Mostrando entradas con la etiqueta Los colores de la infancia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Los colores de la infancia. Mostrar todas las entradas

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA MARRANA

Los escuché hablando al otro lado del corral. Eran voces desconocidas y llamaron mi atención. Me asomé por encima del muro. Ahí estaban ellos, sentados sobre la tapia de enfrente. Eran dos chavales más o menos de mi edad. Al verme asomar la cabeza dejaron de hablar y me miraron con curiosidad.

- Hola.
- Hola – respondieron al unísono.
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo me llamo Juan.
- Yo Pedro.

Salté el muro y me acerqué a ellos.

- Me llamo Pepe ¿Qué hacéis?
- Estábamos hablando – respondió Juan.
- Ya… Vosotros no sois de por aquí ¿verdad?
- No, hemos venido a visitar a unos parientes – volvió a contestar Juan, que sin duda era el menos tímido de los dos.

En ese momento escuchamos los gruñidos de una cerda que estaba en una cuadra a pocos metros. Yo ya estaba acostumbrado a la presencia de la marrana y a sus gruñidos, pero a ellos aquello les pareció de lo más interesante. Estaba claro que eran chicos de ciudad. Dado su entusiasmo, nos pusimos en pie sobre la tapia y caminamos guardando el equilibrio hasta llegar donde estaba encerrada la cerda. El animal alzó la cabeza y se nos quedo mirando mientras movía el hocico.

- ¡Qué grande es! – dijo Pedro, amedrentado por su tamaño.
- Está preñada y pronto parirá.

La cuadra a penas medía metro y medio de ancha por dos de larga, con lo que la marrana parecía más grande. El animal siguió mirándonos con el morro levantado. La tapia sobre la que estábamos era una construcción hecha con piedras planas, apiladas la una encima de la otra. Elegí una pequeña y la arrojé contra el gorrino. Le di en los cuartos traseros. Soltó un bufido que hizo mucha gracia a mis nuevos amigos. Cogí otra piedra y la lancé con fuerza. Hice blanco en su cabeza y le abrí un pequeño corte. El pobre animal trató de huir corriendo en círculos. Los chicos de ciudad al ver la sangre se entusiasmaron. Noté su respeto y admiración. Eso me gustó. Me sentí importante y poderoso. Esta vez me aseguré de coger una piedra más grande. Juan y Pedro me miraron expectantes. No podía defraudarles. Lancé y acerté en el cuello del animal. La cerda chilló y chilló. Trató de escapar, pero no había sitio donde hacerlo. Juan se unió a la fiesta y lanzó otra piedra. Después de eso, cogimos piedras a discreción y lapidamos a la cochina con saña. Vimos en pánico en su mirada y eso nos excitó. Nuestros instintos más primitivos empezaban a fluir. Seguimos apedreándola. Las piedras eran cada vez más grandes. Algunas le causaron heridas sangrantes lo cual nos llenó de júbilo. La marrana chillaba tan alto que por un momento creí que todo el pueblo la estaba escuchando y que alguien acudiría en su ayuda. No llegó nadie. Nosotros, sedientos de sangre, seguimos torturando al animal. Después de un tiempo, la marrana se rindió y se desplomó en el suelo resoplando sangre por la boca. Nos quedamos observándola en silencio. Comprendimos que estaba agonizando. En un arrebato de compasión quise acabar con su sufrimiento. Agarré una losa grande. Casi no pude levantarla de tanto como pesaba. Quería dejarla caer sobre su cabeza y terminar de una vez. Justo en ese momento, la puerta de la cuadra se abrió y apareció Genaro, el dueño de la marrana. Corrimos a escondernos. Salté la tapia de nuestro corral y fui a esconderme entre los sacos de pienso. No sé a dónde fueron los otros, no me importaba. Yo sabía que Genaro me había reconocido. Al poco tiempo escuché a mi madre llamándome a gritos. Por el tono de su voz supe que ya se había enterado de todo.
Aquella noche la marrana abortó. Mis padres tuvieron que hacerse cargo de todos los gastos e indemnizar a Genaro por la pérdida de los garrapos. Esa misma noche vi algo en sus miradas. Entonces no supe lo que era. Más adelante sufrí esa misma mirada en infinidad de ocasiones, sabiendo que lo que veía en los ojos de mis padres no era otra cosa que decepción.

® pepe pereza

jueves, 23 de febrero de 2012

MI RELATO EN EL MÍTICO BORRASKA DE PATXI IRURZUN

DOS ROMBOS
Fue una película que vio todo el mundo menos yo, mis padres no me dejaron. En la tele la anunciaron con bastante anterioridad y todos los chavales estábamos entusiasmados con la idea de visionarla. En el colegio, en la calle, en todos los sitios, no hablábamos de otra cosa que no fuera de la película King Kong. Me refiero a la original de 1933, dirigida por Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack. Claro que en aquellos tiempos -principios de los setenta- tampoco había otras versiones.

- ¿La verás, no?
- Pues claro. No me la pienso perder por nada del mundo.
- Espero que no tenga rombos, mis padres no me dejarían verla.
- Me da lo mismo que tenga o no tenga, a mí me dejan ver todas las pelis.

La verdad era que a mí tampoco me dejaban ver las que llevaban dos rombos pero por fardar que no fuese. Por aquel entonces la clasificación de películas estaba dividida en tres clases: las de todos los públicos, que no llevaban ningún rombo. Las de mayores de catorce años o menores acompañados de sus tutores, a esas le ponían un rombo. Y finalmente estaban las de dos rombos, que eran para mayores de dieciocho años.

- He oído decir que la chica sale casi desnuda.
- ¿De verdad?

Si realmente la chica salía de esa guisa era muy probable que le pusieran los dos rombos y yo me quedaría sin verla.

- Lo que oyes… Y el gorila mide más de cien metros.

Con ansiedad contábamos los días que quedaban para emisión de la película y según se acercaba la fecha nos íbamos excitando más y más. En los recreos todos jugábamos a ser aventureros con la peligrosa misión de adentrarnos en tierras inhóspitas y capturar al gran mono. Antes de dormir, y sabedor de que mi hermana después no podría conciliar el sueño, yo le contaba terroríficas historias donde el protagonista era atacado por un inmenso y demoledor gorila.
Por fin llegó el día que iban a poner la película en la televisión. Esa mañana en el colegio nadie prestó atención a la lección, todos comentábamos por lo bajinis temas relacionados con King Kong y nos pasábamos notas unos a otros, cuando la profesora no estaba atenta.

- Esta noche a las diez.
- ¡Sí, por fin!
- ¿Sabes que King Kong todos los días se traga diez negros para desayunar?...

En casa, mientras comíamos me armé de valor y les pregunté a mis padres.

- ¿Me dejareis ver la película de esta noche?
- Según los rombos que tenga - contestó mi madre.
- Pero es que es la de King Kong y la van a ver todos los niños del colegio.
- Me da igual lo que hagan los demás. Si tiene rombos no la ves.
- Pero…
- Ya has oído a tu madre - sentenció mi padre poniendo fin a la conversación.

Rogué al cielo para que la película no tuviese rombos. Tuve un mal presentimiento. El miedo empezó a subirme por los tobillos y fue recorriendo todo mi cuerpo, concentrándose sobre todo en el estómago. Durante las clases de por la tarde el miedo siguió fluyendo por mis venas y mientras los demás se mantenían entusiasmados por la inmediatez de la película yo permanecía callado, apretándome la tripa con las manos.
Mientras cenábamos saqué de nuevo el tema:

- Por favor, dejadme ver la película de esta noche.
- ¿Qué te he dicho mientras comíamos?
- Os prometo que si me dejáis verla me portaré bien y obedeceré en todo lo que me mandéis.
- Termínate lo que hay en el plato y déjanos cenar en paz.
- Pero, mamá…
- Haz lo que dice tu madre si no quieres irte a la cama ahora mismo - sentenció mi padre poniendo fin a la conversación.

Después de cenar tuve que encerrarme en el váter. Tenía el estómago tan revuelto que no me quedó otro remedio que vomitar. Traté de hacerlo en silencio, para que mis padres no se enterasen. No quería darles ningún motivo que les sirviera de excusa para mandarme a la cama. La hora siguiente se me hizo eterna. Los nervios seguían agarrados a mi tripa y en varias ocasiones tuve que reprimirme para no comerme las uñas. A las nueve de la noche mandaron a mi hermana pequeña a la cama. No quería irse alegando que si yo me quedaba ella también. Temí que nos mandasen a dormir a los dos, y deseé agarrarla por el cuello y estrangularla. Afortunadamente mi madre la convenció con la promesa de contarle un cuento y permanecer con ella hasta que se quedase dormida. Respiré aliviado, aunque sabía que no las tenía todas conmigo. Mi padre y yo seguimos viendo las noticias. Lo peor llegó después del Telediario. Sólo quedaba media hora para el comienzo de la película y a mí no me cabían más nervios en el cuerpo. A las diez menos diez, mi madre regresó al salón. Mi hermana se había dormido.

- Como tenga dos rombos te vas directo a la cama.
- Pero…
- No hay peros que valgan.
- La van a ver todos menos yo.
- No contestes a tu madre o te vas a la cama ahora mismo - mi padre poniendo fin a la conversación.

¿Cuánto faltaba? tres minutos. O empezaba ya o a mí me iba a dar un ataque. Volví a suplicarle al cielo, rogándole a Dios, a La Virgen, a Jesucristo, a todos los santos, que la película no tuviera dos rombos.
Por fin llegó la hora. Yo estaba tan nervioso que apenas podía respirar. Ahí estaban los títulos de crédito y por el momento no habían aparecido los temidos rombos. Todo iba bien. De hecho, empecé a creer en la posibilidad de poder ver la película. La banda sonora que acompañaba esos primeros fotogramas ya me estaba trasladando a tierras extrañas, cuando arriba, en el costado derecho de la pantalla, aparecieron los dos rombos. El mundo se me vino abajo. Supliqué, imploré, pataleé, refunfuñé… Nada. No hubo forma de convencer a mis padres. Insistí y volví a insistir. Cuando barrunté que estaba a punto de ganarme un guantazo me rendí y me fui a la cama. Estaba indignado y mis progenitores me parecieron las personas más despreciables del planeta. Si en esos momentos hubiese tenido la oportunidad de explosionar todo el universo, hubiera apretado el botón sin ningún miramiento.
A la mañana siguiente me levanté con dolor de cabeza debido a que no había dormido bien. Recordaba algunos retazos de pesadillas relacionadas con historias de cortadores de cabezas y gorilas asesinos. Durante el desayuno no me dirigí en ningún momento a mis padres y mantuve todo el rato el ceño fruncido para dar a entender que estaba muy, pero que muy enfadado. Tampoco les dije nada cuando salí de casa para ir al colegio y además les privé del beso de despedida. De camino me reuní con Jesús y José.

