó. Digo «casi», porque la excepción vino de parte de Ariel Robert, quien por entonces dedicó su columna «Escoliosis» a expresar con sarcasmo su velado desacuerdo por tamaño sacrilegio. Es justo decir que no negó que yo estuviese capacitado para escribir ese guion. Lo que le pareció digno de burla fue que dicho guion estuviera escrito por un ateo. Queda saber si le hubiera parecido menos ridículo que fuese un incapacitado, pero contrito creyente, el encargado. 

    Si no contesté en aquella ocasión su columna fue por dos razones: primero, porque no me hizo llegar de ninguna manera su texto cuando lo publicó y yo lo descubrí muy tarde. La segunda y más importante razón es que su columna estaba lastrada por una confusión de conceptos tan importante que me pareció mejor ignorarla. 

    Ese parecer hoy ha cambiado y me resulta interesante marcar esos errores, como digo, fundamentales, ya que los errores hay que subsanarlos. Y si no lo hace el errado, pues lo hace un tercero. Un error lo comete cualquiera, pero no vaya alguno a creer que, en este caso, el que calla otorga.

    Primer error: el apóstata que no existe

    El error primero, y creo que muy importante, es el hecho de que todo su texto me califica a mí no sólo de ateo, que lo soy, sino de «apóstata», que no. Lo cito: «El caso específico de este buen escritor es que él es un apóstata. Uno de los que reclaman que la Iglesia (Católica Apostólica Romana), destruya cualquier antecedente en el que se lo vincule con tal institución». Lo vuelvo a citar: «Me genera un interés muy especial que en esta, mi provincia, en la que no pudimos ver en salas convencionales de cine aquella genialidad de Martin Scorsese, La última tentación de Cristo, y que debimos esperar muchos años para poder ver la audaz película de Jean Luc Godard, Yo te saludo, María, ahora le otorguen a un apóstata la posibilidad de guionar la única celebración eminentemente no pagana de la temporada».

    Es curioso que la indignación apenas disimulada de Ariel se apoye en algo imaginario. Quiero decir, el escritor apóstata al que él hace referencia, y que habría escrito el guion de la Bendición de los Frutos de 2020, ese señor no existe. Y es que yo en absoluto puedo ser considerado un apóstata tal como me presenta con total claridad, o sea, de esos que «reclaman a la Iglesia que destruya cualquier antecedente que lo vincule con él».

    En mi caso, jamás me he plegado a esa apostasía, reduciendo la mía a la negación de la esencia y existencia de Dios (cosa que ya está expresada en mi «confesión de ateísmo»). Pero, en cambio, no he apostatado de los sacramentos del bautismo y la confirmación que recibí, ni me ha molestado casarme por Iglesia o bautizar a mis hijos como parte de una tradición. 

    Sucede que, como ateo católico, soy insoluble en agua bendita, y puedo respetar y entender los ritos aunque no tenga fe; puedo valorar a la Iglesia como institución histórica; puedo admirar y aprender del aporte de los grandes teólogos católicos; puedo afirmar que el catolicismo es la religión más racional, etc. Todo eso muestra no sólo mi respeto, sino mi poca eficacia para que se caiga algún santo del altar cuando me ve entrar a un templo. 

    Por si todo eso que digo fuera poco, jamás he hecho lo que dice Ariel que he hecho, es decir, aunque soy ateo, jamás he reclamado a la Iglesia que destruya cualquier vinculación mía con ella. Lo que sí he hecho ha sido, justamente, lo contrario: criticar públicamente a aquellos que hacen de la apostasía una batalla. Por ejemplo, en una publicación del 13 de agosto de 2018, decía yo en Facebook:

    «Soy ateo esencial total y, aunque fui bautizado, me interesa un pepino apostatar. Eso no cambia ni a la Iglesia ni a mí. A diferencia de otros países, en la Argentina el sostenimiento a la Iglesia no sale del registro de bautizados. Así que creo que los que se desesperan por la apostasía están tan obsesionados con lo eclesiástico que por eso hasta quieren ser borrados de un libro que no ve ni Dios».

    De dónde mi crítico sacó que yo era un apóstata de esos que reclama a la Iglesia «la destrucción de cualquier antecedente que nos vincule» termina siendo, entonces, un misterio más grande que el de la Santísima Trinidad.

    Segundo error: ¿ateos por la gracia de Dios?

    El otro error de la columna de Ariel Robert es tomar una postura de rechazo (escasamente disimulado) ante el hecho de que un ateo intervenga en «la única celebración eminentemente no pagana de la temporada», y ese error quizá lo comete por falta de conocimiento o por olvido de los notables casos que me preceden. 

    Y es que la Historia muestra que han sido muchos los artistas ateos que han establecido tratos directos con la materia de fe, y no sólo para negarla. Valgan como ejemplo obras como el Réquiem y la Misa solemne, de Héctor Berlioz; las pinturas religiosas de Francisco de Goya; la Catedral de Brasilia de Oscar Niemeyer o la película El evangelio según Mateo, de Pier Paolo Pasolini. Si uno tiene en cuenta ese bagaje, que este modesto ateo católico escriba un argumento para una fiesta como la Bendición de los Frutos, termina siendo, apenas, una nota al pie en el libro de las grandes obras con simbolismo religioso que muchos ateos han producido.
     
