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La cogió entonces con ferocidad, la coloca como había hecho conmigo, los brazos colgados del techo por dos cintas negras: yo estoy encargada de colocarle las vendas; examina las ataduras: viéndolas poco apretadas, las aprieta más, a fin, dice, de que la sangre salga con mayor fuerza; pulsa las venas, y pincha las dos casi al mismo tiempo. La sangre salta muy lejos: él se extasía; y colocándose de nuevo de frente, mientras que los dos manantiales manan, me hace arrodillarme entre sus piernas, a fin de que le chupe; él hace lo mismo a cada uno de sus queridos, sucesivamente, sin apartar la mirada de los chorros de sangre que lo excitan. Por mi parte, convencida de que el instante en que la crisis que espera se produzca significará el cese de los tormentos de la condesa, pongo todo mi esfuerzo en precipitar esa crisis, y me vuelvo, como veis, señora, ramera por beneficencia y libertina por virtud. Al fin llega el desenlace tan esperado, del que yo no conocía ni sus peligros ni su violencia; la última vez que se había producido, estaba desvanecida... ¡Oh, señora! ¡Qué extravío! Gernande llevaba cerca de diez minutos en pleno delirio, debatiéndose como un hombre enfermo de epilepsia, y lanzando unos gritos que se oirían a una legua de distancia; sus juramentos eran excesivos, y golpeando todo lo que le rodeaba, desplegaba unos esfuerzos terribles. Los dos miñones caen patas arriba; quiere arrojarse sobre su mujer, le retengo; acabo de chupársela: la necesidad que siente de mí hace que me respete; al fin lo devuelvo a la razón, desprendiéndole de aquel fluido encendido, cuyo calor, cuyo espesor, y sobre todo cuya abundancia, le ponen en tal estado de frenesí, que yo creía que iba a expirar; siete u ocho cucharas apenas habrían bastado para contener la dosis, y el potaje más espeso describiría mal su consistencia; con todo ello nada de erección, la apariencia misma del agotamiento: son unas contradicciones que explicarán los médicos mejor que yo. El conde comía en exceso, y sólo se desahogaba cada vez que sangraba a su mujer, o sea cada cuatro días. ¿Estaba ahí la causa del fenómeno? Lo ignoro, y no atreviéndome a explicar lo que no entiendo, me limitaré a referir lo que vi.
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Marqués de Sade, Justine o Los infortunios de la virtud. Barcelona, 1994. Tusquets Editores.
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