- ¿Viste la peli? - me preguntaron nada más verme.
- ¿Y vosotros? - respondí a la gallega.
- Sííííí.
¡Mierda puta! Estaba claro que el único pringado que no la había visto era yo.

- ¿Y tú? - insistió Jesús con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja.
- Pues claro. No me la hubiera perdido por nada del mundo.

No podía permitir que mis amigos supieran la verdad. Me habrían tomado por estúpido y se hubieran reído de mí.

- Lo mejor fue cuando King Kong luchó con el dinosaurio.

Yo asentí con la cabeza, dándoles la razón. La envidia me corroía por dentro. Saber que también salían dinosaurios y no haber podido verlos fue muy duro de encajar. Odié a mis padres por no haberme dejado ver la película, pero sobre todo los odié por quitarme el gustazo de comentarla con mis amigos.


® pepe pereza

jueves, 6 de enero de 2011

REYES MAGOS

Creo que unos de los días más tristes de mi infancia fue cuando mis padres me confesaron la realidad de los Reyes Magos. Estábamos en plena Navidad y todo el pueblo estaba bajo un manto de nieve. Mis padres me dijeron que querían hablar conmigo y yo pensé que era para regañarme por algo que había hecho, no era raro ya que me pasaba el día cometiendo travesuras. Me extrañó que entrásemos en su dormitorio, normalmente las broncas las recibía en cualquier sitio de la casa menos ahí. Fue mi madre la que hablo:

- Creemos que ya eres mayor para saber la verdad…Verás, los Reyes Magos no existen. Somos nosotros los padres los que traemos los regalos…

De primeras no quise creérmelo. Para convencerme, mis padres abrieron su armario. Escondidos entre la ropa pude ver un par de paquetes envueltos en papel de regalo.

- …Además, con los tiempos que corren no podemos permitirnos gastos inútiles. Por eso éste será el último año que te regalemos algo. – añadió a la vez que cerraba el armario.

De pronto el mundo dejó de tener magia y se convirtió en un lugar terrible donde los padres engañan a sus hijos para luego desengañarlos y acabar con sus ilusiones. Fue entonces cuando entendí muchas cosas, entre ellas el porqué de que mis regalos siempre fueran más cutres que los demás. He de admitir que en aquel instante los odié, los odié a muerte. Quise renunciar de su paternidad y escapar lejos, ser un huérfano. Cuando salía por la puerta decidido a desertar de mi familia, mi madre me ordenó no decir nada a mi hermana. Ella todavía era pequeña y merecía ser engañada un par de años más. Entonces supe lo qué tenía que hacer. No era necesario huir, había una manera mejor de vengarme.
Reuní a todos los niños del barrio que aún creían en los Reyes Magos, incluida mi hermana Pili y les conté la realidad de los hechos. A los que no quisieron creerme les aconsejé que buscasen dentro de los armarios de sus padres. En menos que canta un gallo acabé con los sueños y las ilusiones de todos aquellos niños. Si yo no podía tener magia, ellos tampoco la tendrían.

®pepe pereza

miércoles, 21 de abril de 2010

RELATO INÉDITO

HISTORIAS DE BASTARDOS
Yo estaba sentado en el jardín de mi casa cuando lo vi llegar con la escopeta al hombro y acompañado de sus tres galgos. Era Paco el hijo mayor de Manuel el herrero. Paco, como buen cazador, salía casi todas las tardes escoltado por sus galgos en busca de alguna pieza que abatir con su escopeta. Cuando cruzó por delante de donde yo estaba vi que Paco arrastraba dos bastardos muertos de unos tres o cuatro metros de longitud. La visión de aquellas culebras me heló la sangre. No podía imaginarme que las hubiera tan largas. Algunas veces, me había encontrado con pieles secas por el campo, pero nunca de esa longitud. Pensar que por los alrededores podría haber semejantes bestias me hizo sentir angustia y miedo. Recordé las historias que contaban los viejos sobre bastardos. Una de esas historias explicaba que era muy habitual que los bastardos se colaran en las casas de las madres recientes para chuparles la leche. Se decía que esperaban a que la madre durmiese, entonces el bastardo amparado en la oscuridad de la noche se arrastraba hasta su cama y mamaba de sus pechos. La imagen de una culebra mamando del pecho de una mujer había quedado grabada en mi mente y al recordarla siempre me hacía sentir un escalofrío de terror. Cuando una madre se quedaba sin leche para su hijo enseguida se sospechaba del bastardo. Los viejos contaban que para atraparlo se esparcía harina por el suelo de la casa. Cuando el reptil volvía a por más leche se arrastraba por encima de la harina dejando un rastro dibujado en el suelo. Luego solo había que seguir ese rastro para descubrir por donde entraba en la casa. A partir de ahí se podía taponar la entrada o esperar a que el bastardo entrase de nuevo y matarlo.
Recordé aquella historia que mi madre nos contaba a mi hermana y a mí. Una historia real, según ella. Resulta que en el pueblo había un pastor que durante su estancia en la dehesa entabló una especie de relación con un bastardo. Cuando el pastor silbaba, el bastardo salía de su escondrijo y acudía a su llamada. El pastor siempre dejaba un tazón de leche que la culebra bebía de inmediato. Un día el pastor se fue a cumplir con el servicio militar. Después de unos meses el pastor pudo disfrutar de un permiso. El pastor regresó al pueblo acompañado de un soldado con el que había hecho amistad. En un paseo por la dehesa, el pastor le contó a su amigo la historia del bastardo y para demostrárselo silbó para ver si la culebra acudía. A pesar del tiempo transcurrido, el bastardo acudió a la llamada. Pero como no había tazón de leche atacó al pastor y a su amigo. Recordé lo que contaban sobre los ataques de los bastardos, que clavaban la cabeza en el suelo y utilizaban la cola como si fuera un látigo. Me estremecí solo con pensarlo. Podía escuchar la voz de mi abuelo contándome eso de que a los bastardos muy viejos les crecía pelo el la nuca… Estuve a punto de marearme y aparté de mi cabeza esas imágenes.
Paco siguió su camino arrastrando las culebras. Se me puso la piel de gallina y una especie de incertidumbre agitó todo mi cuerpo. Creí escuchar un crepitar de hojas entre las plantas del jardín. Tuve miedo de que un bastardo estuviese acechando y entré en casa aterrado.

- ¿Qué te pasa? – dijo mi madre al verme en esas condiciones.
- Nada.
- Estás pálido.
- No me pasa nada.
- ¿No tendrás fiebre?…

Me puso la mano en la frente y la mantuvo ahí durante unos segundos.

- …Fiebre no tienes… ¿te duele algo?
- No.

No quise decirle que la causa de mi palidez era el miedo.

martes, 23 de febrero de 2010

RELATO INÉDITO

Dedico este relato a mi amigo David González. Deseándole una pronta recuperación.
Va por ti, hermano.
EL HEDOR
Era lunes a primera hora de la mañana. Hacia dos días que me había hundido hasta el cuello en los excrementos del muladar. A pesar de que mi madre me había bañado varias veces con agua caliente y abundante jabón el hedor seguía en mi piel. Y eso que en el proceso de bañarme mi madre sustituyó la esponja por un estropajo de esparto que de poco me arranca la piel. Aún con eso, yo seguía apestando a mierda de cerdo. El hedor se había fundido con mi piel como la tinta de un tatuaje y no había manera de sacarlo de ahí. Mi madre acabó de vestirme con la ropa recién estrenada para ir al colegio, la ropa que vestía en el incidente del muladar había quedado inservible. Yo me negué a ir. Sabía que mis compañeros de clase se meterían conmigo y harían comentarios sobre mi olor corporal. Mi madre, en un último intento por convencerme vertió un buen chorro de colonia sobre mí. De primeras el perfume se extendió por la habitación, pero al poco tiempo, el hedor se fue manifestando por encima de la colonia.

- Llegarás tarde.
- No pienso ir.
- A la escuela no vas a faltar. Así que date prisa.
- Iré cuando deje de apestar.
- Si ya casi no se te nota.
- No voy a ir…

De camino al colegio traté de apartarme de todos los que se cruzaban conmigo. Me sentía infectado. Para entrar en las aulas nos obligaban a guardar fila, ahí tuve los primeros problemas. Lo peor vino en clase. Nada más entrar, me senté detrás de mi pupitre. Enseguida los chicos que estaban sentados a mi alrededor empezaron a girar sus narices hacia mí. Yo traté de disimular, como si la cosa no fuera conmigo. Pero, poco a poco, el hedor se fue extendiendo por la totalidad del aula. Y como no, el tufo también llegó a las narices de Jacinto el malo, mi peor enemigo.

- Perejil se ha cagado encima. - dijo en alto para que todos pudieran oírlo.

Todos se rieron. Yo estaba tan avergonzado que no hice ni amago de defenderme. La señorita Nati se acercó hasta mi pupitre.

- ¿Es verdad eso?

Ni la mire. Me limite a negarlo con un gesto de cabeza.

- Perejil se ha cagado. - repitió Jacinto.
- ¡Jacinto, cállate! - ordenó la señorita Nati con tono seco.
- Si huele hasta aquí. - protestó, Jacinto, con el ceño fruncido.
- ¡Cállese!...

Jacinto se achantó en su silla. Cuando la señorita Nati dejaba de tutearte era mejor obedecer.

- … ¿Seguro que no te lo has hecho encima? Si es así dímelo, no pasa nada.
- No. No me lo he hecho encima. Lo que pasa es que el otro día me hundí en el muladar. - confesé avergonzado…

En el recreo nadie se acercó a jugar conmigo, ni siquiera Jacinto para retarme y tirarnos unas cuantas piedras. Fui a sentarme junto a la tapia. Estuve sentado allí hasta que sonó la campana y entramos, de nuevo, en clase. La señorita Nati había abierto las ventanas para airear el aula. Yo sabía que las ventanas estaban abiertas por mí, por culpa de mi hedor. Estuvieron abiertas hasta que terminó con su lección y sonó la campana para irnos a casa.
Al día siguiente me desperté con la esperanza de que el olor hubiese desaparecido, pero no. Ahí estaba, pegado a mí como un parásito hambriento. Me dije a mí mismo que no iría al colegio, que pasase lo que pasase y dijese lo que dijese mi madre yo no pisaría por allí. Había pasado mala noche, despertándome varias veces, sudando y alterado por alguna pesadilla. A consecuencia de ello me dolía la cabeza y me sentía sin fuerzas. Cuando mi madre entró en el dormitorio con el desayuno me fingí enfermo y amagué un par de tosidos roncos. Mi madre me puso la mano sobre la frente para calcular mi temperatura corporal.

- Creo que tienes fiebre. - dijo con preocupación.