    Al fin, me cuesta un poco imaginar las columnas torcidas que hubiera escrito Ariel contra alguno de esos artistas mencionados. A lo sumo, puedo suponer que, por error, en cada caso hubiera dicho que estaba arremetiendo contra alguien que quiere «destruir su vinculación con la Iglesia», aunque ese señor, como el Dios de los cristianos, no exista. 


  4. Cristina Pérez junto a la obra de su autoría que fue vandalizada.


      

    El reciente escándalo en la Universidad Nacional de Cuyo por una muestra de arte devela una vieja tensión entre el arte y lo sagrado, donde aparece el concepto de blasfemia. Sólo que veces, parece haber cierta selectividad para blasfemar contra unos, pero no contra otros.





    n 2004, un cardenal argentino repudiaba con estas palabras —dirigidas a sacerdotes, pero abierta a toda la comunidad— una muestra de arte que consideraba blasfema: «Desde hace algún tiempo se vienen dando (...) algunas expresiones públicas de burla y ofensas a las personas de nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen María; así como también a diversas manifestaciones contra los valores religiosos y morales que profesamos. Hoy me dirijo a ustedes muy dolido por la blasfemia que es perpetrada (...) con motivo de una exposición plástica. También me apena que este evento sea realizado en un centro cultural que se sostiene con el dinero que el pueblo cristiano y personas de buena voluntad aportan con sus impuestos. Frente a esta blasfemia (...) todos unidos hagamos un acto de reparación y petición de perdón (...)».

    La muestra de la polémica era nada menos que de León Ferrari (1920-2013), considerado en su momento por el New York Times como uno de los artistas plásticos más provocativos del mundo. Y quien firmaba la carta de repudio era nada menos que Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, quien nueve años más tarde iba a ser ungido como papa Francisco, máxima autoridad mundial de los católicos.

    Arte y religión: vieja relación

    La tensión entre el arte y lo «sagrado», como está visto, ni es nueva ni es inédita en la Argentina. Por eso el escándalo suscitado en la UNCuyo por la muestra de arte a propósito del «8M» no resulta una extravagancia. En su momento, con piezas aun más sutiles y refinadas, Ferrari provocó las quejas de la Iglesia y sufrió el ataque de grupos radicalizados. Aquí se vio un eco de aquello, con obras pictóricas o escultóricas que representaban, por ejemplo, una versión femenina y con cabeza de vaca del Cristo crucificado o una vagina que transmutaba en la imagen popular de la Virgen María. Y se vio la queja de la Iglesia local por lo que consideraban una ofensa, de parte de una universidad pública que debería velar por el respeto general. Y se vio luego lo peor de todo: el ataque vandálico de los fundamentalistas, con acciones que fueron rechazadas hasta por el propio arzobispado.

    Lo que prueba esta clase de hechos es algo que sorprende a quienes podrían pensar que el arte está exento de otro contenido que su propia estética (el arte por el arte). Entender que esto no es así permite, a la vez, descubrir algo más: que el afán blasfemo del arte en nuestro ámbito tiende a ser selectivo.
    En nuestra cultura (en la que el catolicismo es parte basal de una estructura social, cultural, legal, etc.), las bellas artes no han sido solamente una expresión plástica, sino que han servido de exaltación, prédica y representación de contenidos religiosos, especialmente católicos. Algunas de las obras maestras de la pintura universal han tenido este fin: desde los manuscritos iluminados y Giotto a las obras finales de Dalí, pasando por El Bosco, Leonardo, Miguel Ángel, Velázquez o El Greco. Si se quiere, esa práctica llega hasta nuestros días y nuestra región, ya que, por ejemplo, la obra de un pintor como Sergio Roggerone puede encuadrarse en esta línea.

    Blasfemias «selectivas»

    Ahora bien, en cuanto a la blasfemia, hay que decir que este es un concepto complejo: la blasfemia puede tener un aspecto, digamos, «subjetivo» (lo que le parece blasfemo a uno puede no parecerle a otro) y otro «objetivo» (se practica con el conocimiento de que lo que se produce subvierte un sentido conocido y sabe de su repercusión).

    Lo que se observa aquí es una blasfemia selectiva: se practica con la iconografía de una religión particular, pero se evita con sugestivo cuidado hacerlo con otras. Así, una muestra catalogada como «feminista» apunta su blasfemia, subjetiva u objetiva, más usualmente contra el catolicismo, pero no contra el judaísmo o el Islam. ¿Qué sucedería si se utilizara el arte con afán blasfemo —algunos con eufemismo lo llamarán «crítico»— contra la simbología o el credo judíos? ¿No se lo calificaría de antisemita? O, para ir más allá: ¿por qué no se blasfema artísticamente contra algunas leyes de la sharía, que prohíben a las mujeres mostrarse si su cuerpo no está tapado por el burka?

    En este último sentido, es llamativa la selectividad, dado que los países en los que las democracias han florecido (y en los que la idea de libertad de expresión más se ha difundido) son mayormente aquellos en los que ha predominado el cristianismo. Y esto puede o debería verlo un ateo —como quien firma—, un agnóstico, un deísta o un creyente. Todo el mundo, en suma. Si la blasfemia, o la «crítica», se emprende con selectividad contra el cristianismo, tal vez (sólo tal vez) ello sea producto de una miopía ideológica traducida en arte.

