jueves, 11 de julio de 2013

Antes del final

Conil de la Frontera, agosto de 2012



-Nadie conoció a Aire como yo –dijo con un tono de pesar viejo escondido en la voz.
-¿Aire? ¿Quién era Aire? –le pregunté.

Luis Cernuda, “El indolente”



A veces, algunas veces, vuelves, Aire, trotando entre los riscos apagados de mi playa. Todos se han ido, y sólo el sol contempla con benevolencia enmudecida tus idas y venidas, tus lengüetazos de espuma sobre la orilla. Después te sientas a pasear tu mirada por el crepúsculo.  Las hebras finas, como de oro, de tu cabello, dibujan paraísos suaves que se recortan sobre el horizonte.

No tienes frío, Aire. No tienes nada de lo que arrepentirte. No eres de verdad, y constituyes la verdad más límpida que he conocido. Me miras como siempre, con esa picardía inocente que parece invitarme a coger tu mano, a pasear contigo por entre las estrellas de la tarde que el firmamento se deja olvidadas en cada amanecer.

Quizá algún día, cuando la realidad se vuelva demasiado sucia y yo tenga miedo de apagarme, tome al fin tu mano, Aire, y me vuelva yo también un torbellino de carne y de cabellos rubios, invadida de luz, siendo más luz que el propio sol, trotando sobre los riscos amables de nuestra playa. Porque quiero caminar sobre la arena sintiendo el frío de la sombra sobre mis pies desnudos. Porque quiero saber que sigues vivo, en alguna parte, y quiero ser tú, trotar, soñar, hacerme sol. Olvidarme de las mezquindades del mundo.

El mar no te asesinó, Aire. Me lo dicen tus ojos rubios que sonríen a la tarde, muy tarde, cuando acariciados por el mar nos sentamos a devorar crepúsculos mientras hablamos en voz muy queda, casi en un susurro que la marea engulle sin piedad, haciéndolo invisible.

Voy a necesitarte, Aire. Voy a necesitarte otra vez, mucho.  

sábado, 22 de junio de 2013

A una sonrisa que pronto será un fósil


Pamela Courson y Jim Morrison



A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Alejandra Pizarnik



El escritor más cínico tenía el corazón cubierto de parches: he ahí el secreto de su cinismo. Pamela Courson era una mentira de ojos azules; Jim Morrison resultó mucho más inocente de lo que parecía.

Recuerdo aún el sabor de la sed: ese sabor que ascendía por la garganta desde un fondo de tiempos soñolientos en los que los seis años constituían el culmen.

Aspiramos a convertirnos en un recuerdo; no en un recuerdo cualquiera, sino en uno con manos y dientes, con rostro, afilado de sonrisas. Un paréntesis atemporal en la memoria de aquellos que no nos olvidan. Es la única forma de escapar de nuestro propio destierro.

Los recuerdos con lágrimas son los más codiciados, porque son más que recuerdos: constituyen una parte inalcanzable de nosotros mismos.

El verano no es más que un final edulcorado.

La ausencia huele a besos de niebla, sin labios, y tiene un fondo de pechos oprimidos.

Bésame hasta que no te queden primaveras en las encías.

miércoles, 12 de junio de 2013

El Escondite del Águila


"Jardín florido", Vincent Van Gogh

Qué silencio. ¿Es así
el mundo?... Cruza el cielo
desfilando paisajes,
risueño hacia lo lejos.

Tierra indolente. En vano
resplandece el destino.
Junto a las aguas quietas
sueño y pienso que vivo.

Mas el tiempo ya tasa
el poder de esta hora;
madura su medida,
escapa entre sus rosas.

