Jon
Su
abuelo se enternecía al verle intentar alcanzar los pájaros. Al
principio le quiso explicar que eran muy rápidos y que no podría
cogerlos, pero al final él mismo se animaba a perseguirles.
Vivían
sólos en un caserón, rodeados de campo, sin vecinos.
Por
las tardes, después de la siesta, Jon se ponía las botas de agua,
también en verano, y le tiraba de la chaqueta apresurándole para
salir. Había que ir, como cada día, a la charca de los mimbreros.
El sonido penetrante de las ranas le hipnotizaba. Después buscaba
huevos de perdiz, guijarros en el arroyo y se dejaba fascinar por el
aleteo de las mariposas.
Había
dejado de ir a la escuela. Jon aprendía las letras, los colores, las
cifras, con el abuelo. La maestra, casi con lágrimas en los ojos le
había dicho que no sabía que hacer con él.
Un
día el abuelo no se levantó a la hora de siempre. Jon fue a la
cocina y preparó las tazas para el desayuno. Quiso cortar pan, con
el cuchillo afilado que no le estaba permitido coger. Y se cortó.
Iba chupando la sangre, que salía sin pausa, en busca del abuelo.
Al
llegar a la cama, se puso al lado del cabezal. Le miró esperando que
le sonriera, como hacía siempre, que le alborotase el pelo y le
dijera «que
grande te has hecho»,
que se levantase y arreglara la casa e hiciese la comida. Pero el
hombre no se movió.
Le
agarró la mano rugosa, fría, sin vida y la acercó a la propia
mejilla, acariciándola sin dejar de repetir: Jon guapo, Jon guapo.
Me encantó participar en el concurso Creciendo Juntos del Ayto. De Piélagos en Cantabria.