    El papel de la universidad

    Por último, hay que preguntarse por el papel jugado aquí por la institución que avaló la muestra. En 2018, y con el fin de asegurar la «laicidad» de la institución, la UNCuyo decidió retirar todos los símbolos religiosos (algunos, en sí mismos, también obras de arte) de sus edificios. A pesar de ello, ahora propició una muestra plagada de imágenes religiosas, aunque fueran blasfemas.

    Algunos querrán exorcizar o eximir a estas imágenes de la muestra «8M - Manifiestos visuales» de todo contenido religioso con el «agua bendita» del arte y la libertad de expresión. Sin embargo, ¿acaso esas obras artísticas exhibidas tendrían el mismo valor si no hicieran uso de la simbología religiosa? Si la respuesta no es afirmativa, ¿por qué entonces se exhiben en un lugar donde la simbología religiosa fue excluida?

    También aquí, al parecer, hay selectividad, y unas simbologías son más simbólicas que otras.



  5. Un guardia suizo custodia en el Vaticano el cadáver de Benedicto XVI. Foto: AP.




    a muerte de Joseph Ratzinger, papa Benedicto XVI para la Iglesia Católica, ha permitido ver unas exequias inéditas en el Vaticano, la santa sede de esta religión, la mayoritaria en el planeta y basal para nuestra cultura.

    Las claves que hacen tan especial el funeral de este papa católico tienen que ver con la excepcionalidad de su figura, al tratarse de un papa emérito, algo pocas veces visto en la historia. En particular, porque Benedicto XVI llegó a ese puesto tras una renuncia en 2013 a su cargo, al que había llegado para ocupar el puesto que dejó Juan Pablo II (Karol Wojtila) con su muerte, en abril de 2005.

    El pontífice alemán termina sus días con una historia particular: llevó el hábito de papa emérito durante más años que el de papa efectivo, dejó lugar a la primera designación de un papa americano (el argentino Francisco I) y dejó una estela de misterio alrededor de las razones de su abdicación.

    Por un lado, el fallecimiento provocará, entonces, algunos hechos nunca vistos en la historia de la Iglesia Católica.

    Por ejemplo, el funeral a un papa estará encabezado por un papa. La muerte no llevará a la elección de otro. Y, finalmente, será destruido el anillo del pescador, emblema que lucen los papas en el anular de su mano derecha. Este anillo es legado de un papa a otro, pero en el caso de Benedicto XVI se construyó uno para que él siguiera luciendo el suyo y Francisco tuviera el propio.

    Entre los pocos antecedentes a la renuncia del papado aparecen la de Celestino V (1294), quien al parecer no estaba en sus cabales. La última había sido la de Gregorio XII, quien dejó el cargo en 1415 como “sacrificio” personal para solucionar una serie de conflictos eclesiásticos que dio en llamarse “Cisma de Occidente”.

    ¿Por qué renunció el papa Benedicto XVI?

    Ahora bien, ¿cuál fue la razón para que el 28 de febrero de 2013, Benedicto XVI acabara renunciando? Las excusas oficiales no tienen por qué ser rechazadas de antemano y hablaban de una debilidad de salud que le impedían a Ratzinger entregarse a pleno a su papado. Según el propio obispo: “Llegué a la certeza de que mis fuerzas, debido a una edad avanzada, ya no son aptas para un adecuado ejercicio del ministerio petrino”. Otras voces, sin embargo, han hablado de un debilitamiento en otro sentido: el que sintió el Santo Padre de los católicos por diversos escándalos y también por una intención de miembros de la iglesia que habrían propugnado un aire más progresista en la Iglesia. El alemán cargaba con una fama de conservador, a veces poco justificada si se tienen en cuenta cuestiones como que fue el primer papa en hablar del uso del preservativo como un “acto de responsabilidad” en casos puntuales.

    Sin embargo, otra de las hipótesis que se manejan resulta, para muchos, más inquietante. Y tiene que ver con la aparición de una “noche oscura del alma”, que se extendió hasta el fin de sus días. Con ese término se alude al célebre poema de San Juan de la Cruz, poeta y místico español, que pone en palabras un momento de duda ante la fe religiosa.

    En el caso de Ratzinger estamos no sólo ante un papa y nada más, sino a un teólogo y filósofo de gran magnitud, autor de textos notables, además de sus encíclicas y conferencias. Entre estas últimas, hay una que destaca sobremanera: el “Discurso de Ratisbona”, cuyo título original era “Fe, razón y la universidad: recuerdos y reflexiones”, y fue pronunciado el 12 de septiembre de 2006. Allí, reflexionaba sobre el entrelazamiento de fe y razón y tuvo un capítulo polémico por una dura referencia al Islam.

    Esas reflexiones de Ratzinger sobre la fe dieron origen luego a un libro, editado en español bajo el título Dios salve la razón. En él, como cuenta la presentación del volumen, “diversos intelectuales de primera línea, provenientes de diferentes países, tradiciones religiosas y posiciones culturales, se dan cita en este libro para recoger el desafío planteado por Benedicto XVI en su célebre lección magistral en la Universidad de Ratisbona en septiembre de 2006: ampliar la razón. Desde diferentes perspectivas, coinciden en proponer un nuevo humanismo que integre de manera nueva la relación entre fe y razón”.

