No recuerdo como nos llegó el bulo de que en El Torreón había enterrados tesoros de la antigüedad. De inmediato, José, Jesús y yo nos pusimos a hacer planes para desenterrarlos. La imaginación de los niños ya se sabe que es desmedida y nosotros ya nos veíamos desenterrando espadas milenarias y cofres llenos de joyas y oro. He de decir que El Torreón en realidad no es más que el ábside de una iglesia de estilo ojival medio caída. Fue una edificación de granito y mortero de cal, con gruesas paredes reforzadas con contrafuertes y un arco de media punta. Aunque no tiene ningún valor histórico, las ruinas forman parte de la identidad del pueblo, tanta que hasta figura en su escudo… Llegamos al Torreón y entramos. Olía a excrementos y basura. Estaba claro que alguien lo estaba utilizando de basurero y más de uno se había aliviado de un apretón de tripas ocultándose entre los muros. Como no teníamos herramientas para llevar a cabo nuestro propósito, nos hicimos con unos palos y ayudándonos con ellos despejamos y limpiamos una pequeña zona junto al muro. Ya que teníamos que excavar con nuestras propias manos preferíamos no encontrarnos con alguna sorpresa desagradable. Limpiar aquella zona nos llevó más de dos horas. Estábamos cansados y sucios. Decidimos seguir con la tarea al día siguiente. De regreso nos pusimos a soñar.
- Cuando encontremos el tesoro me voy a comprar una bicicleta que tenga de todo. - dijo José.
- Yo también quiero una. - De color rojo brillante. - añadió Jesús.
Hasta ese momento no me había planteado que hacer con mi parte del tesoro. Las propuestas de mis amigos no estaban mal, y me animaron a darle a la imaginación. ¿Qué era lo que yo más deseaba?
- Prefiero un caballo. - Uno de verdad. - declaré rotundamente…
Al día siguiente regresamos y nos pusimos manos a la obra. Aunque habíamos limpiado el terreno, en cuanto excavábamos un poco dábamos con más basura enterrada tiempo atrás. A penas habíamos cavado medio metro cuando decidimos dejarlo por ese día. Cavar era un trabajo duro y más por utilizar solo las manos y unos míseros palos.
- ¿Os imagináis cuando tengamos nuestros caballos?...
El día anterior, yo había convencido a mis amigos que un caballo era mil veces mejor que una bicicleta.
- Yo pienso ir montado en él a la escuela. - dijo Jesús.
- ¿Tú crees que nos dejarán? - preguntó José con cara de preocupación.
- Claro que sí. Los dejamos atados a la puerta como hacen en las películas del oeste. ¿Qué hay de malo en eso? - dije para tranquilizarlo.
- Y si nos dicen algo compramos el colegio y a ver quien se atreve a impedírnoslo. - añadió desafiante Jesús.
- Eso sería estupendo... Dije apoyando la idea de mi amigo. - …Nosotros los dueños del colegio ¿os lo podéis imaginar?...
En esos tiempos era fácil dejarse llevar por la imaginación, sumamente fácil. Al día siguiente regresamos y seguimos cavando. Esta vez avanzamos de veras, ya que Jesús le había cogido prestada a su madre una azada. A pesar de no sacar otra cosa que basura, nosotros seguíamos entusiasmados con la idea de encontrar un tesoro, y nos íbamos turnando para seguir cavando con la azada. Al cabo de unas horas estábamos rendidos y el sudor y la roña se mezclaban en nuestra ropa.
- Por hoy ya es suficiente... - dijo Jesús mirándose las palmas de las manos.
Me molesto que Jesús tuviese la osadía de dar por acabada la sesión. Hasta aquel momento había sido yo el que tomaba ese tipo de decisiones. No dije nada dado que la azada era suya y gracias a ella habíamos progresado el doble que en los días anteriores.
- …Creo que me están saliendo callos de tanto cavar.
- Sí, yo también estoy cansado y tengo hambre. Mejor nos vamos a merendar. - sugirió José.
- Por mí, vale. - Dije intentando ocultar mi enfado.
- ¿Cuánto más tendremos que cavar para encontrar el tesoro?
- No lo sé, José. Pero te aseguro que lo encontraremos. - dije aparentando seguridad. Aunque realmente empezaba a albergar algunas dudas al respecto.
Al día siguiente José no acudió a nuestra cita y Jesús y yo decidimos ir a buscarlo a su casa. Cuando llegamos, Jesús escondió la azada detrás de unos rosales del jardín y después llamamos a la puerta. Salió la madre.
- José está castigado. - dijo con aquel tono de voz tan característico y desagradable.
- ¿Podemos hablar un momento con él? - le pregunté sin mirarla a los ojos.
Se lo pensó brevemente y sin decir nada entró de nuevo en la casa dejando la puerta medio abierta. Al rato salió José.
- Lo siento chicos pero estoy castigado y no me dejan salir.
- ¿Qué has hecho?
- Es por como traje la ropa ayer. Me habían advertido que si me volvía a ensuciar me castigarían y eso han hecho.
- No te preocupes, si encontramos el tesoro te daremos tu parte. - dije sin consultarlo con Jesús. Como reprimenda por lo del día anterior.
A Jesús no pareció importarle y apoyó mi decisión.
- Te daremos tu parte. Estate tranquilo.
- Gracias amigos, pero ahora tengo que dejaros o mi madre me echará la bronca.
