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lunes, 12 de octubre de 2015

"Esto sólo lo hacen los idiotas"




-Esto sólo lo hacen los idiotas -me dijo José Martín (en la imagen superior) bajo un sol de justicia, y eso que ya estábamos en septiembre, y lo peor había pasado.

Cómo iba yo a convencerlos de lo contrario, pensaba según me alejaba del lugar reconfortado por el aire acondicionado del coche...

Durante todo el verano los había visto desde la carretera, a medio camino entre Cáceres y Badajoz, pero no fue hasta una de sus últimas jornadas, cuando la mayor parte del trabajo estaba hecho y había más carbón que carboneras, cuando al fin junté tiempo y cámara para echar el rato y conversar con ellos sumergidos en un ambiente sofocante dominado por el omnipresente olor a humo de encina.






En esta zona, la carretera que une Cáceres y Badajoz atraviesa una zona de amplias dehesas de encinas bajo cuyas copas se pierde la vista en una interminable sucesión de troncos oscuros y recios. Son los campos del Guaperal o Las Valencianas, en el término de La Roca de la Sierra. 

La columna de humo limpio y blanco que emana de un montón de tierra a unos cientos de metros de la carretera recuerda uno de los aprovechamientos tradicionales de la dehesa: el carbón vegetal. Cada vez es más raro contemplar estas humeantes carboneras en forma de pilas de leña cubiertas de tierra.

Durante siglos la madera resultante de la poda de las encinas se ha convertido en carbón vegetal. En la actualidad se emplea para encender braseros y, sobre todo, barbacoas; pero antiguamente este carbón se empleó como combustible y desempeñó un importante papel en el avance de la civilización. Al contar con un poder calorífico muy superior al de la madera se hizo indispensable en los albores de nuestra época para la metalurgia del hierro ya que proporciona temperaturas capaces de fundir los minerales, algo que no puede hacerse sólo con madera. 

El carbón vegetal se elabora quemando madera en ausencia de aire. Para ello se apilan troncos y ramas gruesas en grandes montones cónicos que se cubren de tierra, material vegetal o arcilla. Posteriormente se prende fuego al interior y se deja arder durante varios días. Para conseguir el fin buscado hay que practicar una chimenea en la parte superior y varios respiraderos en la base para avivar el fuego cuidando constantemente el proceso para garantizar la ausencia de oxígeno de modo que los troncos se cuezan sin arder. Se trata de una práctica, otra más, abocada a la desaparición. 
Actualmente, el carbón vegetal se fabrica en modernos hornos con capacidad para miles de kilos de madera que realizan el proceso en mucho menos tiempo. Pero la calidad de este producto no es ni comparable al carbón de encina obtenido por métodos tradicionales, tampoco lo es el aroma de la encina cuando se convierte en humo. 



Muchas gracias a Benjamín y José Martín, por la sonrisa, por el trabajo bien hecho, por el rato y por las fotos. Alguna vez tendrías que veros a través de mis ojos...

sábado, 29 de noviembre de 2014

...como Ginger y Fred


El tiempo transcurre de forma distinta entre los restos del antiguo castro vetón que hoy denominamos con el sugestivo topónimo de Villasviejas del Tamuja (Cáceres). Ginger y Fred llevan varias vidas danzando juntos entre las ruinas que esconde la tierra en un lugar que ya era antiguo cuando los romanos explotaban las vetas de plata que afloraban por allí.


Ginger y Fred no habían nacido entonces, claro. Pero se lo han contado. Ventajas de criarse entre abuelos longevos y preclaros que les narraron historias de luchas, metales e inmensos verracos de piedra.
Ginger y Fred nacieron juntos y crecieron juntos. Crecen juntos. Viven juntos. Todo lo comparten, alegrías y penas; calores, lluvias y vientos. Y un eterno baile.


Ginger y Fred no podían imaginarse, cuando eran dos frágiles retoños apenas brotados de sus bellotas, que compartirían tanta vida. Se salvaron juntos de ser devorados por el ganado o por los roedores, eludieron inundaciones y sequías. No se separaron cuando sus endebles troncos se plegaban ante las embestidas de los meteoros, ni cuando crecieron hasta convertirse en los sólidos soportes vitales que ahora contempla el fotógrafo.


Ginger y Fred conservan esas sinuosas curvas que tanta envidian suscitan entre los de su especie. Porque son jóvenes y felices. Si la enfermedad, los rayos, los incendios y, sobre todo, tanto desaprensivo suelto, no lo impide, tienen siglos por delante para compartir su vida y su danza. Juntos.

Los pocos viajeros que se asoman a este lugar intentando comprender quiénes somos viendo cómo éramos, apenas les prestan atención. Pero no les importa. Ellos danzan, ajenos al mundo, protegiéndose mutuamente de las inclemencias y  pendientes de no perder el ritmo que acompasan con las estaciones.

Se yerguen como un símbolo junto a las ruinas milenarias que dejaron los vetones para enseñarnos que hay cosas que son bellas porque terminan y otras lo son porque duran más que la vida.


 


miércoles, 3 de abril de 2013

Corpulenta y añosa encina


 
Yo quisiera que la musa de la gente campesina
no durmiese en las entrañas de la vieja hueca encina
donde, herida por los tiempos, hosca y brava se encerró.
Yo quisiera que las puntas de sus alas vigorosas
nuevamente restallaran en las frentes tenebrosas
de esta raza cuya sangre la codicia envenenó
.


 Yo quisiera que encubriesen las zamarras de pellejo
pechos fuertes con ingenuos corazones de oro viejo
penetrados de la calma de la vida montaraz.
Yo quisiera que en el culto de los montes abrevados,
sacerdotes de los montes, ostentaran sus cayados
como símbolos de un culto, como cetros de la paz.
  
Yo quisiera que vagase por los rústicos asilos,
no la casta fabulosa de fantásticos Batilos
que jamás en las majadas de mis montes habitó,
sino aquella casta de hombres vigorosos y severos,
más leales que mastines, más sencillos que corderos,
más esquivos que lobatos, ¡más poetas, ¡ay!, que yo!

Los pastores de mi abuelo. José Maria Gabriel y Galán (1870-1905)





Al compás de las auras,
lenta se inclina
altiva, corpulenta
y añosa encina

La fuente vaquera. José Maria Gabriel y Galán (1870-1905)
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