    El texto más notable de ese volumen no era el del propio Benedicto XVI, sino el de un filósofo que escribía en castellano: el español Gustavo Bueno, un “ateo católico”, autor de un sistema materialista y probablemente el más notable filósofo de habla hispana de todos los tiempos. Su artículo, tan brillante y contundente, fue leído por el propio Ratzinger y, se dice, lo llevó a largas reflexiones. En él, Bueno decía que el Dios de las grandes religiones no es en sí racional, sino que ha sido la Iglesia la que ha “salvado la razón” para la tradición histórica, y ha permitido el desarrollo de imperios y culturas que hoy destacan en el mundo.

    Consultado el propio Gustavo Bueno sobre si su texto habría dinamitado la fe del pontífice, este respondió: “Me han dicho algo así. No tengo ninguna razón para creerlo o para dejarlo de creer. Parece ser que lo leyó. (...) No creo que mi artículo de 2008 le haya planteado dudas de fe al papa, en todo caso habría ahondado en un proceso que vendría de más lejos”.

    En esa posibilidad ahonda el profesor de filosofía Yago de la Cierva, quien trabajó en oficinas del Vaticano y para el Opus Dei. Para él, estuvo muy claro el porqué de la renuncia: “el único modo en que se consigue entrever qué puede pasar por la mente y el corazón del Papa es una crisis espiritual”. Podríamos agregar: el único modo de entender el sintagma “crisis espiritual” es pensar en una pérdida de la fe.

    Un último dato anecdótico podría terminar de confirmarlo. En mayo de 2006, Benedicto XVI se detuvo a orar ante el “muro de la muerte” de lo que fuera el campo de concentración de Auschwitz, levantado por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Allí fueron torturadas y asesinadas, según algunos cálculos, más de un millón de personas. Conmovido, Ratzinger exclamó en italiano: “Sólo se puede guardar silencio, un silencio que es un grito hacia a Dios: ¿Por qué, Señor, permaneciste callado? ¿Cómo pudiste tolerar todo esto?”.

    Esas palabras de reproche a la divinidad, venidas de parte nada menos que de la máxima autoridad católica en el planeta (un apóstol de Cristo, según la creencia) no pueden ser ignoradas.

    Tal vez ese brillante teólogo que fue Joseph Ratzinger tuvo su noche oscura, sólo que el azar le llevó a sufrirla siendo nada menos que Papa. Su inédito retiro, que lo recluyó hasta el fin de sus días, permitió tal vez una paradoja: que un papa no creyente fuera el que acaba de morir.


  6. Gustavo Bueno en 2006 (gentileza: Fundación Gustavo Bueno)


    Publicado en diario Los Andes (Argentina) y en El Catoblepas (España)

    a historia está hecha de pasado. Esto suena a verdad ridícula, por lo flagrante, y sin embargo toma relevancia cuando sucede lo inusual: cuando uno descubre, recién instalados, los cimientos sobre los cuales grandes edificios habrán de levantarse.
    La muerte, el domingo 7 de agosto, del filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016) nos pone frente a este espectáculo: el de haber sido contemporáneos de un hombre del que van a hablar las próximas generaciones. Haber vivido en los tiempos de Bueno es como haber sido contemporáneo de Platón.
    La estela del pensamiento de Bueno comenzó, para muchos, en 1970, cuando la editorial Ciencia Nueva de Madrid publicó un libro titulado El papel de la filosofía en el conjunto del saber. Pocos acaso podían predecir que era el primero de una serie que iba camino a la construcción paulatina de un sistema filosófico con pocos parangones: una elaboración que iba a poner a Bueno a la altura de titanes filosóficos como Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel o Marx.

    El materialismo filosófico
    Dos años más tarde de su «ópera prima», Bueno iba a publicar Ensayos materialistas, un portento de 470 páginas que sentaría las bases ontológicas de su filosofía, y que en ese libro, ya se autoimponía un nombre: el «materialismo filosófico». Allí Bueno establecía, contra el materialismo dialéctico vigente y contra todos los espiritualismos, una nueva manera de entender la materia. Su descubrimiento –así lo llamaba el mismo filósofo–, era que había dos planos: el de la materia general (indeterminada) y el de la materia especial (mundana). Esta última está compuesta por tres géneros que conforman el «aspecto del mundo»: la materia física (M1), la materia psicológica (M2) y la materia ideal o esencial (M3).
    Esa pluralidad de la materia era un hallazgo brillante, que hacía derrumbar el gran ingrediente metafísico (en sentido peyorativo) de otras filosofías: el monismo. Porque, decía Bueno inspirándose en la symploké de Platón, ni todo está relacionado con todo (monismo) ni todo está desconectado de todo. Y es gracias a eso que podemos conocer el mundo.

    Dedicatoria de Gustavo Bueno al autor
    de este artículo, en un ejemplar
    de La fe del ateo
    Un portentoso sistema
    Ya puesta la piedra basal, ontológica, Bueno avanzó hacia la gnoseología, y lo hizo con su brillante y monumental Teoría del cierre categorial, que es una lección contra las baratijas pseudofilosóficas de muchos fundamentalistas científicos.
    Luego, el filósofo siguió por la antropología, con notables artículos y libros, entre los que destaca una filosofía de la religión que aún sorprende, y que pone el origen de lo religioso en los «númenes» bestiales, algo que se entiende con la fórmula: «El hombre creó a Dios a imagen de los animales».
    La obra que contenía ese estudio (El animal divino) se completó luego con otras como Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión y La fe del ateo. Dio con ellas, también, una definición de su ateísmo que descolocó a los incautos, ateos y creyentes por igual.
    Bueno siguió trazando arquitectónicamente su sistema, y también abarcó la ética (destacan sus libros El sentido de la vida y El mito de la felicidad), la economía y la estética. Y, por supuesto, también se metió con la política, dejando como principales, entre muchas, dos obras en espejo: El mito de la izquierda y El mito de la derecha. En ellas deja en claro, con su célebre capacidad trituradora de conceptos, que hoy en día la distinción derecha-izquierda carece de sentido.

