La moda de la Selva Negra
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15.5.12


Allende los mares

Por las primeras cartas, las de enamorado, sabía que el calor del trópico era húmedo, que no le sentaría bien. Hizo la maleta con el esmero de un primer viaje. Metió un sinfín de cachivaches que siempre podían hacer falta, también alguna rebeca por si refrescaba. Él se lo había espetado a los dos meses, sin más, por telegrama. Del disgusto nunca más volvió a ser buena. Aquella mañana salió de casa y enfiló hacia el puerto. Dejó el equipaje en el suelo. Esperó sentada en un noray hasta que el transatlántico zarpara, como cada día, desde hacía veinte años. 

3.5.12


Nora se quitó el delantal y lo tiró a la montaña de ropa sucia que tenía pensado lavar, planchar y recoger. Salió de la casa para no volver, sin mirar atrás. Allí quedaban marido, hijos, perro y el cocido a medio hacer.

6.3.12


La vuelta al mundo

Iniciaban los periplos con una lectura. Viajaban a los países más recónditos. A todos los confines de la tierra. Perseguían murciélagos en las cuevas, escalaban cordilleras de nieves perpetuas. Lloraban con la magia de los atardeceres. Pisaban las catedrales con el respeto de un creyente. Habían surcado todos los océanos, descendido por gargantas y acantilados peligrosos. A la caída de la tarde de cada día del año, emprendían el trayecto más penoso de la odisea. Él la llevaba en la silla de ruedas, con paciencia, del salón a la habitación. La cogía en brazos y con mucha ternura la metía en a la cama.

1.3.12





A propuesta de algunos blogueros de la red.
Jueves indignados


La tierra prometida


Después de una larga marcha de meses llegaron a Teutonia. Ya a la frontera les miraron con extrañeza. En las agencias nacionales para el empleo les dejaron muy claro que no necesitaban ingenieros y que como máximo acogerían a dos cantaores de flamenco y un camarero para que hiciera las sangrías.

20.12.11


Sin barreras

La mañana fresca y arropada en niebla no dejaba entrever, que el día en la colina sería diáfano, aunque quizá Dióscorides ya no lo vería.
Se vistió con premura pues consideraba que era tarde. Aún así no descuidó los detalles importantes, de los que cada día de su vida se había acordado. La gorra, de tela azul marino con visera negra y la insignia de trabajador de la empresa de ferrocarriles, que llevaba con el orgullo del que cree que un uniforme es una gran responsabilidad. Era el día más triste de su vida, excluyendo quizá el día de la muerte de su madre. Había puesto el reloj en hora. Le habían regalado despertadores de todos los estilos pero siempre volvía al viejo reloj de cuerda de su padre. Por fidelidad, y por desconfianza a los artilugios modernos. 
Se encaminó cabizbajo a su puesto de trabajo.
Era la última vez que funcionaba aquella línea. El único tren pasaba a las diez treinta y cinco. Aún quedaba media hora pero ya no aguantaba más en la caseta. Salió a respirar el aire frío y a fumar un cigarrillo. Recorrió con los ojos los encuadres del paisaje, que había visto durante cuarenta años, cada vez que salía para dar paso a los trenes. Antes, cuando las minas aún estaban abiertas, vio a muchos, con la cara tiznada y a sus mujeres que les traían la ropa limpia. Desde hacía tiempo sólo pasaba un tren, a las diez treinta y cinco, y siempre estaba vacío. Elegante, derecho como una vela se postó y esperó. Pero el tren no pasaría. Recibió una llamada de la estación principal. Había habido una avería. Sacó la maleta con sus últimos enseres y cerró la puerta con llave. Se fue andando. En el pueblo le esperaba su hija con el coche.

5.12.11


Instinto maternal

Una mujer de unos cuarenta años, entrada en canas, se acerca a la sala de los neonatos. Una mirada tierna, de madre recien estrenada, atraviesa el cristal. Busca con los ojos bailarines al bebé. Parece encontrarlo y entonces sí, despliega una sonrisa bobalicona y aplasta aún más la nariz contra el vidrio.
En un descuido de las enfermeras, se adentra en el cuarto para coger en sus brazos a una de las criaturas. Pocos minutos después, detenida por el personal de seguridad, Yerma es expulsada, por enésima vez, del hospital.


3.12.11


Jon

Su abuelo se enternecía al verle intentar alcanzar los pájaros. Al principio le quiso explicar que eran muy rápidos y que no podría cogerlos, pero al final él mismo se animaba a perseguirles.
Vivían sólos en un caserón, rodeados de campo, sin vecinos.
Por las tardes, después de la siesta, Jon se ponía las botas de agua, también en verano, y le tiraba de la chaqueta apresurándole para salir. Había que ir, como cada día, a la charca de los mimbreros. El sonido penetrante de las ranas le hipnotizaba. Después buscaba huevos de perdiz, guijarros en el arroyo y se dejaba fascinar por el aleteo de las mariposas.
Había dejado de ir a la escuela. Jon aprendía las letras, los colores, las cifras, con el abuelo. La maestra, casi con lágrimas en los ojos le había dicho que no sabía que hacer con él.
Un día el abuelo no se levantó a la hora de siempre. Jon fue a la cocina y preparó las tazas para el desayuno. Quiso cortar pan, con el cuchillo afilado que no le estaba permitido coger. Y se cortó. Iba chupando la sangre, que salía sin pausa, en busca del abuelo.
Al llegar a la cama, se puso al lado del cabezal. Le miró esperando que le sonriera, como hacía siempre, que le alborotase el pelo y le dijera «que grande te has hecho», que se levantase y arreglara la casa e hiciese la comida. Pero el hombre no se movió.
Le agarró la mano rugosa, fría, sin vida y la acercó a la propia mejilla, acariciándola sin dejar de repetir: Jon guapo, Jon guapo.

Me encantó participar en el concurso Creciendo Juntos del Ayto. De Piélagos en Cantabria.

10.11.11



Molino sin viento

Tenía heridas cortantes en la cabeza y el cuero lleno de magulladuras. Un trozo de muro, caido traicioneramente sobre sus piernas, le mantenía prisionero. Dos ratas le hacían ya macabra compañia.
Un terremoto había devastado, horas antes, la ciudad. Apenas había supervivientes. El silencio desolador daba paso de vez en cuando a una cascada de estrépitos, que sólo podían anunciar nuevas formas del desastre.
De entre los escombros, surge una niña de pelo encrespado que ha conseguido salvar a su muñeca y perdido a su mamá. Se acerca al herido y, al ver el dolor en su expresión, le acaricia la cara. Ve sus labios resecos y le promete traerle agua. Vuelve tras algunos minutos con una botella de plástico con dos dedos de líquido. Le da de beber a sorbos.
Repara en la esvástica en el antebrazo del hombre. Con la inocencia diáfana, espontánea de la infancia, encantada por la complicidad , le dice: -Yo también tengo un molinete, en la baranda del balcón, pero las aspas son de colores-. El trata de imaginárserlo y probablemente ésa es, antes de morir, la última imagen que atraviesa su cerebro.