Lus Cernuda




¿Dónde había sido asesinado aquel niño? Solo disponíamos de un vídeo  borroso, en el que se veía la frágil cabecita ahogándose en un remolino de agua. Nos desplazamos hasta su casa para tomar unas fotos de la bañera en la que supuestamente se había cometido el crimen. Después, volvimos al despacho y contrastamos concienzudamente las fotos con aquel vídeo escalofriante. Finalmente, un chico del equipo descubrió un diminuto agujero en el mármol, por detrás de la cabecita, en las imágenes grabadas. Un agujero que no habíamos visto al inspeccionar la bañera, y que no existía.

-Así que ese no fue el lugar del crimen –concluí- ¿Tenemos alguna otra idea?

Dos compañeros del equipo se miraron con cautela, interrogándose silenciosamente. El chico del descubrimiento fue quien habló:

-Tenemos que ir al Escondite del Águila. El origen de este caso se encuentra allí.

Dudé.  Es por todos sabido que en el Escondite del Águila habita un monstruo legendario y terrible, sin cabeza, que devora carne humana.

-Está bien –acepté, sin darme demasiado tiempo a pensarlo-. Debemos subir hasta la azotea para llegar a la trampilla de acceso, ¿verdad?
-No… La entrada es descendiendo por esas escaleras.

Mi compañero señaló unas escaleras de caracol que bajaban y bajaban, sin adivinarse el final. Me arrepentí de mi decisión en ese instante, pero ya era tarde para pensarlo mejor. Todos avanzaban en aquella única dirección, y me limité a seguirlos.




No recuerdo nada de aquel trayecto, pero me veo a mí misma, al final de las escaleras, maravillada ante el inmenso jardín que constituía el Escondite del Águila. Flores manchadas de sol y un azul sangrante sobre las comisuras del cielo.

Mis compañeros del equipo ya no estaban. En su lugar, me hallaba acompañada por mis padres y Paula, que lo miraba todo con cejas de alerta.

Fuimos caminando hasta llegar a un porche, cimbreado de rosas, en el cual esperaba pacientemente el Monstruo. Nada más verlo, supe que no podían ser ciertas las leyendas que lo concebían como un temible devorador de hombres. Por alguna razón, me enternecía la resignada ausencia de su cabeza, sus manos amarillas, aquella gabardina verde que le otorgaba un aire romántico y atormentado, decadentista y entrañable.

El Monstruo nos saludó amablemente y nos colocó a los cuatro debajo del porche, donde nos explicó que, desde aquel momento, éramos sus prisioneros, y podíamos caminar libremente por todo el jardín. Antes de que me pudiese dar cuenta, mis padres y Paula echaron a correr, como si se hubieran puesto de acuerdo, en dirección a las escaleras por las que habíamos bajado. Estuve a punto de seguirlos, pero el Monstruo me tomó delicadamente de un brazo, diciéndome:

-No te esfuerces: te alcanzaría.

Desde aquel día, fui prisionera del Monstruo en el jardín encantado. La convivencia resultó muy llevadera: descubrí en el Monstruo una personalidad generosa, dulce, benevolente, herida hasta las entrañas más profundas de soledad. Por las mañanas trabajábamos en el jardín, cortando las malas hierbas, recolectando frutos, hinchándonos de sol. A menudo nos acompañaba Clavelito Limón, una bondadosa señora rubia, que iba a todas partes con una larga bata amarilla, y que llevaba viviendo en aquel lugar casi tantos años como el propio Monstruo.

Por las tardes, el Monstruo y yo –y en ocasiones, también Clavelito Limón- nos sentábamos en torno a un fuego exquisito que perfumaba el cielo de fragancia a leña quemada. Una de esas tardes, el Monstruo me confesó que yo era la única amiga que había tenido en toda su vida. Yo creo que se había enamorado de mí.

Lo cierto es que acabé olvidando el motivo por el que un día decidiese entrar en el Escondite del Águila.

Pero todas las cosas que comienzan han de encontrar también su final. Y el final de mi vida en aquel jardín llegó cuando tuve una conversación abierta y sincera con el Monstruo, durante la cual le dije que echaba terriblemente de menos a mi familia. El Monstruo entonces decidió que había llegado la hora de concederme la libertad. Me despedí de Clavelito Limón, emocionada, y partí con el Monstruo hacia las escaleras que tiempo atrás me condujeran al jardín.