Luego salió a por un termómetro. No me lo podía creer, con tan sólo dos tosidos y unas pocas muecas había conseguido engañar a mi madre. Al poco, entró con el termómetro en la mano y me lo puso debajo de la lengua. Por un momento sentí miedo de que el aparato echase atrás mis planes de quedarme en cama. Aproveché un descuido de mi madre para poner la punta del termómetro sobre la bombilla de la lámpara de la mesilla. Cuando me lo metí, de nuevo, en la boca, quemaba. Al rato, mi madre se acercó a mí, sacó el termómetro de mi boca y lo examinó a contra luz.

- ¡Dios mío! Si estás ardiendo.

Yo fingí un gesto de desaliento y carraspeé para añadir más dramatismo.

- Ayer, la señorita Nati dejó las ventanas abiertas para ventilar el aula y creo que me he resfriado. - añadí con un fingido hilillo de voz.
- ¿A quién se le ocurre dejar las ventanas abiertas, con el frío que hace?
- Ya te dije que no tenía que haber ido, pero tú no me hiciste caso.

Me miró preocupada, luego volvió a mirar el termómetro.

- Hoy te quedarás en la cama…

Casi se me escapa una sonrisa de oreja a oreja que me hubiera delatado, pero en el último momento la pude evitar gracias a otro fingido carraspeo.

- …Y mañana si no has mejorado llamamos al médico.

Me cubrí de nuevo con las mantas.

- ¿No vas a tomarte el desayuno?
- Déjalo ahí, me lo tomaré más tarde.
- Mejor que te lo tomes ahora que está caliente.

Aparté las mantas con desgana y me recosté sobre la almohada.
- Está bien. - dije con fingida resignación.

Mi madre me acercó la taza de Cola Cao y yo me la fui tomando a sorbos.

- ¿A quién se le ocurre dejar las ventanas abiertas con el frío que hace? - repitió indignada mientras salía del dormitorio agitando el termómetro para que el mercurio volviese a su sitio.

Me terminé el Cola Cao y me tapé con las mantas. Millones de veces había intentado engañarla con la misma táctica y nunca antes me había dado buenos resultados. Tal vez estuviera enfermo de verdad. A mí me daba igual, lo importante era que no tendría que pasar la misma vergüenza que el día anterior. Y aunque el hedor todavía estaba en mi piel, el calor de las mantas lo compensaba y lo hacía más llevadero. A los pocos minutos me dormí y soñé con cosas bonitas.
Dos días después, cuando regresé al colegio me enteré de que la mitad de los alumnos de mi clase estaban enfermos debido a los resfriados que cogieron cuando Doña Nati dejó abiertas las ventanas para mitigar mi hedor. Al saberlo no pude evitar una malévola sonrisa. Se había hecho justicia y mis compañeros estaban pagando con sus resfriados por las burlas vertidas sobre mí. Recuerdo que no pude dejar de sonreír en toda la mañana.

lunes, 15 de febrero de 2010

RELATO INÉDITO

EL MULADAR
Era sábado. Aquella mañana jugábamos a indios y vaqueros. José y Jesús eran los indios, yo el vaquero. Me tenían rodeado, a punto de capturarme. Mi única vía de escape era el muladar. Disparé mi colt cuarenta y cinco de plástico para cubrir mi retirada y monté en Látigo, mi caballo imaginario.

- Vamos amigo, sácame de aquí.

Látigo relinchó a modo de contestación. Levantó sus patas delanteras y luego galopó, raudo como el viento, hacia el muladar. Los salvajes nos persiguieron para darnos caza. Una lluvia de flechas cayó sobre nosotros, pero Látigo las esquivó todas y proseguimos con la huída. Con un poco de suerte conseguiríamos llegar al muladar. El muladar estaba situado a la entrada de un gran criadero de cerdos. Allí echaban diariamente los excrementos de los animales para que se secaran a sol y luego sirvieran de abono. Era una montaña de unos diez o quince metros de altura. Mil veces habíamos subido a esa montaña de mierda seca. Nos gustaba llegar a la cumbre y desde allí contemplar el mundo a nuestros pies. Guié a Látigo hasta la base de la montaña. Subí por la ladera de excrementos. Si conseguía llegar a la cumbre dejaría en clara desventaja a mis perseguidores y, además, serían un blanco fácil. Los excrementos eran recientes, pero no me di cuenta, ya que la primera capa era consistente y aguantó mi peso. Cuando hube dado unos pasos mis pies comenzaron a hundirse. Al principio no le di importancia, era normal hundirse un poco. Así que seguí con el ascenso. Empecé a preocuparme al hundirme hasta las rodillas. Cuando los excrementos me llegaron a la cintura comencé a sentir miedo. En ese momento José y Jesús llegaron a los pies del muladar. Por sus caras pude ver que la situación era grave. Intentaron ayudarme, pero desde donde estaban les era imposible. Jesús se puso a buscar un palo largo o algo a lo que yo pudiera agarrarme. José, por su parte, se quedó paralizado por el miedo, viendo como yo me hundía más y más. Las lágrimas le caían por su cara desencajada. La mierda me llegaba al pecho y seguía hundiéndome. Supe que iba a morir enterrado en mierda. Me imagine a mis padres y a mi hermana asistiendo a mi funeral y llorando delante de mi tumba. Cuando la mierda me llego al cuello hice pie. Sentir el duro suelo bajo mis pies fue la experiencia más agradable de mi corta vida. Un paso más arriba y estaría muerto. Lo peor había pasado. Ahora lo importante era salir de allí. Haciendo un gran esfuerzo conseguí alzar mi brazo derecho. Con la mano libre aparte unos cuantos plastones de mí alrededor y pude liberar el brazo izquierdo. Con las manos me fui abriendo camino y después de mucho escarbar, por fin pude salir. Mis amigos se sintieron felices y yo también. Nos hubiésemos abrazado de no ser por el pringue y hedor de mis ropas.

- Tu madre te va a dar una buena paliza. - dijo Jesús mirándome de arriba abajo con una mueca de asco.

José seguía llorando y no pudimos hacer nada para calmarlo. Al final, decidió irse a casa. Jesús y yo nos quedamos cerca del muladar.

- ¿Vas a ir así a tu casa?

La verdad es que parecía una mutación de barro, mejor dicho, de mierda. Arranqué unos cuantos matojos de hierba y traté de limpiarme lo mejor que pude. Imposible, aquello requería de abundante agua y jabón. Jesús seguía mirándome con la misma mueca de asco, diciendo:

- Tu madre te va a dar una buena.

A mí no me importaba. Cada bocanada de aire era un regalo y me sentía dichoso de seguir con vida. Según nos acercamos a casa, pude ver a mi madre hablando con una vecina en el jardín.

- Menuda te espera. - repetía Jesús una y otra vez.

A mí seguía sin importarme que mi madre me diera con la zapatilla. A mí, lo único que me importaba era que estaba vivo para recibir los azotes.

lunes, 11 de enero de 2010

EL PILAR

Hoy, ningún niño puede imaginarse un verano sin piscinas. Por aquel entonces, en Guijuelo no había piscinas y el río Tormes estaba a más de cinco kilómetros. Si querías refrescarte el mejor sitio, sin duda, era el pilar. El pilar era un abrevadero circular, de unos quince metros de diámetro. Parecido a un cenicero gigante hecho de hormigón. Incluso disponía de varios canalillos parecidos a los huecos dejados para apoyar los cigarros, solo que en ese caso servían para que el agua corriera y se fuera renovando. El agua del pilar no estaba estancada sin más, todo lo contrario, fluía sin cesar estando siempre limpia y fresca. Allí los mulos y las vacas hacían una parada para beber cuando volvían del campo de camino a los corrales. No estaba lejos del barrio así que era uno de esos lugares que nos gustaba visitar, sobre todo en verano cuando el calor era asfixiante y no había mejor cosa que hacer que refrescarse. No es que fuéramos a bañarnos allí o a nadar, no. Nosotros solo íbamos a echarnos agua con las manos o a coger caracolillos, de esos pequeños que siempre estaban pegados en las paredes interiores del pilar, ocultos entre el musguillo que cubría la totalidad de dichas paredes. Por otro lado, ninguno de nosotros sabía nadar ¿dónde íbamos a hacerlo? si las piscinas las conocíamos de haberlas visto en las películas. No, en el pueblo no había piscinas, por no haber no había ni bañeras. La mayoría de los hogares no disponían de ducha, y mucho menos de bañera. Yo al menos no conocía a nadie con bañera en la casa. A mi hermana y a mí nuestra madre nos bañaba una vez a la semana en el fregadero de la cocina. Y cuando llegaba el buen tiempo, en ocasiones muy contadas, se sacaba al jardín un gran barreño, que normalmente servía para hacer la colada de la familia, se llenaba con agua que previamente se había calentado al fuego en pucheros. Mi hermana y yo nos metíamos en el barreño bien apretaditos y pasábamos horas allí. Aquello era lo más parecido a bañarnos en una piscina, y lo disfrutábamos de lo lindo. Cuando, a pesar de nuestras quejas, nuestra madre nos sacaba del barreño teníamos la piel tan arrugada que parecíamos ciruelas secas, o húmedas.
El caso era que nos gustaba pasarnos por el pilar a remojarnos y a coger caracolillos. Recuerdo que corríamos alrededor del pilar echándonos agua con las manos. Persiguiéndonos en círculos mientras tratábamos de no pisar las cagadas que habían dejado las vacas en el suelo. Cuando nuestras ropas estaban totalmente caladas y estábamos cansados de tanto correr echábamos competiciones a ver quien cogía más caracolillos. Los íbamos acumulando en pequeños montones y al final el montón más grande era el que ganaba. Para cogerlos metíamos las manos en el agua y acariciábamos la superficie de las paredes por encima del musguillo hasta que tocábamos la concha del caracol. Entonces lo despegábamos y lo poníamos en el montón. Después de comparar los montones y proclamar al campeón del día devolvíamos los caracolillos al agua o simplemente los pisoteábamos, dejando unas cuantas manchas húmedas y gelatinosas en el suelo.

martes, 5 de enero de 2010

NAVIDADES DEL 73

Creo que unos de los días más tristes de mi infancia fue cuando mis padres me confesaron la realidad de los Reyes Magos. Estábamos en plena Navidad y todo el pueblo estaba bajo un manto de nieve. Mis padres me dijeron que querían hablar conmigo y yo pensé que era para regañarme por algo que había hecho, no era raro ya que me pasaba el día cometiendo travesuras. Me extrañó que entrásemos en su dormitorio, normalmente las broncas las recibía en cualquier sitio de la casa menos ahí. Fue mi madre la que hablo:

- Creemos que ya eres lo suficiente mayor para saber la verdad…Verás, los Reyes Magos no existen. Somos los padres los que traemos los regalos…

Yo no quería creérmelo. Para convencerme, mis padres abrieron su armario. Escondidos entre la ropa pude ver un par de paquetes envueltos en papel de regalo.