    Un filósofo en el barro
    La imagen que podemos hacernos de Gustavo Bueno con este esbozo podría ser la de un «intelectual» (palabra que le repugnaba), que desde su torre de pensamiento pontifica contra la especie humana. Nada más alejado de la realidad.
    El filósofo, que había nacido en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja) y estudiado en su ciudad, en Zaragoza y en Madrid, había comenzado como profesor de un instituto secundario de señoritas en Salamanca. Pero luego ganó una cátedra en la Universidad de Oviedo (Asturias), donde se instaló para siempre, y desde donde irradió su obra y creó su escuela, que hoy tiene seguidores diseminados por el mundo.
    En Oviedo también, vivió episodios que mostraron su entereza. Allí fue perseguido por el franquismo, que lo consideraba «marxista». Allí bajó una vez a las profundidades de la tierra para dar un discurso memorable a los mineros asturianos. Allí sufrió atentados de la «izquierda» y de la «derecha» (le arrojaron un tarro de pintura una vez, que por poco lo deja ciego). Allí también forjó discípulos que comenzaron a ramificar su filosofía. Allí fundó y dirigió publicaciones, como la notable El Basilisco.
    Pero, como decíamos, Gustavo Bueno jamás le rehuyó al combate cuerpo a cuerpo con las cuestiones candentes de la actualidad. Así, se dedicó a hablar nada menos que del programa Gran Hermano y a participar de tertulias televisivas que muchos españoles hoy recuerdan, dada la vehemencia, claridad y el carácter polémico de lo que Bueno era capaz de volcar en un medio tan repelente a la filosofía como la pantalla catódica.
    Esa presencia mediática fue a veces vista con desconfianza. No por nada un colega le protestó una vez al riojano que «trivializara» a la filosofía llevándola a la TV. Bueno le dio una respuesta memorable: «¿Y cuántos teoremas has demostrado tú mientras tanto?».
    Con esas apariciones televisivas –y con artículos que dejaban muchas veces «heridos ideológicos» a diestra y siniestra– el filósofo alcanzó una fama popular que le granjeó enemigos y admiradores.
    Entretanto, como a hombre de dos siglos, le tocó convivir con nuevas tecnologías. Y fueron estas las que algunos de sus seguidores (especialmente su hijo, Gustavo Bueno Sánchez) utilizaron para comenzar a difundir su pensamiento. Establecida una fundación que lleva su nombre a poco que le llegó una jubilación forzada por cuestiones ideológicas, la obra de Bueno empezó a difundirse en la red con revistas digitales como El Catoblepas y con la difusión de numerosas de sus obras y videos didácticos del propio filósofo.

    Gustavo Bueno en plena escritura. Última foto del filósofo, tomada
    por su nieto, Lino Camprubí (18 de julio de 2016).


    El legado de un gigante
    Esa difusión de su obra es la que patentiza, como nunca, la potencia y la potencialidad, valga el juego de palabras, que su filosofía encierra. Sucede que el materialismo filosófico tiene tal capacidad «lumínica» que se asemeja a una herramienta, a un cincel, a un microscopio o a un martillo. Con él se trabaja para avanzar sobre lo pedregoso del mundo de las ideas. Con él también se pone en evidencia a ciertas concepciones delirantes y divagantes de la filosofía contemporánea, muchas de las cuales ocupan con ocio autosatisfactorio las cátedras universitarias.
    Como a todo individuo finito, la muerte biológica hubo de llegarle a Bueno, y esto sucedió a sus 91 años, cuando aún continuaba trabajando, escribiendo y polemizando con la misma lucidez de siempre. Su muerte llegó a los dos días del fallecimiento de su esposa. Ese gesto, involuntario quizá, mostró que «nada de lo humano le era ajeno». Ni siquiera el amor, o más bien, el dolor que el amor ausente causa.
    Con el punto final de su vida, la obra de Bueno queda en evidencia, como un legado. Un legado al que ni siquiera le hace falta esperar que corra el río de la historia. Es tan contundente que nos dice a gritos que con él ha muerto no ya el filósofo más importante de la lengua española (sí, más que Balmes, que Unamuno, que Ortega y Gasset): con él ha muerto el Platón de nuestro tiempo.




