Tras un año de estar en el paro, la desesperación
jugaba en su contra.
Había hecho todo tipo de concesiones y renuncias; por
eso y aunque, sabía que el trabajo era temporal y no estaba a la altura de los
estudios académicos que había realizado, por eso y porque tenía que pagar
algunas facturas, aceptó ser repartidor de pizzas.
“Un asco y una pena”, murmuró guardando una pizza con
extra de carne en la parte de atrás de la moto.
Fue su primer y último pedido. Nunca supo ni entendió
qué pasó. Tampoco supo nunca que, tras la investigación de su asesinato, el
grupo de vegetarianos que lo había asesinado a sangre fría lo nombró santo y
mártir en cuanto fueron informados por el inspector que también él sólo comía
lechugas.