- …Además, con los tiempos que corren no podemos permitirnos gastos inútiles. Por eso éste será el último año que te regalemos algo. – añadió a la vez que cerraba el armario.

De pronto el mundo dejó de tener magia y se convirtió en un lugar terrible donde los padres engañan a sus hijos para luego desengañarlos y acabar con sus ilusiones. Quise renunciar de su paternidad y escapar lejos de ellos, ser un huérfano. Cuando salía por la puerta de la calle, decidido a desertar de mi familia, mi madre me ordenó no decir nada a mi hermana, ella todavía era pequeña y merecía ser engañada un par de años más. Entonces supe qué tenía que hacer. No era necesario huir, había una manera mejor de vengarme... Reuní a todos los niños del barrio que aún creían en los Reyes Magos, incluida mi hermana Pili y les conté la realidad de los hechos. A los que no quisieron creerme les aconsejé que buscasen dentro de los armarios de sus padres. En menos que canta un gallo acabé con los sueños y las ilusiones de todos aquellos niños. Si yo no podía tener magia, ellos tampoco la tendrían.

sábado, 14 de noviembre de 2009

LOS TESOROS DEL TORREÓN

No recuerdo como nos llegó el bulo de que en El Torreón había enterrados tesoros de la antigüedad. De inmediato, José, Jesús y yo nos pusimos a hacer planes para desenterrarlos. La imaginación de los niños ya se sabe que es desmedida y nosotros ya nos veíamos desenterrando espadas milenarias y cofres llenos de joyas y oro. He de decir que El Torreón en realidad no es más que el ábside de una iglesia de estilo ojival medio caída. Fue una edificación de granito y mortero de cal, con gruesas paredes reforzadas con contrafuertes y un arco de media punta. Aunque no tiene ningún valor histórico, las ruinas forman parte de la identidad del pueblo, tanta que hasta figura en su escudo… Llegamos al Torreón y entramos. Olía a excrementos y basura. Estaba claro que alguien lo estaba utilizando de basurero y más de uno se había aliviado de un apretón de tripas ocultándose entre los muros. Como no teníamos herramientas para llevar a cabo nuestro propósito, nos hicimos con unos palos y ayudándonos con ellos despejamos y limpiamos una pequeña zona junto al muro. Ya que teníamos que excavar con nuestras propias manos preferíamos no encontrarnos con alguna sorpresa desagradable. Limpiar aquella zona nos llevó más de dos horas. Estábamos cansados y sucios. Decidimos seguir con la tarea al día siguiente. De regreso nos pusimos a soñar.

- Cuando encontremos el tesoro me voy a comprar una bicicleta que tenga de todo. - dijo José.
- Yo también quiero una. - De color rojo brillante. - añadió Jesús.

Hasta ese momento no me había planteado que hacer con mi parte del tesoro. Las propuestas de mis amigos no estaban mal, y me animaron a darle a la imaginación. ¿Qué era lo que yo más deseaba?

- Prefiero un caballo. - Uno de verdad. - declaré rotundamente…

Al día siguiente regresamos y nos pusimos manos a la obra. Aunque habíamos limpiado el terreno, en cuanto excavábamos un poco dábamos con más basura enterrada tiempo atrás. A penas habíamos cavado medio metro cuando decidimos dejarlo por ese día. Cavar era un trabajo duro y más por utilizar solo las manos y unos míseros palos.

- ¿Os imagináis cuando tengamos nuestros caballos?...

El día anterior, yo había convencido a mis amigos que un caballo era mil veces mejor que una bicicleta.

- Yo pienso ir montado en él a la escuela. - dijo Jesús.
- ¿Tú crees que nos dejarán? - preguntó José con cara de preocupación.
- Claro que sí. Los dejamos atados a la puerta como hacen en las películas del oeste. ¿Qué hay de malo en eso? - dije para tranquilizarlo.
- Y si nos dicen algo compramos el colegio y a ver quien se atreve a impedírnoslo. - añadió desafiante Jesús.
- Eso sería estupendo... Dije apoyando la idea de mi amigo. - …Nosotros los dueños del colegio ¿os lo podéis imaginar?...

En esos tiempos era fácil dejarse llevar por la imaginación, sumamente fácil. Al día siguiente regresamos y seguimos cavando. Esta vez avanzamos de veras, ya que Jesús le había cogido prestada a su madre una azada. A pesar de no sacar otra cosa que basura, nosotros seguíamos entusiasmados con la idea de encontrar un tesoro, y nos íbamos turnando para seguir cavando con la azada. Al cabo de unas horas estábamos rendidos y el sudor y la roña se mezclaban en nuestra ropa.

- Por hoy ya es suficiente... - dijo Jesús mirándose las palmas de las manos.

Me molesto que Jesús tuviese la osadía de dar por acabada la sesión. Hasta aquel momento había sido yo el que tomaba ese tipo de decisiones. No dije nada dado que la azada era suya y gracias a ella habíamos progresado el doble que en los días anteriores.

- …Creo que me están saliendo callos de tanto cavar.
- Sí, yo también estoy cansado y tengo hambre. Mejor nos vamos a merendar. - sugirió José.
- Por mí, vale. - Dije intentando ocultar mi enfado.
- ¿Cuánto más tendremos que cavar para encontrar el tesoro?
- No lo sé, José. Pero te aseguro que lo encontraremos. - dije aparentando seguridad. Aunque realmente empezaba a albergar algunas dudas al respecto.

Al día siguiente José no acudió a nuestra cita y Jesús y yo decidimos ir a buscarlo a su casa. Cuando llegamos, Jesús escondió la azada detrás de unos rosales del jardín y después llamamos a la puerta. Salió la madre.

- José está castigado. - dijo con aquel tono de voz tan característico y desagradable.
- ¿Podemos hablar un momento con él? - le pregunté sin mirarla a los ojos.

Se lo pensó brevemente y sin decir nada entró de nuevo en la casa dejando la puerta medio abierta. Al rato salió José.

- Lo siento chicos pero estoy castigado y no me dejan salir.
- ¿Qué has hecho?
- Es por como traje la ropa ayer. Me habían advertido que si me volvía a ensuciar me castigarían y eso han hecho.
- No te preocupes, si encontramos el tesoro te daremos tu parte. - dije sin consultarlo con Jesús. Como reprimenda por lo del día anterior.

A Jesús no pareció importarle y apoyó mi decisión.

- Te daremos tu parte. Estate tranquilo.
- Gracias amigos, pero ahora tengo que dejaros o mi madre me echará la bronca.

Recogimos la azada y no fuimos directos al Torreón. Cuando llegamos vimos asombrados que alguien había llenado nuestro agujero con basura. Fue bastante deprimente saber que todo nuestro trabajo no había servido para nada. Teníamos que empezar de cero. Y lo hicimos. Sacar la basura del agujero nos costó toda la tarde. Yo notaba que Jesús empezaba a hartarse de tanto trabajo y que las dudas también hacían mella en su entusiasmo. Traté de animarle hablando de todo lo que podríamos hacer con el oro y las joyas que seguro encontraríamos. Pero él en ningún momento entró al trapo, simplemente se limitó a asentir con la cabeza. Cuando dimos por concluida la tarea me dijo:

- Los chavales del barrio han organizado un partido de fútbol para mañana.
- ¿Y el tesoro?
- Nos merecemos un descanso… Nos vendrá bien.

Yo intuía que si al día siguiente nos quedábamos jugando al fútbol seguramente nunca más volveríamos a por el tesoro. Y no estaba dispuesto a rendirme.

- El tesoro es más importante que jugar al fútbol.
- Tengo las manos llenas de ampollas y…
- ¿Y qué?
- Y… quizá no haya ningún tesoro.
- Lo hay. Estoy seguro.
- Entonces ¿por qué no hay más gente buscándolo?

No supe que contestar. Así que desvié la conversación por otro derrotero.

- Si tú quieres rendirte, hazlo. Yo seguiré buscando y cuando lo encuentre me lo quedaré todo para mí.

De regreso al barrio apenas nos dirigimos la palabra y tuve la certeza de que al día siguiente iría yo solo al Torreón.
Efectivamente, aquella tarde ni José ni Jesús se presentaron a la cita. A pesar de qué ya estaba prevenido no pude evitar sentirme traicionado. La rabia, el enfado, la traición, todo me lo tragué con resignación mientras caminaba hacia El Torreón. Al no venir Jesús no disponía de la azada y tuve que cavar con mis propias manos. Yo también la tenía llenas de ampollas y callosidades pero nunca se me ocurrió quejarme por ello. Para animarme pensé en el tesoro y en todo lo que podría comprar con él. Caballos, juguetes, bicicletas, todas las chucherías del mundo… Me imaginé la escena, yo llegando al barrio con los bolsillos llenos de monedas de oro, y José y Jesús con sus bocas abiertas al verme llegar, arrepentidos de no haber seguido a mi lado. Y yo repartiendo las monedas entre los chavales, y ellos con cara de envidiosos sin recibir ninguna. Solo por eso merecía la pena seguir cavando con las manos. Entonces noté algo entre los dedos. Era pegajoso y desprendía un olor bastante desagradable. Era mierda. Había cogido un zurullo sin darme cuenta. Tras un par de arcadas, irremediablemente vomité. Volví a vomitar cuando intenté limpiarme con hierba y tierra. Y una vez más de camino a casa cuando se me ocurrió olerme entre los dedos. Cuando llegué al barrio vi que los chavales habían formados dos equipos y estaban jugando al fútbol. José protegía una portería (las porterías se señalaban dejando los jerséis y las cazadoras en dos montones separados por unos metros que hacían las veces de postes) y Jesús ejercía de delantero en el equipo rival. El partido se jugaba delante de mi casa, que era un terreno llano y con, más o menos, césped.

- Pepe, únete al partido. - me grito José al verme.

Jesús dejó de correr detrás de la pelota y se me quedo mirando. Entré en casa sin decir nada. Lo primero que hice fue lavarme concienzudamente las manos. Me las enjaboné una y otra vez hasta que el olor a excremento desapareció. Oí a mi madre y a mi hermana en el casillo, dando de comer a los cerdos. Me preparé un bocadillo de chorizo y salí al jardín. Me senté en las escaleras y mientras merendaba observé el desarrollo del partido de fútbol. Era evidente que se lo estaban pasando bomba y sentí un amago de envidia por no estar jugando con ellos. Cualquier otro día me habría acercado y le hubiera ofrecido mis servicios a cualquiera de los dos equipos, pero aquel día mi orgullo me lo impedía. Aún me sentía traicionado por mis amigos. Por otro lado, al no haber encontrado el tesoro también arrastraba un sentimiento de derrota. Con lo cuál solo me quedaba el orgullo e hice acopio de él. De reojo observé que tanto José como Jesús estaban más pendientes de mí que de la pelota. Como consecuencia los pases que le hacían a Jesús pasaban de largo y los tiros a la portería que defendía José casi siempre eran gol. En un momento dado, Jesús dejó el partido y vino a sentarse junto a mí en las escaleras.