-Me he dado cuenta –dijo el Monstruo- de que Clavelito también ha sido mi amiga desde siempre, pero yo no la sabía valorar. Ahora que te vas, será mi única compañía…
-No digas eso, Monstruo –le pedí, con lágrimas en los ojos-. Yo volveré de vez en cuando a visitarte.
-Me encantaría… -musitó- Ten, llévate este mapa. Ha pasado mucho tiempo desde que llegaste aquí, pero allá afuera solo ha transcurrido una semana. Este mapa te mostrará donde se encuentran tus padres y Paula.
-Gracias, Monstruo –dije cogiendo el mapa.

Después, le estreché en un fuerte abrazo. Sería la última vez que podría contemplar su delicado cuerpo sin cabeza, envuelto en aquella vieja gabardina.

Y comencé a subir escalones, uno tras otro, en una marcha interminable. Cuando había perdido de vista al Monstruo y a su jardín, miré el mapa. Y vi que mis padres y Paula se hallaban inexplicablemente lejos, perdidos por el mundo, cada uno en un lugar distinto. Una congoja terrible se apoderó de mi ser.

-¿En solo una semana se han olvidado de mí?

Era posible. Igual que yo olvidé el misterioso motivo que me había conducido un día hasta el Escondite del Águila.


domingo, 2 de junio de 2013

Desde la Luna



Joan Miró, "Asteroide azul"


Quiero dormir el sueño de las manzanas,
alejarme del tumulto de los cementerios.
Quiero dormir el sueño de aquel niño
que quería cortarse el corazón en alta mar.

Federico García Lorca


Acurrucada en el mar más sombrío de la Luna, sola con el aire inexistente, consigues volver a evocar aquella antigua canción. Nada ha cambiado. Sigues siendo un trocito de pájaro envenenado, un cúmulo de miedos inconcretos que ni tú lograrías comprender. Igual que un río que termina desapareciendo.

Piensas que alguien se ha debido llevar el verano en sus ojos, y ni las playas de Cádiz lograrían recuperarlo. Y a ti, te queda el frío. Y un mareo suave que se extiende por tu cuerpo, ese cuerpo que ni siquiera es tuyo, que notas vacío, extraño, casi siniestro. Pero viajar… ¿a dónde? ¿Por qué?  

Viajar a la Luna y permanecer encerrada entre los barrotes de sus venas de diamante. Viajar dentro de un recuerdo. Lejos, acurrucada en el cuerpo que no es tuyo. Todos somos prisiones superpuestas.

La última imagen que pasa por tus labios antes de dejar caer los párpados, pesados cual sentencias, es una ciudad. Una ciudad que agita su cabellera de viento, en son de despedida.

domingo, 19 de mayo de 2013

Las adelfas




O toi, le plus savant et le plus beau des Anges,
dieu trahi par le sort et privé de louanges,

o Satan, prends pitié de ma longue misère!

Charles Baudelaire, "Les fleurs du mal"



Hubo un tiempo en que todo lo sombrío, lo inquietante, lo pérfido; estaba representado por las adelfas.

Lo demás era luz.

Recuerdo aquel patio poblado de rosas, de geranios, de hortensias que se cuajaban de florecitas violáceas de cuatro pétalos, en miniatura –la hortensia es una flor caleidoscópica, múltiple y extraña. Una mesa redonda, de jardín, donde me sentaba a dibujar a mediodía, inmersa en aquel diminuto paraíso cercado por casas de vecinos y, más arriba, por un azul intenso desde el cual bajaban a visitarme las mariposas.  

Todo era suave y luminoso, susceptible de ser acariciado.

Menos aquellas dos adelfas. Alguien me había dicho que eran árboles venenosos.

“Si las tocas, y después te llevas las manos a la boca, te envenenarás”.

