Aquí tenemos otra entrega de Los Chungos de Nuestra Vida. Para variar, esta vez lo cuelgo yo: preveíamos que Be no iba a tener internet tan pronto y como compartía (ejem, ejem) conexión con su vecino y para captarla, Be tenía que colocarse haciendo el pino sobre su mesilla de noche y con una sola mano sujetar el portátil en un ángulo agudo, con una orientación noroeste-infinito y mirando a la tercera estrella empezando por la derecha de la constelación de virgo... pues no era plan. Concluyo, que me lío: menos mal que vuelve a estar conectada, así no se nos hernia y... este chungo lo cuelgo yo.
Sin más rollos, os dejo con el chungo de Yaiza, que es un chungo que se merece una somanta de capones hasta el infinito y más allá.
Tenía yo la tierna edad de 14 años, despertándome a la pubertad, cuando me crucé en mi camino con un chungo. Si, el primero y ya un chungo. A lo mejor ha sido por eso por lo que me he convertido en una persona desconfiada, ya no solo con los hombres en materia de relaciones sentimentales sino con absolutamente todo el mundo. Pero no adelantaré acontecimientos.
Era verano, yo era joven (aún lo soy, pero entonces lo era más) y estaba veraneando en Pamplona. Yo no conocía a nadie allí así que como tampoco mis padres me daban mucha libertad para lanzarme a explorar mundo pasaba las horas tomando el sol en la azotea vecinal de un bloque que habían adaptado con una manguera para soportar el calor y al que podían acceder todos los vecinos. Pasados unos días, llamé la atención de un grupo de quinceañeros, con lo que comencé a hablar, supongo que atraídos por la revolución de hormonas que todos llevábamos encima.
Así que comenzamos a salir juntos por el barrio, 5 chicos y yo. Os podéis imaginar como estaba. Absolutamente pletórica, encantada de la vida, intentando ligar con todos y con ninguno a la vez y poniéndolos a todos de los nervios. (Ya se que está mal que yo lo diga, pero por aquel entonces estaba de muy buen ver). Hasta que al final, quien acabó cayendo en las redes de uno de ellos fui yo.
Comenzamos a vernos a solas, quedábamos por la mañana para patinar (el me enseñaba y yo le miraba embelesada), por la tarde nos íbamos a la piscina, por la noche paseábamos a la luz de la luna, arrumacos, besos, y yo no hacía más que pensar en él. Comenzamos tímidamente, un besito en la mejilla, uno en el cuello, una mano por la espalda, por la noche un poco más abajo que por la espalda, en la piscina ya os imagináis, bajo el agua el biquini es muy pequeño y yo respiraba con su presencia, con sus palabras que me adulaban, que me decían que ya no podría vivir sin mi, que me quería, y con 14 años que os voy a contar. Me lo creí absolutamente todo.
Hasta que un día me sugirió que nos olvidáramos de la piscina y que pasáramos la tarde en su casa, aprovechando que estaríamos solos y que quería enseñarme algunas cosas. Y aunque podría disculparme apelando a mi inocencia, en realidad no lo pensé dos veces y fui. Estaba encantada de que me enseñara su casa, su cuarto, su ordenador, todas sus cosas. Creo que ya no es necesario que os explique lo que pasó. Y esa noche yo me fui a casa, con una mezcla de culpabilidad y placer en el cuerpo.
Y sin embargo a partir de ese momento, las cosas comenzaron a cambiar. De repente ya no tenía tanto tiempo para pasar conmigo. Por las mañanas argumentaba que tenía que ir a ver a un pariente que, casualidad, había aparecido de repente. Unos días más tarde tampoco podíamos vernos ya por las noches porque decía tener que ir a patinar con sus amigos, para entrenarse para un concurso, hasta que un día, directamente ya no apareció cuando habíamos quedado.
Fui a su casa y nunca estaba, deambulaba sola por todo el barrio, todos los lugares por los que habíamos estado buscándole, de día y de noche. Le llamaba por teléfono. Pero no estaba en ningún sitio. Le preguntaba a los amigos y no sabían nada. Llegué hasta preocuparme por él, pensando que podía haberle pasado algo.
Y llegó el fin del verano y me toco irme de Pamplona sin poder verle, sin poder despedirme, sin saber nada de él.
Ese invierno pasó conmigo como alma en pena, sin entender nada, sin levantar cabeza en todo el invierno, llorando y cabreada con todo el mundo porque yo quería estar en Pamplona, con él, y no podía, y el mundo era culpable de todos mis males.
Hasta que a finales de mayo llegó una carta, y era de él, pidiéndome disculpas por su comportamiento y pidiéndome que lo entendiera, pero que tenía 15 años y cualquiera en su situación hubiera hecho lo mismo, el muy ...."chungo". Ah, además me mandaba una foto suya. Para que veáis de todos modos como estaba, me lo tragué todo, acepté sus disculpas y puse su foto en mi habitación. Total, que más daba. Casi con toda probabilidad no volvería a verle nunca. Y de hecho hasta el momento así ha sido.
Pero lo más alucinante de toda esta historia fue lo que pasó años 5 años después. Yo ya me había olvidado de todo, estaba feliz y tan tranquila, cuando suena el teléfono.
- Si dígame.
- Hola, ¿qué tal? soy "chungo"
- ¿Quién?
- No te acuerdas de mi, nos conocimos en Pamplona, un verano.
Cara de no poder creérmelo.
- Ah, si. Muy bien. ¿Cómo te va? y ¿donde has conseguido mi teléfono?
Explicaciones aparte y abreviando de repente me suelta.
- Verás es que te llamo porque estoy saliendo con una chica desde hace dos años y quería pedirte consejo.
A estas alturas yo ya estaba tan alucinada que tuve que sentarme.
- Pues tu dirás.
- Mira, es que la chica me dice que me quiere mucho, y estamos muy bien juntos, y yo estoy muy enamorado (y yo pensando, pues mira que bien) y es que no quiere hacer el amor conmigo, (ojoplática y con la boca abierta sigo atentamente escuchando) y estaba pensando que quizá tú podrías ayudarme o al menos decirme qué harías tú si estuvieras en la misma situación o qué crees que puede estar pasando, es que no sé que puedo hacer.
Ni que decir tiene que me quedé muda, y que por supuesto no contesté a su pregunta sino que muy diplomática le despedí colgándole el teléfono.
Nunca más he vuelto a saber de él. Aunque de vez en cuando, sobre todo cuando hablo con alguno de los amigos que ahora tengo de Pamplona, me acuerdo de aquello, por supuesto con una sonrisa, porque pensando en lo mal que lo pasé aquel verano, al final la historia acaba, para él, patéticamente.