- ¿Has encontrado algo?

Negué con un gesto de cabeza ya que tenía la boca llena de pan y chorizo.

- Seguro que mañana tendremos más suerte.
- Seguro. - dije después de tragar.

Permanecimos en silencio mientras yo acababa con el bocadillo.

- ¿Te apuntas al partido? En mi equipo necesitamos otro delantero.
- Vale…

Nos integramos en el grupo.

- Pepe juega con nosotros. - anunció Jesús al resto.
- ¿Quién gana? Le pregunté para meterme en situación…

Después de aquel día, tal y como yo intuía, no volvimos a por el tesoro. Es más, desde ese día cuando oigo la palabra tesoro siempre viene acompañada de un tufillo a excremento. También aprendí algo: que los tesoros existen, sí, pero casi nunca están donde los buscas.

sábado, 7 de noviembre de 2009

KING KONG

Fue una película que vio todo el mundo menos yo, mis padres no me dejaron. En la tele anunciaron con bastante anterioridad la emisión del film y todos los chavales estábamos entusiasmados con la idea de visionarlo. En el colegio, en la calle, en casa, no hablábamos de otra cosa que no fuera de la película de King Kong.

- ¿La verás, no?
- Pues claro. No me la pienso perder por nada del mundo.
- Espero que no tenga dos rombos.
- A mí me da lo mismo que tenga dos o uno o ninguno. Mis padres me dejan ver todas las pelis.
- ¡Que suerte! Los míos solo me dejan ver las del oeste y solo si no llevan rombos…


La verdad era que a mí tampoco me dejaban ver las calificadas con dos rombos (Para mayores de diez y ocho años) pero por fardar que no fuese.

- He oído decir que la chica sale casi desnuda.
- ¿De verdad? - dije con temor. Si realmente la chica salía de esa guisa era muy probable que le pusieran los dos rombos.
- Lo que oyes… Y el gorila mide más de cien metros.
- ¿Cien?
- O más…

Contábamos con ansiedad los días que quedaban para proyección de la película y según se acercaba la fecha nos íbamos excitando más y más. En los recreos todos jugábamos a ser aventureros con la peligrosa misión de adentrarnos en tierras inhóspitas y capturar al gran mono. Antes de dormir, y sabedor de que mi hermana después no podría conciliar el sueño, yo le contaba terroríficas historias donde el protagonista era atacado por un inmenso y demoledor gorila. Por fin llegó el día que iban a poner la película en la televisión. Esa mañana en el colegio nadie prestó atención a la lección, todos comentábamos por lo bajinis temas relacionados con King Kong y nos pasábamos notas unos a otros cuando la profesora no estaba atenta.

- Esta noche a las diez.
- ¡Sí, por fin!
- ¿Sabes que King Kong se come todos los días diez negros para desayunar?...

Mientras estábamos comiendo me armé de valor y les hice la pregunta que llevaba días deseando hacerles a mis padres:

- Papá, mamá… ¿Me dejareis ver la película de esta noche?
- Según los rombos que tenga. - dijo mi madre.
- Pero es que es la de King Kong… y la van a ver todos los niños del colegio.
- Ya has oído a tu madre. - dijo mi padre poniendo fin a la conversación.


Después de comer recé con toda mi devoción para que la película no tuviese rombos. Tuve un mal presentimiento. El miedo empezó a subirme por los tobillos y fue recorriendo todo mi cuerpo, concentrándose, sobre todo, en el estomago y en los cartílagos de las orejas. En el estomago en forma de dolor y en las orejas en forma de calor. Durante las clases de por la tarde el miedo siguió fluyendo por mis venas y mientras los demás se mantenían entusiasmados por la inmediatez de la película yo permanecía callado, apretándome el estomago con las palmas de las manos.
Mientras cenábamos saqué de nuevo el tema:

- Por favor, dejadme ver la película de esta noche.
- ¿Qué te he dicho mientras comíamos? - regañó mi madre.
- Os prometo que si me dejáis verla me portaré bien y obedeceré en todo lo que me mandéis.
- Termínate lo que hay en el plato y déjanos cenar en paz.
- Pero, mamá…
- No hay peros que valgan. Haz lo que dice tu madre si no quieres irte a la cama ahora mismo. - dijo mi padre poniendo fin a la conversación.

Después de cenar tuve que encerrarme en el báter, tenía el estomago tan revuelto que no me quedó otro remedio que vomitar. Traté de hacerlo en silencio, para que mis padres no se enterasen. No quería darles ningún motivo que les sirviera de excusa para mandarme a la cama. La hora siguiente se me hizo eterna. Los nervios seguían agarrados a mi estomago y en varias ocasiones tuve que reprimirme para no comerme las uñas. A las nueve de la noche mandaron a mi hermana a la cama. No quería irse a dormir alegando que si yo me quedaba a ver la película, ella también. Temí que nos mandasen a los dos a la cama y deseé agarrarla por el cuello y estrangularla. Afortunadamente mi madre la convenció con la promesa de contarle un cuento y permanecer con ella hasta que se quedase dormida. Respiré aliviado, aunque sabía que no las tenía todas conmigo. Mi padre y yo seguimos viendo las noticias. Lo peor llegó después del Telediario. Solo quedaba media hora para el comienzo de la película y a mí no me cabían más nervios en el estomago. Disimulé un amago de arcada con un leve tosido. Mi padre no pareció enterarse y seguimos viendo los anuncios. A las diez menos diez apareció de nuevo mi madre.

- Como tenga dos rombos te vas directo a la cama. - me dijo.
- Pero…
- No hay peros que valgan.
- La van a ver todos menos yo.
- A mí no me importa lo que hagan los demás.
- Pero es que…
- No contestes a tu madre o te vas a la cama ahora mismo. - dijo mi padre poniendo fin a la conversación.

¿Cuánto faltaba? Siete minutos. O empezaba ya o a mí me iba a dar un ataque. Volví a rezar en silencio, rogándole a Dios, a La Virgen, a Jesucristo, a todos los santos, al cielo entero que por favor, la película no tuviera dos rombos. Por fin, llego la hora. Yo estaba tan nervioso que apenas podía respirar. Ahí estaban los títulos de crédito y por el momento no habían aparecido los dos temidos rombos. Todo iba bien. De hecho empecé a creer en la posibilidad de poder ver la película. La banda sonora que acompañaba esos primeros fotogramas ya me estaba transportando a tierras extrañas cuando arriba, en el costado derecho de la pantalla aparecieron los dos rombos. El mundo se me vino abajo. Supliqué, imploré, pataleé, refunfuñé… Nada. No hubo forma de convencerlos. Insistí y volví a insistir. Cuando barrunté que estaba a punto de ganarme un guantazo me rendí y me fui a la cama. Estaba indignado y mis padres me parecieron las personas más despreciables del planeta. También estaba enfadado con Dios por desoír mis rezos. Si en esos momentos hubiese tenido la oportunidad de explosionar todo el universo, yo hubiera apretado el botón sin ningún miramiento.
Al día siguiente me levanté con dolor de cabeza debido a que no había dormido bien. Recordaba algunos retazos de pesadillas relacionadas con historias de cortadores de cabezas y gorilas asesinos. Durante el desayuno no me dirigí en ningún momento a mis padres y me mantuve todo el rato con el ceño fruncido para dar a entender que estaba muy, pero que muy enfadado. Tampoco les dije nada cuando salí de casa para ir al colegio y además les privé del beso de despedida. De camino me reuní con Jesús y José.

- ¿Viste la peli? - me preguntaron nada más verme.
- ¿Y vosotros? - respondí a la gallega.
- Sííííí. - dijeron al unísono.

¡Mierda puta! Estaba claro que el único que no la había visto era yo.

- ¿Y tú? - insistió Jesús con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja.
- Pues claro. No me la perdería por nada del mundo.

No podía permitir que mis amigos supieran la verdad. Me habrían tomado por tonto y se hubieran reído de mí.

- Lo mejor fue cuando King Kong luchaba con el dinosaurio. - dijo José.
- Y que lo digas. - afirmó entusiasmado Jesús.

Yo asentí con la cabeza, dándoles la razón. La envidia me corroía por dentro. Saber que también salían dinosaurios fue muy duro de encajar. Odié a mis padres por no haberme dejado ver la película, pero los odié, sobre todo, por quitarme el gustazo de comentarla con mis amigos.

miércoles, 28 de octubre de 2009

CON FLORES A MARÍA

Cuando llegaba el mes de mayo los alumnos teníamos que llevarle flores a la Virgen. Nos obligaban los profesores. Además para hacerlo teníamos que ir al colegio un cuarto de hora antes de lo acostumbrado. Coger las flores del campo estaba bien y no suponía mucho trabajo dado que nuestra casa era de las últimas del barrio y el campo estaba al lado. Por esas fechas todo se llenaba de flores silvestres. Las mariposas y los saltamontes estaban por doquier y las noches eran arrulladas por el canto de los grillos. En esos días le pedía ayuda a mi hermana y entre los dos recogíamos el ramo de flores. La mayoría de las flores las aportaba ella, tenía mejor gusto a la hora de combinar los colores. Yo la dejaba a su aire y mientras aprovechaba para capturar todo bicho que se me ponía por delante y meterlos en botes de cristal con la tapa de chapa llena de agujeros. Con la excusa de la recogida de las flores mi hermana y yo podíamos estirar esos momentos y llegar tarde a la mesa. Si acaso mi padre nos reñía por la tardanza y sobre todo porque su plato se había enfriado, nosotros nos excusábamos con que las flores eran para la virgen y que esa misma tarde las tenía que llevar al colegio para ofrecérselas junto a los demás niños. Me gustaban esos momentos con mi hermana. Lo que no me gustaba era atravesar medio pueblo camino del colegio portando las flores. Al verte, los chavales mayores se reían. Yo siempre procuraba evitar esos encuentros pero era inevitable cruzarte con algún grupo y recibir sus burlas. Como aquel día en concreto. Yo me dirigía al colegio con un gran ramo de flores. Normalmente mis ramos eran más abultados y surtidos que los que vivían en el interior del pueblo. Lo llevaba con aíre de desprecio, como si me importase un pito. Con el brazo que lo sujetaba descolgado y las flores mirando hacia el suelo. Que se notase que me obligaban a llevarlo. Aunque más bien era una forma de no parecer un mariquita. Entonces me crucé con aquellos tres chavales. Me sacaban un palmo y dos o tres años de más. Me rodearon y empezaron a empujarme. Uno de ellos, el más corpulento, me quitó el ramo y me golpeó en la cabeza con él. Algunas flores cayeron al suelo. Intenté recuperarlo pero terminé en el suelo de un empujón. Me levanté impulsado por el resorte de la rabia y me lancé contra el tipo que me había empujado, pero me aprisionó el cuello debajo de su brazo y con un giro me mando de nuevo al suelo. Eché de menos a mi hermana. En ocasiones como ésa, a ella le embargaba un impulso protector hacia mi persona. Sin tener en cuenta que ella era más débil que mis agresores, se lanzaba contra ellos con ímpetu atrabiliario. Sacaba las uñas y al grito de: ¡A mi hermano no le pegues! se hacía la dueña de la pelea, incluso en las que iba ganando yo. Supongo que mi rival en cuestión se veía indefenso ante el desaforado ataque de una niña tan pequeña. Ninguno de ellos se atrevió nunca a ponerle la mano encima y a partir de su intervención siempre se daban por rendidos y abandonaban la pelea. Lamentablemente ese día mi hermanita no estaba cerca. Hice amago de levantarme pero…

- Chavalín, no me obligues a pisarte la cabeza. Me advirtió el corpulento.