  7. Con este magnífico video celebramos los 10 años de Razón Atea. 

    Por Fernando G. Toledo

    Un hombre adulto vive días aciagos. Ha sufrido un grave accidente en bicicleta del que con dificultad se ha recuperado. Está casi sordo. Está atravesando una depresión. El hombre, semianalfabeto, habla poco y en esos instantes dice para sí lo poco que sabe: una oración. De pronto, ve ante él a una imagen de la Virgen María (a quien estaba rezando en ese momento). Su sordera le impide oír otra cosa que voces interiores que le dejan mensajes. Ese es el germen del culto a la Rosa Mística, que atraerá devotos en la Mendoza natal del hombre, una provincia de Argentina, un país que, como el resto de la porción del continente que integra, está dominada por el cristianismo.
    Mucho antes, algo similar le sucedió a Bernadette Soubirous, una adolescente francesa, analfabeta, quien dijo haber visto casi una veintena de veces la imagen de la santa (santísima) Virgen María.
    En otro lugar del mundo, el piadoso musulmán Keyhand Mohman ve una foto satelital del continente africano y se estremece: Alá («el único Dios») ha estampado su firma en el planeta que ha creado. Así lo prueba lo que ve: su nombre, formado por los colores de los árboles, en un sector del África.
    Como vemos, cada cual ve lo que quiere, o lo que su religión le permite. Difícil será encontrar a un budista que vea una zarza ardiendo que diga «yo Soy el que Soy», o un Testigo de Jehová a quien la Virgen le esparza aromas de rosa en su habitación. Cada milagro parece, curiosamente, tallado a imagen y semejanza de la fe de cada uno. Algo extraño: si los milagros fueran manifestaciones de cualquiera de los dioses reales, ¿por qué habrían de expresarse justamente ante los que ya creen en ellos?
    El argumento es sencillo y contundente. La web Business Insider (cuyo nombre puede ser traducido como «Dentro del Negocio»), ha puesto el foco en un negocio de larga data: el de las religiones. Y lo ha hecho a través de un mapa animado que muestra cómo se expandieron y cómo dominan actualmente los diversos territorios del planeta.
    A 10 años de la creación de este blog, nos parece una buena manera para seguir reflexionando sobre cómo las religiones siguen vigentes. Y, por supuesto, también su crítica. Que es lo que se propone desde este espacio.


  8. ¡Salud e inquieta alegría!

    lunes, agosto 27, 2012

    Enrique Arias Valencia (1971-2012)


     Por Fernando G. Toledo

    Para Ariastóteles Platónico, in memoriam


    No lo ha tocado la fama. Apenas un círculo más o menos amplio, más o menos estrecho, sabe de él. Su familia, claro, y también el puñado de lectores que ha recolectado en estos tiempos en que internet es una ventana siempre abierta por la que hay que saber mirar. 

    Pero no es la celebridad lo que guía a Enrique Arias Valencia. Otra cosa lo lleva a andar, desahuciado casi, por todos los rincones. Lo mueve la belleza, o la pregunta por si la belleza ha de poder tocarse, palparse, beberse como un único bálsamo para aliviar esa gran pena insensata en que se ha convertido, para él, su propia vida.

    Enrique, nacido en febrero de 1971, es mexicano y, si lo observamos por la mirilla del oficio que le da un sustento diario, apenas podríamos decir que trabaja como un oscuro corrector de una editorial esotérica, rasgo que parece acentuar el absurdo en que está inmerso.

    Porque sucede que Enrique es licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México y ha obtenido ese título con una tesis que hace explícita la búsqueda que lo desvela. Él no cree en dios alguno, así que corregir textos que hablan de la vida eterna o guardianes espirituales no ha de resultarle cómodo. Es probable que esa barbarie espiritualista  no le cause asco (pues sigue a Terencio en esto de que «soy humano y nada de lo humano me es ajeno»), pero sí provoque una mueca en su rostro moreno y enmarcado por una tupida cabellera negra.

    Enrique se ha destacado siempre como estudiante, hijo y hermano ejemplar. En la escuela se ha ganado el mote de El Ciencias (porque domina la lógica, la química, las matemáticas), su familia le llama El Cacho y él mismo se ha puesto un seudónimo: Ariastóteles Platónico, un juego de palabras con su apellido que sugiere la contradicción que lo define y supo representar Rafael en una célebre pintura: Aristóteles como el filósofo terrenal y Platón, como el ideal.

    La dialéctica de lo corpóreo y lo esencial, lo real y lo imposible conmueve a Enrique y por eso, como decíamos, ha propuesto en su tesis de licenciatura una solución, bebida de las fuentes de Schopenhauer y Nietzsche, sus dos filósofos predilectos. Ha entendido que, ya que Dios ha muerto, no hay redención posible para el hombre que no sea a través del arte. Ya no es posible, cree Enrique, asumir como existente a ese ser que ha llevado a los hombres a cantar, componer o trazar complejas teologías. Pero sí es esa admirable tarea de creación intelectual la que se alza, irónicamente, como la llave de las puertas del alivio que toda vida, por ser fugaz, necesita. Por ello ha escrito Enrique: «El arte, al ser la cúspide de la apariencia, nos alcanza a divisar el mundo esencial, porque los contrarios son complementarios, y la apariencia y la esencia se complementan en la cúspide».

    Lo que no sabemos si Enrique sabe es que toda cumbre es también una invitación al vértigo y al abismo. Podemos verlo a él trepar al arte: disfrutar de la música con éxtasis, solazarse en ella. Lo podemos ver vibrar con un poema, una canción o una imagen, y saludar a todos con su frase de cabecera: «¡salud e inquieta alegría!».

