Porque en todas partes García Lorca encontraba un piano.
Rafael Alberti.
Anda jaleo. La Argentinita (voz) y Federico García Lorca (piano).
Una tarde de sábado de los primeros días del verano, paseando por una Granada cálida y adormecida, no sé muy bien cómo ni por qué, mis pasos me llevaron hasta la
huerta de San Vicente. Entre todos los recuerdos que se guardan allí de una familia, un poeta y un pedazo triste (penosamente triste) de la historia, me conmovieron especialmente dos cosas. La primera, el piano. Automáticamente me vino a la memoria este texto de Rafael Alberti, uno de los más bellos retratos literarios que recuerdo haber leído:
Era García Lorca entonces un muchacho delgado, de frente ancha y larga, sobre la que temblaba a veces, índice de su exaltada pasión y lirismo, un intenso mechón de pelo negro, "empavonado", como el de Antonio Camborio de su romancero. Tenía la piel morena, rebajada por un "verde aceituna", término comparativo éste que se emplea mucho por Andalucía, la tierra española más rica en olivares. Su cara no era alegre, aunque una larga sonrisa, transformable rápidamente en carcajada, pusiera en ella esa expresión de contagioso optimismo, de fuego desbocado, que tan perdurable recuerdo dejara, incluso en aquellos que tan sólo le vieron un instante.
El aspecto total de Federico no era de gitano, sino de ese hombre oscuro, bronco y fino a la vez, que da el campo andaluz. Una descarga como de eléctrica simpatía, un hechizo, una irresistible atmósfera de magia para envolver y aprisionar a sus auditores, se desprendían de él cuando hablaba, recitaba, representaba veloces ocurrencias teatrales, o cantaba, acompañándose al piano. Porque en todas partes García Lorca encontraba un piano.
Uno grande, de cola, estuvo siempre abierto para el poeta en la sala de cursos y conferencias de aquella casa madrileña de los estudiantes. Si existe aún y hoy levantáramos su tapa, veríamos que guarda años enteros de melodías romancescas y canciones de España. La voz, las manos de Federico están aferradas en su caja sonora. Porque Federico era el cante (poesía de su pueblo) y el canto (poesía culta): es decir, Andalucía de lo jondo, popular, y la tradición sabia de nuestros viejos cancioneros. Aunque en casi todos los poetas contemporáneos del sur, con Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez a la cabeza, pueda encontrarse esta misma veta, este recuperado hilillo de agua transparente, es García Lorca quien con más fuerzas y continuidad representa esta línea. Su primer libro -impresiones y paisajes-, libro de prosas poco conocido, aparece dedicado a su maestro de música, a su profesor de piano. Dato revelador. Arranque rítmico y melódico de su poesía. Federico cantaba y se acompañaba, en ese piano que para él se abría en todas partes, con un gusto y una gracia muy suyos, reinventando las melodías y palabras semiolvidadas de esos canto y cantes, sustituyendo las fallas de su memoria con añadidos de su invención. Es decir, era una fuente de poesía popular, que manaba con el mismo chorro, lleno de torceduras, ausencias e interrupciones que el verdadero que alimenta la memoria del pueblo. Aquel piano de cola, en aquel íntimo rincón de la Residencia, junto a aquella ventana por donde la madreselva florecida asomaba su olor, recordará mejor que nadie la capacidad asombrosa de transformación, de recreación, de adueñamiento de lo de nadie y lo de todos, haciéndolo materia propia, que, como un Lope de Vega, poseía Federico.
¡El Pleyel aquel de la Residencia! ¡Tardes y noches de primavera o comienzos de estío pasados alrededor de su teclado, oyéndole subir de su río profundo toda la millonaria riqueza oculta, toda la voz diversa, honda, triste, ágil y alegre de España! ¡Época de entusiasmo, de apasionada reafirmación nacional de nuestra poesía, de recuperación, de entronque con su viejo y puro árbol sonoro!
Rafael Alberti.
Imagen primera de... Buenos Aires, Losada, 1945.
La segunda cosa emocinante de la visita no fue un objeto, sino un poema. Sobre el escritorio del poeta había un libro abierto. La guía que nos acompañaba preguntó a mi hijo que si quería leer el poema. La voz infantil se alzó, seria y pausada, sobre el silencio de aquella tarde de verano:
Despedida
Si muero.dejad el balcón abierto.El niño come naranjas.(Desde mi balcón lo veo.)El segador siega el trigo.(Desde mi balcón lo siento.)¡Si muero,dejad el balcón abierto!Federico García Lorca