Supe que lo decía en serio y decidí quedarme donde estaba.

- ¡Por favor! Devuélveme el ramo… lo tengo que llevar al colegio.

Los tres jóvenes se rieron de mí imitando el tono suplicante de mi voz. El corpulento, en un acto inicuo, arrojó el ramo sobre el tejado de una casa próxima. Casi se me saltan las lágrimas. Recibí algunos insultos más y por fin se fueron y me dejaron en paz. Me puse en pie y pude ver el ramo sobre las tejas. Pensé en la forma de recuperarlo pero no se me ocurrió ninguna. Recogí las pocas flores que estaban diseminadas por el suelo y traté de confeccionar un ramillete. Estaban tan deterioradas y eran tan pocas que desistí del empeño. Eché otra mirada al ramo del tejado y sabiendo que iba a tener problemas encaminé mis pasos hacia el colegio. Me dolía el codo derecho, vi que tenía un rasponazo ensangrentado. Me limpié la herida con saliva y seguí andando. A la entrada del colegio me fijé en que todos llevaban su ramo, todos menos yo. Antes de entrar en las aulas, era costumbre que nos reuniésemos todos en un ensanche del pasillo central del edificio. Frente a unos grandes ventanales estaba montado un altar presidido por la imagen de la Virgen María. Allí cantábamos desafinados “Con flores a María” y luego en rigurosa fila de a uno, le íbamos haciendo entrega de las flores. Yo intentaba ocultarme entre los demás alumnos pero en un momento dado el director del colegio se fijó en mí. Deseé con todas mis fuerzas que la tierra se abriera y me tragase.

- ¿Por qué no ha traído flores como los demás?... ¿Acaso se cree usted superior al resto de sus compañeros?
- Las traía, pero unos chavales mayores me las han quitado y las han tirado a un tejado. - dije enseñando el codo ensangrentado como prueba de que decía la verdad.
- Eso no es excusa… Durante las clases, usted se quedara aquí pidiéndole perdón a la Santa Madre.

Después el resto del alumnado entró en las aulas. Me quedé solo delante de la imagen de La Virgen. Observé su rostro intentando descubrir algún gesto de enfado hacia mí, pero solo veía su cara de siempre. Me apoyé en la pared resignado a pasar la tarde allí. Era extraño estar solo en medio de aquel inmenso pasillo, yo siempre lo había visto repleto de gente a la entrada y salida de las clases. Era la primera vez que lo veía tan vacío. Nunca me gustó destacar por encima de los demás, me sentía mejor camuflado dentro de la masa. Y estar solo allí, en medio del pasillo, me producía y una sensación de desnudez que me ponía nervioso y me hacía sentir desvalido. Para librarme de aquellos sentimientos me puse a mirar a la calle a través de los ventanales. El director del colegio me sorprendió de esa guisa.

- ¿Se puede saber que hace mirando por la ventana?...

Me giré sobresaltado.

- … Si lo he dejado aquí es para que le pida perdón a la Virgen… ¿Se lo ha pedido ya?...

Afirmé con un gesto de cabeza.

- …No me parece usted arrepentido. Póngase de rodillas y pídaselo con fervor y humildad.

Estuve a punto de preguntarle por el significado de la palabra “fervor” pero deduje que no era el mejor momento. Obedecí sin rechistar y me arrodillé frente a la imagen de la Virgen.

- Yo me pasaré de vez en cuando por aquí, así que no se le ocurra abandonar este lugar. ¿Me ha entendido?

Afirmé con un gesto de cabeza. El director me observó durante unos instantes que a mí me parecieron eternos, luego se dirigió a su despacho y desapareció por el fondo del pasillo. El olor de las flores daba al pasillo un falso aire de libertad que me recordaba los campos multicolores de las proximidades de mi casa. Pensé en mi hermana recogiendo flores y en mí cazando saltamontes y lagartijas. Aunque no me sentía culpable intenté pedirle perdón a la Virgen… No me salían las palabras… Entonces se me ocurrió que si Dios era el causante de todo en el universo y dado que era el marido de la Virgen, tal vez fuese Él el culpable de lo ocurrido. Quizá estaba enfadado con su mujer, oseá con la Virgen, y por eso puso en mi camino a los tres chavales que me arrebataron el ramo. No quise seguir por ahí no siendo que mis pensamientos incurriesen, sin querer, en un pecado mortal. Después de un buen rato empezaron a dolerme las rodillas, además la inmovilidad y el ambiente húmedo me habían dejado frío el cuerpo y me puse a tiritar. Los dientes me castañeaban y el dolor de las rodillas era insoportable. Miré a ambos lados del silencioso pasillo y me puse en pie. Las piernas se me habían dormido y de poco me caigo. Me froté con las manos todo el cuerpo intentando entrar en calor. Por un lado me daba miedo de que el director me sorprendiese y por otro me sentía culpable (ahora sí) de haberle fallado a la Virgen. En cuanto me sentí mejor volví a ocupar mi sitio postrándome de rodillas. Al cabo de unas horas (horas de frío, dolor y entumecimientos) vi como un niño salía de una de las aulas portando la campana que anunciaba el final de las clases. Después de que la hiciera sonar me puse en pie y, casi sin poder andar, salí a la calle. De haber sabido que el director no iba a aparecer en toda la tarde me hubiera largado mucho antes. De regreso a casa pasé por delante de la casa donde los chavales habían arrojado mi ramo de flores. Mire al tejado y allí seguía, en medio de las tejas. Durante una temporada, cada vez que pasaba por ese sitio miraba al tejado y veía como día a día las flores se iban marchitando. Hasta que un día desaparecieron.



lunes, 19 de octubre de 2009

GREGORIO EL BARBERO

Cada dos meses mi madre me llevaba a casa de Gregorio. Gregorio era el peluquero de mi barrio. Todo el que quería un corte de pelo tenía que pasar por su casa. La peluquería estaba ubicada en un cuarto de la vivienda habilitado para tal fin. Mientras te cortaba el pelo podías asistir a las conversaciones privadas que mantenía con su mujer o las broncas que les echaba a sus hijos, que eran muchos y de todas las edades. Podías adivinar que iban a comer porque te llegaba el olor de la cocina o deducir su estado de ánimo según se comportaba con los suyos. A mí nunca me gustó que me cortasen el pelo, por eso, Gregorio no era de las personas que me gustaba ver. Inevitablemente, cada dos meses no me quedaba otro remedio que hacerle una visita. Unas veces mi madre me acompañaba, otras me obligaba a ir solo. Yo prefería ir solo porque Gregorio no me pelaba tanto. Yendo con mi madre siempre salía mucho más pelado de lo que yo consentía, quizá, porque ella le animaba a que apurase el corte al máximo. Recuerdo que me gustaba sentarme en el sillón de barbero, sobre todo cuando Gregorio apretaba el pedal y yo me elevaba hasta la altura adecuada. También me gustaba el olor de las lacas y lociones que inundaban la estancia. Lo que no me gustaba era cuando cogía las tijeras y podaba mi cabeza diciendo:

- Mira que he visto cabezas en mi vida, pero con estos remolinos, ninguna.

Según Gregorio, los remolinos en la cabeza eran sinónimo de travieso y pícaro. Para él, yo era el más travieso y pícaro del barrio. Con cada tijeretezo caía un mechón de pelo a los pies del sillón, sembrando el suelo de matojos secos y muertos. Verme continuamente reflejado en el espejo que tenía en frente era una tortura. Cada amputación de cabello desmejoraba mi aspecto físico, al menos, yo lo veía así. Y durante las primeras semanas seguía sintiéndome feo y cabezón, hasta que mi pelo empezaba a crecer y yo recuperaba mi aspecto habitual. En esas primeras semanas tenía que aguantar las burlas de mis amigos y compañeros de colegio. Sobre todo las de Jacinto el malo, con diferencia, las suyas eran las que más me dolían:

- Pollo pelaó, cabeza bolo, cara culo, Mortadelo…


Esos eran algunos de sus motes preferidos. La mayoría de las veces terminábamos peleándonos y la profesora tenía que castigarnos y pasarles el recado a nuestros padres. Consecuencia: unos buenos azotes. Por eso no me gustaba que me cortasen el pelo, y por eso mismo no me gustaba ir a casa de Gregorio.

miércoles, 14 de octubre de 2009

MI PRIMER AMOR

La vi a la salida del colegio y desde ese preciso momento me enamoré de ella. Era una preciosa niña rubia con ojos azules y sonrisa de ángel. Intenté hablar con ella, pero cuando estuve a su lado no me salieron las palabras. La niña siguió su camino y ni si quiera me miró. Yo me sabía un montón de palabras ¿por qué no había acudido ninguna a mi boca? Al día siguiente, a la salida del colegio, fui a la puerta principal y la esperé allí. Esta vez tenía un dialogo memorizado y no me iba a pillar desprevenido. Me había pasado parte de la noche en vela inventando algo bonito que llamase su atención. Fue fácil distinguirla entre toda la maraña de alumnos, ella brillaba por encima de los demás. Al pasar a mi lado abrí la boca para decirle: “Hola”, pero no pude articular una sola silaba. Cuando quise reaccionar ella ya se había ido.

- ¡A perejil le gusta esa chica! – gritó Jacinto para que todos pudieran oírlo.

Me sorprendió verle enfrente. Avergonzado me fui hacia él tratando de que se callase la boca. Por lo visto, Jacinto había estado observándome y se había dado cuenta de mi enamoramiento.

