La civilización es una carrera entre la educación y la catástrofe.
H.G. Wells.
Parece haber casi universal acuerdo respecto a la utilidad de la lectura. Se sabe que mejora hábitos cognitivos, ayuda a la expresión precisa del pensamiento, es una herramienta extraordinaria para la aprehensión de conocimientos, amplía el universo de nuestras experiencias, acrecienta la creatividad y la curiosidad y propicia el desarrollo personal. Es destreza básica que se enseña en las escuelas y para animar su correcta y extensa implantación aúnan esfuerzos padres, educadores e instituciones. Los poderes públicos financian programas para su difusión. Se celebran días del libro y de la lectura hasta en los pueblos más minúsculos. Proliferan los periódicos gratuitos. No hay librería, biblioteca o ayuntamiento que no haya creado su propio club de lectura y la red de redes despliega un gigantesco universo de asteroides culturales y literarios. Todo ello trasluce confianza en que la lectura –como base de la educación y la construcción personal– nos hará mejores y más felices.
A estas alturas, el Occidente educado y libre debería ser un mundo inmensamente ilustrado, con niños que piden libros a los Reyes Magos, padres que quedan los sábados para comentar el último de Auster y concejales que saben quién es Rilke. Las profesiones relacionadas con la formación de las personas deberían figurar entre las más reputadas y de difícil acceso, pues se entendería que –dada su tremenda repercusión social– solo los mejores podrían desempeñarlas.
La gestión cultural y educacional sería una prioridad en la agenda de los Estados y una necesidad de primer orden que ciudadanos responsables, cultivados y libres sabrían reivindicar. Las paredes del Parlamento resonarían con el acento –plural, claro– de los más pulidos discursos, y la excelencia docta y ética de los políticos se convertiría en la clave para el éxito entre sus votantes. El analfabetismo y la ignorancia tendrían el mismo estatuto de enfermedad extinta que la viruela y la peste negra y el arte de la conversación florecería en los liceos y las cafeterías.
Bien. Las utopías sociales conllevan siempre utopías pedagógicas, desde la República platónica a las tesis marxistas. Y al revés: véanse los hijos de la cruzada enciclopédica ilustrada o la pedagogía libertaria de Paulo Freire. Se espera en todas ellas que mejorando la educación mejoraremos al hombre y por tanto al universo, desde los microcosmos de la escuela, la familia, el barrio, a la cada vez más perceptible aldea global. Que la realidad corrobore el fracaso de todas ellas no hace sino evidenciar que en estos tiempos de desesperanza y derrota es aún más urgente la reinvención de la utopía, que será necesariamente educacional –lectora–, o que no será.
Dice Juan José Millás que “si la minoría que lee dejara de hacerlo, la atmósfera se volvería irrespirable”. Es una pena que esos lectores –funcionarios utilísimos– que mejoran el mundo con su absorta y beneficiosa aplicación, sigan siendo tan escasos. Y esto resulta especialmente preocupante ante el discurso actual sobre la escasez de recursos y los ineludibles recortes en educación y cultura, esos capítulos del presupuesto que nuestros políticos tienden a considerar secundarios y hasta superfluos. Si es por respirar mejor, nos resultaría más rentable sembrar las esquinas de lectores que financiar tanto protocolo de cambio climático.
Otra cuestión atañe a para qué leer literatura. En una entrevista concedida en 2005, el premio Nobel José Saramago contestó a esta pregunta muy tajantemente: “Para nada”, dijo. Y ante el desconcierto del entrevistador, aclaró que cualquiera de las llamadas obras capitales de la literatura, o incluso todas ellas consideradas en su conjunto, “no habían logrado cambiar un ápice la historia de la barbarie humana”. Creo que a eso mismo se refería otro premio Nobel, Jean Paul Sartre, cuando dijo que “el mundo podría existir muy bien sin la literatura, e incluso mejor sin el hombre”.
Dicho esto, cabría preguntarse qué motivos impulsaron a estos dos grandes escritores a dedicar sus vidas a una actividad en principio tan prescindible. Sabemos que a esta pregunta contesta Saramago: “A mí sí me ha servido para querer más a mis perros, para ser mejor vecino, para cuidar las matas, para no arrojar basura a la calle, para querer más a mi mujer y a mis amigos, para ser menos cruel y envidioso, para comprender mejor esa cosa tan rara que somos los humanos”. Lo que no es poco.
Si me hago esa pregunta, debo contestar que –desde que a los cuatro años aprendí a descifrar el mágico laberinto de las letras– la literatura ha sido para mí el regalo supremo, la llave de todos los tesoros. Por la literatura he multiplicado mis opciones de vida, he conocido la historia y la naturaleza de múltiples universos, he viajado al pasado y al futuro, y espero haber aprendido a comprender algo más a los otros y a mí misma. Diría que me ha ayudado a crecer, a ser muchos. Añadiría que los libros son salvavidas para emergencias en las que todo falla y amigos incondicionales siempre disponibles.
Decía Chesterton que la literatura es un lujo y la ficción una necesidad. Comparto la afirmación en el sentido de que –en un improbable y pobre mundo sin literatura– otros formatos seguirían aportando el necesario alimento ficcional que nuestra naturaleza precisa. Que somos seres para la ficción nos lo demuestran muy claramente los niños, esos ávidos consumidores de historias, que en sus juegos fabrican y destruyen mundos a golpe de canica y paletada de arena.
Y es que la realidad a palo seco nos resulta inaguantable. La realidad es para empezar inaccesible, lo que está fuera porque no podemos observarlo sino a través de los muchos filtros de la subjetividad, y lo que está dentro porque la familiaridad con lo propio nos vuelve a todos constatablemente hipermétropes. El hombre ha estado siempre reinventando la realidad –las realidades, que son todas ficción– desde los mitos fundacionales de la religión, pasando por ese engranaje de símbolos que es el arte y todos los universos ficcionales que la filosofía y la ciencia elaboran sin cesar. Parecería que la vida es esa ficción que nos ha tocado representar –todos actores de reparto y protagonistas en alguna y particular medida– y que a su vez reescribimos con mejor o peor fortuna. Somos las ficciones que imaginamos, soñamos y proyectamos, y en nuestra carne alienta la argamasa indiferenciable de las ficciones de los otros. Tenemos hijos, carne de nuestra carne y ficción de nuestras ficciones. Y como algunos se ganan la vida amasando nuestro pan cotidiano, otros tejen la madeja infinita de las ficciones que nos construyen. O nos destruyen, que de todas hay.
Para Baroja la historia es una rama de la literatura; valdría decir, de la ficción. Y por eso los historiadores son tan necesarios como los poetas y los guionistas. Por eso hay que pedir respeto para todos esos artesanos de la ficción (me refiero a los serios, no a los ingenieros financieros) que cada día nos hacen la vida más soportable.
De lecturas, bibliotecas, escritores, de la literatura y su diálogo ininterrumpido con otros artefactos de la ficción (cine, pintura, fotografía, música…) va a tratar este cuaderno para internautas. En su magnífico relato El silencio de las sirenas, Kafka se refiere a estas extrañas criaturas señalando que “es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio”. También, ese complejo ser literario que era Marguerite Duras dijo que escribir era “aullar sin ruido”.
Cabría concluir que la literatura es un vastísimo ejercicio de seducción, una sirena proteica que perpetuamente nos hechiza con aullidos soberbios y abismales silencios. Escuchemos.