Luis Benítez (*)
Hace apenas 600 años, la cultura occidental comenzó a
liberarse de la muchas veces milenaria noción sobrenatural de la realidad y
colocó al hombre en el centro del universo, del mismo modo que, míticamente y
bastante tiempo antes, el joven Zeus arrojó a su padre Cronos de la primacía,
para reinar él en su lugar.
Para la cultura occidental, el universo se transformó en una
suerte de gran mecanismo de relojería, cuyas leyes había que descubrir y
aprovechar.
Luego, hace poco más de 100 años, la cultura descubrió
algunas cosas más: que la inmensa, mayor parte del universo seguía siendo
desconocida, que cuando más conocía del universo simplemente descubría que era
menos lo que sabía de él y que el hombre no era el centro del cosmos, sino
apenas una parte más, aunque, hasta donde sabemos, la única capaz de
reflexionar sobre sí misma y sobre cuanto la rodea. O sea: el hombre es la
materia que reflexiona sobre sí misma.
Si buscamos una fuente de conflictos, ninguna nos dará
tantos argumentos, tantas posibilidades como esta condición, que es la de lo
humano. Ello, porque desató inmediatamente un mar de contradicciones,
antagonismos, deseos reñidos con la razón, razones que chocaron y chocan contra
la evidencia.
¿Cómo, la materia que reflexiona, puede comprender quién es
ella y qué cosmos habita, cuando comprende que cuanto ve y define está teñido
por la subjetividad, rasgo constitutivo del que no puede escapar, porque éste
es, precisamente, una parte intrínseca de ella? Así lo Real, la esencia misma
de la materia, escapa siempre de los alcances de la materia que piensa, el
hombre.
Aquí volvemos a evocar, una y otra vez, las palabras siempre
exactas de Jorge Enrique Ramponi: «El hombre quiere amar la piedra, su estruendo
de piel / áspera: lo rebate su sangre, / pero algo suyo adora la perfección
inerte».
Porque la poesía ha sido siempre, felizmente, no sólo
territorio de mistificaciones y de monederos falsos, de componendas y
adulteraciones, como lo han sido y lo son todas las actividades humanas, es que
ha encarado también la resolución –imposible, seguramente, al menos dentro de
las capacidades actuales de la mente- de este enigma que alguna vez Edipo
escuchó de los labios de una Esfinge.
La auténtica poesía siempre se ha distinguido más por los
alcances de sus fracasos que por los de sus aciertos y el solo hecho de que se
proponga resolver el enigma de lo material pensando lo material, como lo hace
la genuina poesía contemporánea, da una idea aproximada de su valor. Valor,
también en el sentido de coraje.
Porque hay que ser muy valeroso, también, para dejar de lado
las modas literarias, refugio seguro de los que no tienen nada que decir pero
lo hacen; de aquellos que creen que la poesía es mera forma y no forma y
sentido, tan bien amalgamados que la una está en el otro «como la madera en el
árbol», feliz definición de otro gran poeta, el chileno Vicente Huidobro. Se
debe ser muy atrevido para avanzar por lo desconocido buscándolo en cada verso,
como lo hace lo que se dio en llamar una «poesía de ideas», como si alguna vez
la poesía pudiera escribirse a sí misma sin tenerlas. Hay que ser muy valiente
para siquiera intentar, simplemente, ser poeta.
Yo admiro muchas cosas en la poesía de Fernando G. Toledo y
una de ellas es su valentía.
Fernando G. Toledo (foto de Camila Toledo). |
Porque arriesga todo sin saber si va a encontrar algo en lo
desconocido y como queda dicho, todo lo es en nosotros y en el universo que
habitamos. Porque recogió el guante de lo material y su poesía atiende a
resolver el enigma desde lo material; podemos decir que Toledo es el poeta de
lo material consciente, aquella avanzada.
Así, en su último libro, Mortal en la noche, el autor
describe sus itinerarios con plena conciencia, cuando dice en uno de sus textos
más logrados, Ateo poeta: «Exento de piedad, supersticiones, / Y fábulas de
vacua trascendencia, / Rodeado de mitos bimilenarios / Y una corte de anchas
apologías, / El poeta materialista ensaya / (No sin pasión, con algo de pudor)
/ Un modesto lamento de inmanencia».
Los versos anteriores son una verdadera ars poetica, una
clave importante para indagar en la multitud de significados que contiene este
breve pero intenso y muy hondo volumen, que requiere de repetidas lecturas para
acceder a los registros que hace el autor.