    Pero no podemos ver, hasta que ya es tarde, que Enrique entiende al amor como el compendio de la belleza y que asistir a todo el arte que nos rodea no le basta. No podemos ver cómo Enrique siente que tras ser espectador de la redención, a los 41 años hay que ser parte de ella. Y serlo exige conseguir el amor de una mujer que haya despertado en él la misma admiración que una ópera de Wagner o un poema de Omar Kayam. No podemos ver, entonces, que Enrique se convence de que sin amor –esa forma del arte– él no será redimido y, por tanto, no tiene sentido seguir buscando. No lo podemos ver hasta que, al abrir la puerta, lo vemos. Vemos el cuerpo de Enrique Arias Valencia, que cuelga de una soga, derrotado ya, vencido e irredento, diciendo adiós. Diciéndonos, al fin: «¡salud e inquieta alegría!».

  9. Adiós a Christopher Hitchens, el polemista

    martes, diciembre 20, 2011


    Christopher Hitchens (1949-2011)



    © Fernando G. Toledo

    Christopher Hitchens decía lo que pensaba y de la manera más brutal. Por caso: «La religión es como el racismo. Cualquier versión de cualquiera de las dos anima y desencadena la otra» (en Dios no es grande, editorial Debate).

    Rudo y enfático, de pluma ácida y ajena a florilegios, el periodista amaba revolver las apariencias y mostrar la basura que yace bajo las flores.

    Así, por ejemplo, era capaz de arremeter contra un tótem intocado como el de la Madre Teresa, en una investigación que provocó el escándalo por retratar a la monja oriunda de la actual Macedonia como una perversa que se aliaba a los poderosos. También criticaba la izquierda actual o hacía del ateísmo una militancia.

    Era bravo, culto, gran prosista y ultracrítico. Así era Hitchens: no sé qué más se le puede pedir a un periodista.




    Publicado en Diario UNO de Mendoza el 17 de diciembre de 2011.


  10. ENTREVISTA

    El prestigioso antropológo mendocino Luis Triviño presentó su libro El ateísmo. Está dedicado a su gran amigo, el padre Jorge Contreras, recientemente fallecido