Recogimos la azada y no fuimos directos al Torreón. Cuando llegamos vimos asombrados que alguien había llenado nuestro agujero con basura. Fue bastante deprimente saber que todo nuestro trabajo no había servido para nada. Teníamos que empezar de cero. Y lo hicimos. Sacar la basura del agujero nos costó toda la tarde. Yo notaba que Jesús empezaba a hartarse de tanto trabajo y que las dudas también hacían mella en su entusiasmo. Traté de animarle hablando de todo lo que podríamos hacer con el oro y las joyas que seguro encontraríamos. Pero él en ningún momento entró al trapo, simplemente se limitó a asentir con la cabeza. Cuando dimos por concluida la tarea me dijo:
- Los chavales del barrio han organizado un partido de fútbol para mañana.
- ¿Y el tesoro?
- Nos merecemos un descanso… Nos vendrá bien.
Yo intuía que si al día siguiente nos quedábamos jugando al fútbol seguramente nunca más volveríamos a por el tesoro. Y no estaba dispuesto a rendirme.
- El tesoro es más importante que jugar al fútbol.
- Tengo las manos llenas de ampollas y…
- ¿Y qué?
- Y… quizá no haya ningún tesoro.
- Lo hay. Estoy seguro.
- Entonces ¿por qué no hay más gente buscándolo?
No supe que contestar. Así que desvié la conversación por otro derrotero.
- Si tú quieres rendirte, hazlo. Yo seguiré buscando y cuando lo encuentre me lo quedaré todo para mí.
De regreso al barrio apenas nos dirigimos la palabra y tuve la certeza de que al día siguiente iría yo solo al Torreón.
Efectivamente, aquella tarde ni José ni Jesús se presentaron a la cita. A pesar de qué ya estaba prevenido no pude evitar sentirme traicionado. La rabia, el enfado, la traición, todo me lo tragué con resignación mientras caminaba hacia El Torreón. Al no venir Jesús no disponía de la azada y tuve que cavar con mis propias manos. Yo también la tenía llenas de ampollas y callosidades pero nunca se me ocurrió quejarme por ello. Para animarme pensé en el tesoro y en todo lo que podría comprar con él. Caballos, juguetes, bicicletas, todas las chucherías del mundo… Me imaginé la escena, yo llegando al barrio con los bolsillos llenos de monedas de oro, y José y Jesús con sus bocas abiertas al verme llegar, arrepentidos de no haber seguido a mi lado. Y yo repartiendo las monedas entre los chavales, y ellos con cara de envidiosos sin recibir ninguna. Solo por eso merecía la pena seguir cavando con las manos. Entonces noté algo entre los dedos. Era pegajoso y desprendía un olor bastante desagradable. Era mierda. Había cogido un zurullo sin darme cuenta. Tras un par de arcadas, irremediablemente vomité. Volví a vomitar cuando intenté limpiarme con hierba y tierra. Y una vez más de camino a casa cuando se me ocurrió olerme entre los dedos. Cuando llegué al barrio vi que los chavales habían formados dos equipos y estaban jugando al fútbol. José protegía una portería (las porterías se señalaban dejando los jerséis y las cazadoras en dos montones separados por unos metros que hacían las veces de postes) y Jesús ejercía de delantero en el equipo rival. El partido se jugaba delante de mi casa, que era un terreno llano y con, más o menos, césped.
- Pepe, únete al partido. - me grito José al verme.
Jesús dejó de correr detrás de la pelota y se me quedo mirando. Entré en casa sin decir nada. Lo primero que hice fue lavarme concienzudamente las manos. Me las enjaboné una y otra vez hasta que el olor a excremento desapareció. Oí a mi madre y a mi hermana en el casillo, dando de comer a los cerdos. Me preparé un bocadillo de chorizo y salí al jardín. Me senté en las escaleras y mientras merendaba observé el desarrollo del partido de fútbol. Era evidente que se lo estaban pasando bomba y sentí un amago de envidia por no estar jugando con ellos. Cualquier otro día me habría acercado y le hubiera ofrecido mis servicios a cualquiera de los dos equipos, pero aquel día mi orgullo me lo impedía. Aún me sentía traicionado por mis amigos. Por otro lado, al no haber encontrado el tesoro también arrastraba un sentimiento de derrota. Con lo cuál solo me quedaba el orgullo e hice acopio de él. De reojo observé que tanto José como Jesús estaban más pendientes de mí que de la pelota. Como consecuencia los pases que le hacían a Jesús pasaban de largo y los tiros a la portería que defendía José casi siempre eran gol. En un momento dado, Jesús dejó el partido y vino a sentarse junto a mí en las escaleras.
- ¿Has encontrado algo?
Negué con un gesto de cabeza ya que tenía la boca llena de pan y chorizo.
- Seguro que mañana tendremos más suerte.
- Seguro. - dije después de tragar.
Permanecimos en silencio mientras yo acababa con el bocadillo.
- ¿Te apuntas al partido? En mi equipo necesitamos otro delantero.
- Vale…
Nos integramos en el grupo.
- Pepe juega con nosotros. - anunció Jesús al resto.
- ¿Quién gana? Le pregunté para meterme en situación…
Después de aquel día, tal y como yo intuía, no volvimos a por el tesoro. Es más, desde ese día cuando oigo la palabra tesoro siempre viene acompañada de un tufillo a excremento. También aprendí algo: que los tesoros existen, sí, pero casi nunca están donde los buscas.