- ¿Quieres dejar de decir tonterías? – le dije a la vez que le daba un pequeño empujón.
- ¡A perejil le gusta esa chica! – gritó de nuevo.
- ¡Cállate!... – le espeté, agarrándole de la pechera. - Eso no es verdad.
- Entonces, no te importara que yo sea su novio.
- ¿Tú? ¿Su novio? Que más quisieras.
- Yo, al menos, sé como se llama. – dijo sonriendo con esa cara de malo que tanto le caracterizaba.
- ¿Cómo se llama? ¡Listo!
- ¿Si no te gusta para qué quieres saber su nombre?
- A mí me da lo mismo como se llame. Además, no me importa nada esa niña.
- Se te ve en la cara que estás colado por ella.

Noté como me sonrojaba.

- Mañana nos veremos las caras en el recreo. – le amenacé y luego seguí mi camino.

Cuando estaba cruzando la calle oí que Jacinto gritaba su nombre: “Consuelo”. Me pareció el nombre más bonito del mundo. Seguí andando sin volverme, fingiendo que no había oído nada. CONSUELO. Llegué a casa y entré en la cocina donde mi madre daba los últimos toques al cocido.

- Mamá ¿qué significa consuelo?
- Lo mismo que alivio.
- ¿Eso es bueno, verdad?
- Muy bueno.

Definitivamente estaba enamorado de Consuelo.
Al día siguiente, en el recreo de la mañana, Jacinto el malo y yo nos estuvimos tirando piedras. Yo recibí una pedrada en el hombro que me dejó un cardenal multicolor. Él no recibió ni una sola. En el recreo de por la tarde tuve más suerte y pude atizarle en una mano y en la frente, aunque no sangró, le quedó un prominente chichón. Yo solo recibí una en la espalda que apenas me dolió. Al terminar las clases decidí esperar a Consuelo un par de calles más abajo. En cuanto sonó la campanilla salí disparado del aula. Mientras esperaba, vigilé que Jacinto no estuviera cerca. Al cabo de unos pocos minutos, Consuelo caminaba hacia donde yo estaba. Está vez tenía que hacerme oír. Al pasar a mi lado la llamé, tímidamente, por su nombre, pero el sonido de mi voz fue tan apagado que ni se enteró. Ella siguió andando. Intenté llamarla de nuevo, pero las palabras se negaban a salir de mi boca. Desilusionado me metí las manos en los bolsillos. Noté que aún me quedaban unas cuantas piedras del recreo. Cogí una y la arrojé contra Consuelo. Le di en una pierna. Se giró para mirarme, sin entender que pasaba. Cuando vio que yo sacaba otra piedra del bolsillo salió corriendo. Me sentí satisfecho, esta vez me había mirado. Por fin se había establecido una conexión entre nosotros. Y había sido tan sencillo que apenas podía creérmelo.
Al día siguiente la esperé escondido en el mismo sitio con los bolsillos llenos de piedras. Si no podía hacer uso de la palabra lo haría de mi buena puntería. Era tan ingenuo que creía que esa era la forma adecuada para que ella se enamorase de mí. Consuelo vino hacia donde yo estaba escondido. Iba mirando a ambos lados de la calle, recelosa de que yo estuviera cerca. Cuando pasó por mi escondite le arrojé una piedra, le di en la espalda. Me reconoció y salió corriendo. Yo me sentí feliz porque me había reconocido, creí que era un gran avance en nuestra relación. La seguí de cerca tirándole piedras. En un momento dado, ella se puso a llorar. Dejé de perseguirla y escapó. Intuí que algo no estaba funcionando como yo esperaba. Aun así, decidí que al día siguiente seguiría haciendo uso de mi puntería, al menos hasta que se me ocurriese algo mejor. No comprendía que tirarle piedras a una chica era lo menos adecuado para conquistar su corazón. Supongo que yo consideraba que si las pedradas habían servido para afianzar la relación que manteníamos Jacinto y yo, por qué no iba a servir para iniciar una con Consuelo. Al día siguiente la esperé oculto en un portal al final de la calle. Sabía que ella estaría a alerta, mejor que se confiase y justo cuando creyese que lo había conseguido, darle la sorpresa. No me di cuenta que Jacinto me había seguido y que estaba al tanto de mis movimientos. Al poco llegó Consuelo, se paró al principio de la calle y estuvo unos minutos mirando desde allí. Parecía una gacela indefensa que intuyese que al otro lado del matorral hay un depredador acechándola. La pobre no se atrevía a coger ese camino, pero era el único. Por fin dio un paso y vacilante se encaminó hacia el portal donde yo estaba escondido. El corazón estuvo a punto de salírseme del pecho por la emoción, cogí aire y apreté con fuerza la piedra que ya tenía preparada en la mano. Justo cuando la iba a arrojar, ví cómo Jacinto salía de su escondite y lanzaba una piedra contra Consuelo. Le dió en la frente. A consecuencia del impacto los libros se le cayeron al suelo y un fino hilo de sangre surgió de entre la carne abierta. Consuelo rompió a llorar. Y yo como un estúpido, no supe reaccionar de otra forma que dándole otra pedrada, junto a la oreja. Consuelo cayó al suelo, cubriéndose la cabeza con las manos y gritando aterrorizada. Quise acercarme a ella, darle un beso y decirle que la quería, pero en vez de eso salí huyendo junto a Jacinto.

Al día siguiente, cuando estábamos en mitad de la clase, la puerta se abrió y ví entrar a Consuelo. Llevaba un vendaje en la cabeza. Casi me pongo en pie de la alegría. Como solo tenía ojos para ella, no me di cuenta de que detrás de ella venían el director del colegio y un señor con cara de pocos amigos. Consuelo nos señaló a Jacinto y a mí.

- Ustedes dos, síganme hasta mi despacho. - ordenó el director.
En el despacho del director Consuelo relató cómo la habíamos atacado sin ningún motivo. Yo no hacía caso de sus acusaciones, el sonido dulce de su voz me tenía tan embriagado que no podía pensar en nada. Hasta que intervino el señor con cara de pocos amigos:

- Estos lo que necesitan es mano dura.

Era el padre de Consuelo. El director quiso darnos una lección para demostrarle al padre de Consuelo que en ese colegio lo que sobraba era mano dura. Cogió una regla grande de madera y nos ordenó poner los dedos de las manos hacia arriba y con las puntas pegadas. Nos golpeó diez veces a cada uno, cinco golpes en cada mano. Lo hizo con saña. Ninguno de los dos apartó en ningún momento la mano y recibimos todos los golpes estoicamente, sin rechistar. Según recibía los míos, miré de reojo a Consuelo y ví que estaba sonriendo. Su sonrisa me desgarró por dentro. En ese momento dejé de estar enamorado de ella. Al salir del despacho del director, el padre de Consuelo nos arrinconó contra la pared y nos dijo:

- Si volvéis a mirar a mi hija os destripo vivos.

Lo decía en serio. Pero yo sabía que nunca más me acercaría a ella y no hice caso de las amenazas. Antes de entrar en clase, Jacinto y yo, nos acercamos a los lavabos y metimos las manos en agua fría. A mí, me dolía más el corazón que la punta de los dedos.

viernes, 9 de octubre de 2009

LA BRUJA LIBORIA

La señora Liboria era una anciana que los sábados por la mañana se dedicaba a ir de casa en casa pidiendo limosna. Ella vivía sola en una casa de una planta, echa con adobe y piedras. No tenía electricidad ni agua corriente, tampoco cuarto de baño. A la entrada de la casa había un poyo hecho con piedras planas flanqueado por una gran vid que había ido creciendo salvaje, formando en la entrada de la casa una arcada vegetal que daba sombra y sosiego cuando la anciana se sentaba a ver pasar las horas. La casa estaba un poco apartada del pueblo, a unos trescientos metros de nuestro barrio y no era raro que nos acercásemos por allí. Ella nos daba higos secos y nueces, la mayoría con gusano. Mi hermana Pili se llevaba especialmente bien con ella y sentadas bajo la parra pasaban horas hablando. Nosotros, es decir, José, Jesús y yo nos manteníamos un poco al margen de aquella extraña amistad. Quizá porque nuestras conciencias nos daban un repaso por las gamberradas nocturnas a las que sometíamos a la anciana. Sabíamos que la señora Liboria no tenía ni idea de que nosotros éramos los responsables de sus males ya que cuando actuábamos lo hacíamos protegidos por la oscuridad de la noche. Esas noches de verano, cuando nuestros padres sacaban las sillas a la calle para tomar el fresco y charlar con los vecinos, nosotros tres nos acercábamos a la casa de la señora Liboria y lanzábamos piedras contra su tejado. La pobre anciana salía a la calle asustada, sosteniendo en alto un candil y vestida con un camisón blanco que le daba un aspecto fantasmagórico, realzado por su larga melena de pelo encanecido y salvaje (por el día se lo recogía en un moño). Era la típica imagen de bruja de cuento, quizá por eso, tirábamos piedras sobre su tejado, o simplemente, porque éramos unos críos inconscientes y no teníamos otra cosa que hacer para divertirnos. Normalmente nos conformábamos con tirar unas cuantas piedras y esperar a que la anciana saliera. Cuando la veíamos iluminada por el candil le escupíamos unos cuantos insultos y salíamos pitando de allí. Unas pocas noches, fuimos más allá y cruzamos el límite. Una en concreto, atamos un alambre a la altura de los tobillos, entre la parra y el poyo de piedra. Tiramos piedras contra su puerta y tejado y esperamos impacientes a que la señora Liboria, o mejor dicho, la bruja Liboria, que es como nosotros la llamábamos, saliera a la puerta. Al poco lo hizo precedida por el candil. Al asomarse tropezó con el alambre y cayó al suelo. Aún tengo una imagen clara de aquel momento. Lo recuerdo a cámara lenta. Su larga melena blanca elevándose según se precipitaba al suelo. Se dio un buen golpe, tuvo suerte de no romperse nada. Nosotros nos reímos a carcajadas. Dijo que nos iba a denunciar a la guardia civil y la llamábamos: “bruja asquerosa”. Recogió el candil, que aun estaba encendido y cojeando se dirigió camino del cuartel viejo. Nosotros la seguíamos a una distancia de unos pocos metros tirándole pequeñas piedras y burlándonos de sus amenazas. Si bien me divertía con aquellas gamberradas no podía evitar sentir pena por la anciana, más que nada, por esa amistad que mantenía con mi hermana y también por los higos secos y las nueces que nos daba, aunque la mayoría tuvieran gusano. Yo trataba de separar la imagen que tenía de ella por el día, cuando iba completamente vestida y con el pelo recogido en un moño, obsequiándonos con higos y nueces, y esa otra imagen de bruja con la cabellera suelta y vestida únicamente con un camisón blanco, cual espectro de la noche. Una anciana que nos hablaba dulcemente por el día y por la noche una bruja que nos lanzaba sus peores maldiciones. Dos personas completamente diferentes. Pero yo sabía que eran la misma persona, solo que nosotros, con nuestras pedradas e insultos habíamos sacado lo peor que había en ella. Ella únicamente se defendía de nosotros, la pobre señora no tenía alternativa. Cerca del cuartel nos escondimos detrás de una tapia. Desde allí vimos como Liboria entró en el edificio. No debieron hacerle mucho caso porque a los pocos minutos salió dando gritos e insultando a todo el que llevaba uniforme. Resignada regresó por donde había venido. Nosotros, con nuestros egos hinchados por su impotencia, la acompañamos de vuelta a su casa, tarareándole toda la retahíla de insultos que habíamos aprendido. Durante todo en camino anduvo cojeando, con la cabeza baja y sin hacer caso de nuestras burlas. Llegó a casa, soltó la trampa de alambre, entró y cerró la puerta. Por muchas piedras que tiramos contra su puerta y tejado, esa noche no volvió a salir. Días después, a mi hermana y a mí nos sorprendió una tormenta de verano. Llovía a mares y de regreso a nuestra casa pasamos por delante de la casa de la señora Liboria, en ese momento ella se asomó a la calle para vaciar una palangana de agua y nos invito a entrar para refugiarnos de la lluvia. Mi hermana no se lo pensó y aceptó la invitación de seguido. Según se entraba en la casa se accedía directamente al salón. Calderos, vasos, sartenes, cubos, palanganas, estaban distribuidos por el suelo y encima de los muebles. Tuvimos que tener cuidado de no tropezar con ninguno de ellos. Estaban allí por un motivo, las goteras. El techo de la casa era un verdadero colador. Dentro de la casa caía casi tanta agua como en la calle. El techo y las paredes tenían grandes ronchones de humedad y el ruido del agua al caer sobre los recipientes creaba una especie de sinfonía improvisada. Liboria colocó la palangana que acababa de vaciar debajo de una de las goteras añadiendo una nota más al concierto acuático.

