Emil Zátopek, “la locomotora humana”, corría contra todo: contra las nociones de estilo y las normas de entrenamiento establecidas en el deporte de su época, contra el régimen de la Checoslovaquia soviética que lo convirtió en estandarte y rehén de las victorias del socialismo, contra la precariedad y el olvido, contra el dolor y el inevitable declive físico. Y durante mucho tiempo ganaba siempre, o casi siempre. Se convirtió en el hombre más rápido del mundo en larga distancia, un legendario atleta que -en estos tiempos actuales de estrellato y espectáculo en el deporte y en la vida- conviene ser recordado por la lección de pureza y esfuerzo personal que supuso su meteórica y atípica carrera.
En su libro Correr, publicado en el 2010 por la editorial Anagrama, Jean Echenoz toma la figura del corredor checo para inventar un universo ficcional, como antes lo había hecho con el músico Ravel y ahora con la reciente entrega de Relámpagos, el libro en el que reconstruye la aventura del visionario ingeniero Nikola Tesla. Cuando se le pregunta a Echenoz sobre el género de su particular trilogía, señala que no puede encuadrarse ni en la novela histórica ni en la crónica biográfica, y que quizás sus últimas referencias habría que buscarlas en las Vidas imaginarias de Marcel Schwob o las Vidas breves de John Aubrey, que representan para él un modelo de heterodoxia a la hora de trabajar las vidas ajenas para convertirlas en materia literaria. Y a la pregunta de qué tienen en común los protagonistas de sus tres novelas, contesta Echenoz que, tras haber escrito sobre ellos, se da cuenta de que los une “una cierta cercanía con la soledad”. Soledad y sacrificio, cada uno en su obstinada carrera para vencer las propias limitaciones, a contracorriente de un mundo para el que resultan excepcionales, incomprensibles o adelantados, los personajes de Echenoz encarnan una mística de la singularidad y el talento que bascula entre la consagración y el ostracismo, el aplauso y el olvido.
Zátopek ganando la maratón en los Juegos Olímpicos del 52
Zátopek empezó a correr con desgana, cuando era un joven operario de las fábricas de calzado Bata, en una Checoslovaquia ocupada por los nazis. Lo increíble para él es que, lo que empezó como un acto de amabilidad para con los compañeros que querían verle participar en las competiciones locales, acabara por convertirse en la pasión de su vida. Y desde que descubrió el placer que le procuraba, no dejó de correr. Desatendiendo los consejos respecto a su “estilo impuro”, corrió contra su cuerpo torturado, devorando récords y kilómetros, con esas zapatillas rojas suministradas clandestinamente por sus compañeros obreros, perdido en el esfuerzo de la auto-superación, sin elegancia, “como un motor excepcional sobre el que se han olvidado de montar la carrocería”.
Y fue así como tras un viaje agotador, desorientado y hambriento, llega al Berlin en ruinas de 1946 para desfilar como único representante desharrapado bajo el cartel de Czechoslovakia, en los Juegos Interaliados de ese año. Ganó el oro en la prueba de 5000 metros, pulverizando a sus adversarios sin un alarde de esfuerzo, como si estuviera dándose una vuelta por los alrededores de la fábrica, entre el clamor unánime de un estadio atónito. Ese día estaba en las gradas Larry Snider -el entrenador del atleta negro Jesse Owens, el triunfador de los Juegos Olímpicos de 1936 al que Adolf Hitler se negó a estrechar la mano-, que no salía de su asombro ante este tipo sencillo que ganaba “haciendo exactamente lo que no debe hacerse”.
Las hazañas de Zátopek resultan imparables, se convierte en una estrella internacional que el régimen checo publicita como héroe de la revolución proletaria. Va ascendiendo en el ejército al mismo tiempo que sigue poniendo en práctica sus raros entrenamientos, a veces abriéndose paso en la nieve con las pesadas botas de campaña, inventando sin saberlo el después llamado método interválico, que multiplicó sus dotes naturales con una extraordinaria capacidad de resistencia. Como explica Echenoz, contaba con su amor al dolor y una indomable auto-confianza para rebasar todos los límites físicos, traspasar todas las normas y convertirse con una naturalidad inexplicable en la materia de la velocidad.
