La
imaginación me está jugando una mala pasada. Me digo que es porque pocas veces suelo
ejercer como periodista (pocas suelo intentarlo, siquiera). Pero lo que teme
temer mi subconsciente, en verdad, es al personaje. A su leyenda. Mi asustado
inconsciente y mi cándida conciencia atraviesan la ciudad a su encuentro.
Hemos
quedado en el ático de una antigua finca del eixample barcelonés. Es una mañana
fría de este invierno poco frío. Llego puntual. Carpeta en ristre, repaso los
timbres de arriba a abajo una vez y otra. Primeros, segundos, terceros,
cuartos. Nada. Ni rastro del ático. Empezamos bien. Empujar el portón; eso es. Quién
dijo miedo. Y lo hago. Es una estructura compacta hecha de cristal, madera maciza
y un metal que por su aspecto pesado parece más bien plomo del bueno antes que
aluminio. Pese a su aspecto titánico, la puerta cede sin más complicación. Buenas
bisagras, piensa mi yo con objeto de mantener a raya la cobardía de mi yo-no. Tal
vez esperaba oír un chirrido siniestro. Lástima. En parte algo decepcionado, mis
pasos y su restallido me acompañan a lo largo de la portería desierta. Por lo
demás, silencio absoluto. Vaya, ¿es que vengo hasta aquí y no va a haber ni un triste
gritito desgarrado? Mi yo se envalentona. Mi yo matasietes que no sabe lo que
quiere. Y sigo. Tras de mí quedan ya los buzones cuando reparo en que, al
fondo, la puerta metálica del taller de
confección chino está a medio subir. Pienso que también podría ser a medio
bajar, lo que me resulta más inquietante. Me gusta. Estimulado por esa
sensación, continúo hacia el ascensor. Acciono el botón de llamada y no pasa
nada. Entonces llega el momento en que siento cómo mi pulso se acelera
levemente por vez primera. ¿No querías atmósfera? Pues toma, ¿qué tal subir por
la escalera? Y mi yo consciente calla. Se disuelve.
Por
suerte, la luz funciona. Remonto un piso detrás de otro con menos aliento del
habitual. Me digo que con lo del ascensor ya he tenido bastante. Que ya me creo
que todo esto da mucho miedo. Afino el oído esperando escuchar algún niño que
ríe, alguna cazuela que choca con su tapa, la música de una radio matinal. Pero
en estos rellanos el tiempo no transcurre. Al menos así me lo parece a mí; y
cada vez me asustan más mis propias pisadas.
Llego
al ático. La puerta es pequeña. Está cerrada. No hay mirilla. Imagino entonces
lo que podría aguardarme ahí dentro. Y
me veo sumergido en un baño de oscuridad. Acechado por niñas malignas que
deberían rozarme lo justito; acorralado por no-muertos de colmillos templados
en las mismísimas acerías de Toledo; plácidamente asfixiado por el abrazo animoso
de un hombre hecho de otros. Jolín con Mary Shelley, me digo. Y doy dos
golpecitos que, inusitadamente, sin más, hacen ceder la puerta. Una voz amiga
me dice que pase. Y yo paso, claro. Está en su mesa de dibujo trabajando en
algo que, desde donde estoy, me parece un guion. Al verme se levanta. Soy un
tipo alto, pero él me saca un buen trozo. Acerca hasta mí sus dos metros de tío
y también la mano tendida y la sonrisa cálida.
Dejo de
imaginar en este mismo momento. Mi yo vuelve tranquilo. Lo mejor va a ser
convertir en realidad esas ganas de hablar con él. Tal vez le conozcáis por sus
papeles en REC, Balada Triste de trompeta,
Mamá u otras apariciones en cine y teatro.
Amigos
de ilustratura, este mes, tenemos el inmenso placer de presentaros a Javier
Botet: actor, director de cine e ilustrador.
[1]
Ilustratura:
Hola Javier. Al fin te tenemos enfrente.
Javier Botet:
Hola,
muy buenas Miki.
[2]
I: Como sabes,
este proyecto trata de dar a conocer el trabajo de los artistas colaboradores, pero también de difundir la
problemática sobre el síndrome de Marfan.¿Puedo preguntarte cuándo te lo
diagnosticaron?