Domínguez Michael sobre Pavese
1.07.2009Al buscar la reseña de Rafael Lemus sobre mi novela, pasé un minuto por el blog de Christopher Domínguez Michael -que hacía meses no revisaba- y me encuentro con este elogio a El oficio de vivir de Césare Pavese, uno de los libros fundamentales para mi vida como lo comenté antes. Al igual que Alejandro Zambra, quien tiene un recuerdo ingrato de ese libro estupendo, el crítico mexicano lo recordaba como un libro plañidero y adolescente. Pero luego de su relectura se encontró con un libro distinto:
Yo también hablo de Pavese. Releí El oficio de vivir (1954), que según mi muy errático recuerdo conocía yo bien por haberlo estrujado y subrayado durante algunos meses de la temprana juventud. En realidad, comprobé, no recordaba casi nada y, peor aún, lo tenía confundido, en un estante desvencijado de la biblioteca de la memoria, con las Cartas a Theo, de Vincent van Gogh y el Diario de un seductor de Soren Kierkegaard, leídos en aquel ánimo. Sólo la conocida frase final, como me di cuenta el otro día al verla citada en Reforma por Juan Villoro, la tenía grabadísima: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más.” Había olvidado, o quisiera pensar que lo almacené como un recuerdo nutricio, que El oficio de vivir es, pese al título, a la postre un tanto plañidero, un verdadero diario literario. Más que vivir, el oficio de Cesare Pavese (1908–1950) era, por fortuna, leer. Dado su suicidio, si es que eso puede decirse, su oficio de vivir no le resultó el suficiente para sobrevivir. El oficio de vivir (traducido al español en fecha tardía, en 1979, por Esther Benítez, que tradujo todo Pavese) tiene poco que ver con el testimonio, manipulado por mi recuerdo, de un poeta maldito, de un conquistador empedernido o de un gigoló que se mata en un acto de supremo fastidio romántico, aunque algo haya en su vida de todo ello. Nunca se sabe porque se mata la gente. El riesgo póstumo tomado por un poeta que se suicida, si acaso, estaba contemplado por el propio Pavese en la entrada de El oficio de vivir del 26 de abril de 1936: “No existe la tempestad sufrida locamente y luego la liberación a través de la obra, so pena de suicidio. Tan verdad es, que los artistas que verdaderamente se han matado por sus casos trágicos son de ordinario cantores ligeros, diletantes de sensaciones, que a nada aludieron en sus cancioneros del profundo cáncer que los devoraba. De lo que se aprende que el único modo de salvarse del abismo es mirarlo y medirlo y sondarlo y bajar a él.”
Eso sí, Christopher Domínguez Michael no deja de subrayar que la misoginia de Pavese resulta ahora no solo políticamente incorrecta sino desfasada:
De El oficio de vivir lo más envejecido, quizá, es la misoginia de Pavese. Dice cosas sublimes en ese alcurnioso género que es la máxima escrita por los varones sobre las mujeres, ingeniándoselas para hacer leña del árbol caído de Eva, como decía Jardiel Poncela. Acierta, por ejemplo, al hablar de que para las grandes escritoras no existe la historia porque Safo, la señora Murasaki o Madame Lafayette, se leen como si fueran contemporáneas entre sí. Dice, también, “de joven nos dolemos de una mujer; ya maduros, de la mujer.” Pero escribe otras cosas que, para el criterio del joven siglo XXI, incluso si quien cree ejercerlo se tiene por persona no del todo políticamente correcta, son un tanto vulgares, a medio camino entre la invectiva y el chiste verde, que acaban exponiendo a Pavese como un hombre resentido, un tanto amargado y, que, además, muestra poca experiencia con las mujeres. Pavese es mal psicólogo y quizá por eso se mató. De Stendhal, a quien compara, en un juicio muy extraño para nosotros, con Hemingway, tomó las lecciones equivocadas.
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