- Esos sinvergüenzas me tienen el tejado destrozado. Cualquier día me moriré de una pulmonía. Y todo por culpa de esos pequeños diablos.- dijo resignada mientras salía del salón.

Me sentí aludido. Gran parte de los desperfectos del tejado eran por mi culpa, pero nunca hasta entonces me había parado a pensar en las consecuencias de mis gamberradas. La señora Liboria entró con un plato de higos secos y nos ofreció unos pocos. Mi hermana cogió un par, yo no. Estaba demasiado avergonzado como para tener hambre. Avergonzado conmigo mismo y con mis amigos, por ser tan cretinos y por obligar a una pobre anciana a vivir en esas condiciones. Desde ese día dejamos de tirarle piedras.

martes, 6 de octubre de 2009

LOBOS

Nos llegó la noticia que la noche anterior una manada de lobos habían atacado el rebaño de ovejas de Julián “El Corto”. Sus tierras estaban a unos tres kilómetros del pueblo. José, Jesús y yo decidimos que después del colegio nos acercaríamos a echar un ojo por allí. Nos despedimos y nos fuimos a nuestras casas a comer. Yo estaba impaciente de qué llegasen las cinco de la tarde y poder ir a investigar el ataque de los lobos. Lamentablemente había alubias para comer. Yo no soportaba las alubias y me negué a comer. Y mi madre me castigó. A la salida del colegio tendría que venir directo a casa. Protesté y refunfuñé, hice todo lo que estaba en mi mano (menos comerme las alubias) para convencer a mi madre de que me levantase el castigo. Al final accedió, siempre y cuando me llevase a mi hermana conmigo.

- Pero mamá… Corre muy poco. Mis amigos se quejan y no quieren jugar conmigo. - protesté yo.
- O te llevas a tu hermana o según salgas del colegio te vienes directo a casa. Tú eliges. - sentenció mi madre.
- Yo a tu rabo, Pepito. - dijo mi hermana.

“Yo a tu rabo” Era una frase hecha de la que mi hermana se había adueñado y que utilizaba para expresar que ella me seguiría allá donde yo fuese. En fin, no me quedo otro remedio que consentir. Ya en el colegio, durante la clase de matemáticas estuve pensando en el tema y llegué a la firme conclusión de que mi hermana no podía acompañarnos. ¿Y si nos encontrábamos con los lobos? Era demasiado peligroso. Durante la clase de sociales pensé en como librarnos de ella. A las cinco en punto de la tarde sonó la campanilla y salimos a la calle. Libres por fin. Me reuní con José y Jesús y nos acercamos hasta casa para recoger a mi hermana. Después nos alejamos del pueblo camino de las tierras de Julián El Corto. Para entonces ya tenía un plan en la cabeza y lo puse en práctica.

- Habrá que tener mucho cuidado. - dije intentando despertar la curiosidad de mi hermana.
- ¿A dónde vamos? – se interesó ella.
- A cazar lobos. – añadí guiñándoles un ojo a mis amigos para indicarles que me siguieran la corriente.
- ¿Lobos? ¿Qué lobos? – preguntó mi hermana con cara de preocupación.
- Unos que anoche atacaron el rebaño de Julián El Corto. – intervino Jesús.
- ¿Es verdad eso, Pepito?
- Sí. Pero no te preocupes, si nos ATACAN yo te defenderé.- respondí haciendo hincapié en la palabra “atacan”.
- A lo mejor tendríamos que ir a otro sitio. – añadió mi hermana intentando inculcarnos un poco de sensatez.
- Si no quieres venir, te podemos subir a un árbol y nos esperas ahí. No vamos a tardar.- le sugerí inocentemente.
- ¿Y por qué me tenéis que subir a un árbol?
- Porque ahí no te pueden atrapar los lobos. –dijo Jesús muy acertadamente.
- Tengo vértigo.
- Pues no mires abajo. – le aconsejó José.
- Es que subirme los árboles me da miedo. Ya lo sabéis.
- ¿Qué te da más miedo, subirte a los árboles o los lobos asesinos?- le pregunté agarrándola de la mano y mirándola fijamente a los ojos.

Dejamos a mi hermana subida en una encina y seguimos caminando hacia las tierras de Julián el Corto. Por el camino nos armamos con unos palos. Tanta pasión en meterle miedo a mi hermana había conseguido el mismo efecto en nosotros mismos. Llegamos a las inmediaciones de los terrenos de Julián. Según nos fuimos acercando pudimos distinguir grandes manchones rojos diseminados por el prado. Saltamos el muro que lo circundaba. Las ovejas que pastaban por allí se alejaron en grupo hasta la parte más alejada del muro. Aún estaban nerviosas por lo que habían vivido la noche anterior. Nos acercamos al manchón rojo que estaba más cerca. Dentro del ronchón quedaban pequeños trozos de carne, restos de vísceras y lana ensangrentada. Contamos ocho ronchones. Evidentemente, los lobos se habían dado un festín. No recuerdo quien de nosotros fue el primero en notar la siniestra sensación de que nos estaban vigilando, pero acabamos convenciéndonos de que los lobos estaban escondidos por los alrededores, acechándonos. José, que siempre fue el más miedica de los tres, echó a correr como alma que lleva el diablo. Jesús y yo nos miramos sin decir palabra y después nos unimos a la huida… Cuando llegué a casa mi madre me preguntó por mi hermana. No me había vuelto a acordar de ella. Supuse que seguiría subida en la encina.

- Se ha quedado jugando por ahí. – mentí.
- Pues vete a buscarla para que te ayude a poner la mesa y podamos cenar.
- Vale.

Salí corriendo a la calle. No paré de correr hasta que llegué a los pies de la encina. Mi hermana estaba en la misma rama que la dejamos, llorando a moco tendido. Tenía los ojos hinchados de haber derramado lágrimas durante horas. Me dio mucha pena verla así, tan preocupada, tan indefensa, tan inocente, tan…

- Creía que los lobos te habían comido. – consiguió decir entre sollozo y sollozo.
- No te preocupes, estoy bien.

La ayudé a bajar del árbol y traté de calmarla. Después regresamos a casa cogidos de la mano.

viernes, 2 de octubre de 2009

EL GALLO DE JESÚS

Aquel gallo me tenía atemorizado. Era muy agresivo y nada más verme me atacaba violentamente. El gallo era de Alegría, la madre de Jesús, mi mejor amigo. Siempre que le iba a buscar a su casa, terminábamos en el patio de atrás, donde estaba suelto el gallo, junto a su harén de gallinas. El bicho no solo me atacaba a mí, también a Jesús, pero él le tenía cogido el punto y en cuanto se le acercaba con malas intenciones le daba una patada y lo mandaba volando al otro extremo de patio. Yo no me atrevía a darle patadas, de hecho, el miedo que le tenía me paralizaba y no podía ni defenderme. El gallo de alguna forma sabía de mis temores y se aprovechaba atacándome de continuo. Yo me venía abajo y muerto de miedo suplicaba a Jesús que nos fuéramos de allí. Jesús se reía de mí y eso me avergonzaba y deprimía. Con cuatro años le tenía miedo a los cabezudos, yo sabía que eran máscaras de cartón con hombres debajo, pero aun así me asustaban. Lo mismo me pasaba con el gallo, le tenía miedo y no podía hacer nada para remediarlo. Ese miedo fue formando una barrera entre mi amigo y yo. Empecé a faltar a nuestras citas, sobre todo cuando quedábamos en su casa. En vez de eso, me iba jugar con mi primo Mariano. Al cabo de un tiempo, Jesús empezó a sentirse abandonado y me lo hizo saber a base de pequeños desplantes cuando coincidíamos en el barrio. Yo sabía que si continuaba así perdería para siempre a mi amigo. Y todo por culpa del gallo. El maldito gallo estaba acabando con nuestra amistad. Tenía que hacerle frente de una vez por todas. Jesús era mi mejor amigo y merecía la pena luchar para recuperar su amistad. Me fui hasta su casa decidido a arreglar las cosas. Llamé a la puerta. Abrió Alegría, su madre.

- ¡Hombre, Pepito! Cuánto tiempo sin verte por aquí.
- Hola… ¿Está Jesús?
- Sí, por ahí anda. Pasa y búscalo en su habitación.

Me alegré de que no estuviese en el patio de atrás, donde tenían al gallo. Entré en el dormitorio de mi amigo sin llamar. Jesús estaba jugando con un caballo de plástico.

- Hola…
- Hola… - respondió él sin levantar la vista del juguete.
- Quiero que sepas que….
- Nos lo comimos anteayer – se apresuró a decir sin dejarme terminar la frase.
- ¿Qué?
- El gallo. Que anteayer nos lo comimos con arroz.
- ¿Os lo comisteis?
- Atacaba a todo el mundo y mi madre se hartó de aguantarle…

Estuve a punto de echarme a llorar. No sabía si de alegría por la desaparición del gallo o porque intuía que mi amigo me había perdonado.