Emil y Dana
En los Juegos Olímpicos de 1948, celebrados en Londres, gana la medalla de oro en 10000 metros y la de plata en 5000, pero será en Helsinki, cuatro años después, cuando alcanzará su mayor proeza al conseguir tres primeros puestos en el plazo de una semana en los 5000, los 10000 y la maratón. Emil era entonces un atleta en la treintena, desalentado por la caprichosa alternancia de retiradas y apariciones en las pruebas internacionales que decidían por él en los despachos gubernamentales, y nunca había corrido una maratón. Desafiando los consejos de entrenadores, agentes y dietistas, se lanza -sin tiempo para recuperar el desgaste de sus dos victorias precedentes- a pulverizar los más de cuarenta y dos kilómetros que resultan extenuantes para cualquier mortal. Zátopek también sufre pero no se permite mostrar un ápice de desfallecimiento, concediéndose incluso un pequeño sprint final innecesario, y logra así un apoteósico tercer oro. Al triunfo personal en estos Juegos se añadirá además el de su esposa Dana, que ganó también aquí la medalla de oro en lanzamiento de jabalina.
Tras su regreso a Praga es homenajeado sin descanso como gloria nacional, va a rodarse una película sobre su vida, consigue el grado de coronel y la dirección de deportes en el Ministerio de Defensa, aparece en el mercado el Cóctel Zátopek, tónico milagroso supuestamente basado en el régimen del atleta, sigue corriendo en Brasil, Francia, Bégica, Suiza, y comienza a perder. En la maratón de los Juegos Olímpicos de Melbourne cae exhausto tras lograr un sexto puesto, la leyenda se derrumba y es el momento de empezar a pensar en la retirada. El sonriente Emil sigue corriendo por placer y aún vivirá el triunfo en 1958 en el Cross Internacional de Lasarte, con el que puso fin a su trayectoria deportiva.
Inmortalizado en el Museo Olímpico de Laussane
Zátopek había batido dieciocho récords mundiales en nueve especialidades atléticas, pero aún le quedaban otros obstáculos por superar. Cuando los tanques soviéticos entran en Praga para aplastar la fugaz primavera que había auspiciado con sus reformas el gobierno de Alexander Dubcek, la condena del "atleta de Estado" a la invasión de las fuerzas del Pacto de Varsovia le vale el destierro al infierno de las minas de uranio de Jáchymov, cerca de la frontera alemana. Tras seis años regresará a Praga, donde las autoridades han convertido a Dubcek en jardinero y a él le reservan un puesto barriendo las calles. Pero fracasan en su plan, porque las gentes del barrio salen cada día a aclamar al jovial barrendero y le impiden recoger la basura. Su popularidad es tan grande que tienen que enviarlo al campo, donde pasa dos años cavando agujeros para postes telegráficos. Finalmente, tras firmar su autocrítica, recibe el perdón oficial y un puesto como archivero en el purgatorio de los sótanos del Centro de Información de los Deportes.
Aquí acaba la historia de Echenoz, con un dulce Emil aceptando su destino. El genial corredor aún alcanzará a ver la caída del bloque comunista y la declaración de Vitkovice en 1997 por la que es coronado como el mejor atleta checo del siglo. Con su habitual modestia, respondió que sus logros ya eran cosa pasada, y era hora de fijarse en los nuevos valores del deporte. Un derrame cerebral acabó con su vida a los 75 años.
Hay que agradecer a Echenoz que nos acerque en una prosa tan sobria como profunda a la leyenda de un asombroso corredor, a la vida de un hombre tan sencillo como extraordinario.
Echenoz, Jean. Correr. Anagrama: Barcelona, 20010.