Ello, no por la oscuridad de su expresión, que no hay tal:
Toledo usa muy bien un lenguaje engañosamente simple para involucrar en un solo
verso una vasta polisemia; en dos versos la combinación de las relaciones
establecidas entre ellos; en tres, un despliegue de sentidos que seguirá
multiplicándose hasta el verso final, cuando como en una cámara de espejos, el
poema todo –a su vez– se combine con las polisemias provenientes de los otros
poemas que encontramos en Mortal en la noche, para pintar una atroz y
fascinante universo, allí donde la condición humana, la de materia que se
piensa a sí misma, fracasa una y otra vez, tal es su destino, en fijar sus
límites y poder nombrarlos; esa es, precisamente, su grandeza. Que alguien
pueda escribirlo, es una hazaña más de la poesía contemporánea.
Mortal en la noche es una Capilla Sixtina a la que le
falta, felizmente, Dios.
(*) Buenos Aires, 28 de abril de 2013.
Seis poemas de
Mortal en la noche
Gesto en el universo
La abundancia sideral del mundo allá afuera
No parece bastarme por sí misma: busco
Entre toda esa madeja algo que volcar
En un poema.
Pero un perro se hace oír a lo lejos
Resolviendo antes que yo sus asuntos,
Y pienso en esto que ahora
Voy a poner por escrito:
Un ladrido como un acto reflejo
Contra algo que se mueve en la noche.
*
Codo a codo
El médico es ecuánime: concede
La heroica salvación de su paciente
A la pericia de los cirujanos
Y a que la bala «sólo por milagro»
(Ya que no de otro modo ha de llamarse)
Arrancó apenas parte del cerebro,
Dejando en manos de la medicina
El tramo sangriento del salvataje.
Digamos que fue un trabajo en equipo.
Los doctores removieron pedazos,
Soldaron el cráneo, hicieron suturas,
Y Dios consintió un disparo preciso,
Suficiente para una hemiplejía,
Pero no para matar, por ahora,
Al hombre del que va a encargarse luego.
*
Schumann al caer la tarde
Sopor, un hilo de música
Tenue y un cuerpo,
Como un quiste,
En el blanco pozo de la tarde.
Pero en un instante
Todo va a cambiar:
El sueño, lo mudo,
La prolija putrefacción,
O esto que se escribe,
O por fin la noche.
*
Caza mayor y menor
Como un desconocido estás, de nuevo,
Saliendo del lugar de la reunión,
Huyendo de un bullicio que te infecta,
Que corre por los techos y paredes
Como si fueras la presa a atrapar
Por el sonido infalible del mundo.
Quedan en paz las voces, a lo lejos.
Pero solo aquí, en un cuarto vacío,
Persiste igual la tenaz cacería,
Que toma la forma reconocible
De algún recuerdo que no deseabas,
O tan sólo de tu voz interior
Que es también una peste
Y que ahora te alcanza.
*
Ego trascendental
Levanto el pie tras el aullido y descubro
El gajo de vidrio que abrió la carne
Con toda la eficacia que regala
La ley de la gravedad. Miro la epidermis
Hecha trizas, el flujo de glóbulos que pugnan
Por escapar de mi cuerpo como de un siniestro,
Y de pronto allí, sentado y entre lamentos,
Recorro los pliegues del dolor. Soy
Un haz de luz que cifra y descifra
Los pulsos de un escándalo neuronal
Anunciando la emergencia a todo el cuerpo,
Un haz que recorre el trozo de cristal
Y la piel desnuda, la vibración nerviosa
En un extremo lejano al cerebro
Y la respuesta en el quejido o la mueca,
La medida y la conciencia de la herida:
Fogonazo irreductible
De materias en contacto
En el revoltijo múltiple de una realidad
Dentro de la cual mana,
Lentamente, un hilo de sangre.
A Gustavo Bueno
*
Ateo poeta
Exento de piedad, supersticiones,
Y fábulas de vacua trascendencia,
Rodeado de mitos bimilenarios
Y una corte de anchas apologías,
El poeta materialista ensaya
(No sin pasión, con algo de pudor)
Un modesto lamento de inmanencia.
Es tarde y el viento trae desechos
De plegarias como balas perdidas.
De pie a un costado u otro de la duda
Mira pasar esa oscura corriente
De la que (sabe) ya no beberá
Y enciende una fogata con los restos
De un texto difícil de corregir.
«Los teólogos corren peor suerte»
Dice en un verso para envanecerse,
Confiando en que su próxima herejía
Ya nunca deje descansar a Aquél
Que, aunque haya muerto, entretiene a los suyos
Con el Supremo Hedor de Su Cadáver.