    © Fernando G. Toledo

    El antropólogo, docente y ex rector de la Universidad Nacional de Cuyo Luis Triviño se sorprende cuando este periodista lo increpa: «Estoy muy enojado con su libro, Triviño». Quizá supone que quien le habla es un creyente religioso herido por la insolencia de su publicación. «Dígame por qué», pide entonces, poniendo el pecho. «Porque quería ser el primero en publicar en Mendoza un libro sobre ateísmo», responde quien esto firma.
    La broma le cae bien al siempre afable y respetuoso Triviño, porque sirve de prueba de algo que comienza a generalizarse: la aparición, en especial en Inglaterra y los Estados Unidos, de libros que critican a la religión y que han obtenido una enorme resonancia. Su propio aporte, titulado El ateísmo (editorial Diógenes) será presentado mañana [lunes 1 de diciembre de 2008] a las 20.30, en la Caja de Salud. «Ya no se puede ocultar más la crítica religiosa. Se ha generalizado la conciencia de que no hay explicación posible para lo que aseveran las religiones», anota el pensador.
    –Cuénteme sobre su libro El ateísmo, y sobre el subtítulo: «a partir de la sagradas escrituras de las religiones reveladas», que parece acotar estrictamente el enfoque.
    –El subtítulo ubica más bien la fuente de la reflexión. Es un libro pequeño, de unas 100 páginas. El primer capítulo es una suerte de breve autobiografía ideológica. Parto de que fui criado en la religión católica, y cómo a través de los años y los estudios adopté esta postura atea. Después comienzo con las críticas a las distintas religiones. Tomo al judaísmo y los textos de la conquista de la Tierra Prometida, donde se pone de manifiesto un Dios terriblemente sanguinario, que manda a matar, a asesinar. Luego al cristianismo: hablo por ejemplo del Dios trinitario, que es terriblemente sanguinario, porque el Padre de la Trinidad admite que su hijo sufra y muera para alabar la majestad de Dios. Y eso que dejo de lado las cruzadas y la Inquisición. Después analizo el tercer paso del monoteísmo, que es el del Corán. Allí analizo duramente, siempre documentado, cómo es un Dios cruel, cómo es el infierno que pinta y promete al pecador. Luego hay un estudio del Popol Vuh, porque nuestros precolombinos tampoco se quedaron atrás en plantear un dios sanguinario y cruel. Sigo con las contradicciones estrafalarias del Hare Krishna y termino con una crítica del mormonismo.
    –¿Esto no significa oponer a la existencia de un dios la existencia del mal, como se ha hecho de manera clásica?
    –Claro. El tema común a las religiones es encontrar fuera de la realidad concreta, en una entidad espiritual (que se ha inventado), la explicación del mal.
    –El libro tiene una dedicatoria muy especial que, seguro, sorprenderá a muchos.
    –Se lo dedico a Jorge Contreras (cura párroco mendocino), por una razón sencilla: la amistad. Con él trabajamos juntos en el desierto y la cárcel, más allá de toda diferencia ideológica. Le comenté a él hace dos meses sobre este libro. Y me dijo: «me parece que puede ser un trabajo para la reflexión y el diálogo». Por eso decidí dedicarle este libro antirreligioso y ateo. Estaba en prensa cuando él murió. Pero además a Baruch Spinoza. Él adoptó posturas críticas respecto del pensamiento judío de la época y lo excomulgaron. En El ateísmo cito parte del texto de excomunión.
    –¿Cómo se coteja la inexistencia de Dios?
    –En el capítulo final, planteo la alternativa «teísmo laico vs. ateísmo». Hago crítica muy rápida a los intentos del «teísmo laico» y planteo el por qué del ateísmo, pensando qué tipo de Dios podríamos concebir racionalmente: el dios deísta no nos sirve de nada, y otro que crea las cosas pero sigue su providencia, y allí aparecen las barbaridades, las catástrofes, muertes, y el concepto biológico esencial al tema del comercio entre las especies, inherente a la vida. Si un Dios creó la vida la creó con esa inherencia. Un Dios que concibe una realidad y es providente, es racional y éticamente inconcebible. Para mí el ateísmo está demostrado. Por los instrumentos racionales, éticos y empíricos, lo único que nos queda por pensar es que no existe Dios. El universo, la materia, la energía, son inherentes a sí mismos. Han tenido su evolución, pero sin ningún elemento extramaterial. Es inconcebible.
    –Los libros sobre ateísmo y las críticas a las religiones mayoritarias están viviendo un especial auge, sobre todo desde autores de lengua inglesa. ¿A qué cree se deba esto?
    –No lo sé muy bien. En cuanto a mí, no pretendía hacer una «antropología del ateísmo». Que hay predominio inglés está claro, y con mencionar sólo a Bertrand Russell eso está claro. Pero la crítica a las religiones comenzó hace siglos. Por ejemplo, cuando Copérnico propone el heliocentrismo echa por tierra al geocentrismo de Ptolomeo. Eso hablaba de que una afirmación de la Biblia era falsa, nada menos. Las creencias religiosas, en especial de la tradición judeo cristiana, se empeñaron a dar explicaciones disparatadas para tratar de compatibilizar ese «error cometido por Dios». Pero el golpe de gracia fue la teoría de la evolución. Por algo el papa Juan Pablo II tuvo que reconocer que el cuerpo humano proviene por evolución de animales, pero en algún momento Dios «puso un alma». Sin embargo, eso es como querer unir el agua con el aceite. Ése para mí fue el gran reconocimiento de que la explicación científica era superior a la explicación religiosa. Por eso últimamente han surgido todos estos temas: ya no se puede ocultar más la crítica religiosa. No se trata de un Voltaire suelto, ni un Spinoza. Actualmente es una conciencia generalizada de que no hay explicación religiosa posible.
    –¿Cómo definiría su propio ateísmo y cuándo empezó a reconocerse como ateo?
    –Lo señalo en las primeras páginas. Aunque fue un proceso que me resulta muy difícil de narrar. La cosa empezó como una actitud de escepticismo, que es la posición más «livianita». Después vino endurecida por un agnosticismo. Hasta que llegué después de fuertes análisis a la decisión de que no hay nada fuera de la realidad material. Ahí vino entonces el ateísmo. En mi caso fue un proceso paulatino.
    –¿A qué se «enfrenta» especialmente un ateo argentino?
    –A las estructuras eclesiásticas, sin dudas. Recuerdo cuando apareció La puta de Babilonia [de Fernando Vallejo], una revista muy leída hizo un comentario muy breve que finalizaba diciendo: «creyentes, abstenerse». Me parece que el subsconciente le decía que los creyentes iban a reaccionar de manera negativa. No hace mucho, Dawkins dijo que a medida que la ciencia avanza, queda menos espacio para el concepto de Dios. Un obispo de Mendoza, Sergio Buenanueva (obispo auxiliar), dijo que el pensamiento científico permite o no a Dios sólo desde el punto de vista que se adopte. Para mí eso no era correcto: los hechos hablan de que no hay Dios.
    –Aquí sin embargo debo romper una lanza a favor de Buenanueva, porque a pesar de todo hay varios científicos de gran calibre y que también son religiosos...
    –Sí, claro. Que cada científico adopte la posición que se le ocurra, pero cuando se van poniendo de manifiesto los hechos, allí la posición de cada uno dependerá de las opiniones. Si alguien quiere decir que los datos de la ciencia son los que hablan de Dios, que lo pruebe.
    –La presidenta del país, Cristina Fernández, se reunió hace poco con el cardenal Jorge Bergoglio, ¿qué piensa que puede significar esa reunión?
    –La Iglesia, nos guste o no, es uno de los últimos productos derivados de la colonización. Es una estructura que tiene su influencia, sus colegios, sus privilegios... El Código Civil le atribuye todavía a los bienes de la Iglesia el carácter de bien público. Hay un montón de lacras que le dan presencia a la Iglesia como estructura y el presidente de la república tiene que tratar con eso. Hay un fragmento en el Código Civil que habla de la «profesión libre de un culto», pero no habla de la posibilidad de que «no haya» culto. Que el Estado sostenga la religión católica es una injusticia. Los juristas ponen como excusa que como el Estado se quedó con muchos bienes de la Iglesia en el proceso de la Independencia, para resarcirse tuvo que llegarse a esta situación. Pero hoy el asunto no tiene gollete. Es algo que a la Iglesia económicamente lo beneficia poco, y para la juricidad argentina es un escándalo.

    Ésta es la versión completa de la entrevista más breve que publicó Diario UNO de Mendoza.

    Más información: aquí.