Igual que Blancanieves con la manzana de la Reina.

Yo miraba aquellas adelfas, presintiendo que representaban algo siniestro en mi tranquila y tierna existencia. Desde mi ingenuidad, las adelfas simbolizaban el Mal. Y procuraba no acercarme nunca demasiado, dejándome sobrecoger de lejos por sus estilizadas hojas, de un verde oscuro que resultaba sombríamente elegante. Y en primavera, les brotaban preciosas flores: rosas, las de una, y blancas las de la otra.

Nunca pude sentirme completamente tranquila. Mi mirada acababa, irremediablemente, posada sobre las adelfas. Y comprendí que en toda luz siempre existe una parte de oscuridad.




Érase una vez, en un lejano reino, una princesa que jamás había salido de su castillo. Cada día, paseaba por el jardín, hablando con las mariposas y los pájaros, dibujando caricias sobre las flores pálidas, dejándose envolver por el arrullo del sol. La Princesita solo conocía la bondad, y nadie le había hablado de la sombra. La única advertencia de sus padres era siempre la misma: “Que tus labios jamás toquen las flores de la adelfa, sus hojas ni su tallo. Que tus manos no se posen sobre ella”.

Hacía años, antes de que ella hubiese nacido, aquel jardín lo habitaba otra princesa terriblemente bella –hermana de su padre-, de ojos verdes, mejillas rosadas y piel de porcelana. Pero era tan bella como malvada y, para castigarla, un hada buena la transformó en adelfa y la condenó a no abandonar jamás el jardín. El verde de sus ojos se convirtió en pequeñas y elegantes hojas alargadas, invadidas por flores rosas –como lo fueran sus mejillas- y blancas –tan blancas como su antigua piel.

La adelfa era tan hermosa que muchos habitantes del castillo desoían los consejos del Hada y se acercaban para besar la radiante ligereza de sus hojas. A las pocas horas, fallecían irremediablemente.

El Rey nunca quiso cortar la adelfa, porque conocía su verdadera identidad. Aquella princesa mala había sido, a pesar de todo, su hermana. Cuando su hija, la pequeña princesita de labios de cereza, tuvo la edad suficiente para pasear sola por el jardín, el Rey se lo permitió bajo aquella única advertencia: no acercarse a la planta.

La Princesita no podía evitar pasear por el jardín sin sentirse intimidada por la siniestra presencia de la adelfa. Ella no conocía la historia detrás de aquella planta, y no comprendía por qué, siendo tan venenosa, su padre se negaba a cortarla. ¿Tal vez por su belleza? Pero la adelfa enturbiaba su sencilla felicidad, y un día germinóen su interior la idea de acabar con esa situación. Le habían advertido de que algo en sus hojas resultaba mortal, pero todos los que habían muerto, lo habían hecho por rozar sus labios con ellas. La Princesa pensó que, mientras eso no ocurriera, nada malo podría pasarle. Así que reunió todo su valor y se acercó a la planta. Llevó su temblorosa mano hasta una hoja, y la arrancó. En su ingenuidad, creyó que así la adelfa moriría.

De repente, de la hoja arrancada comenzó a brotar un líquido blanco, lechoso, que impregnó toda su mano. La niña sintió que se mareaba y, rápidamente, perdió la conciencia.


Muchos años después –nunca supo cuántos-, la Princesa despertó, lejos de su jardín. Tenía frío, y se encontraba sola y, por alguna razón, triste. Sin embargo, ya no sentía miedo. El jardín había desaparecido pero, con él, también la adelfa.

Se levantó y vio, junto a ella, un elegante espejo. Antes de preguntarse qué hacía allí aquel objeto, se acercó para contemplar su reflejo.

Entonces vio sus ojos verdes. Y comprendió que todo permanecía inamovible.


sábado, 11 de mayo de 2013

La sombra




“¡Conmuévete! Vacila como una columna de tela. Tíñete con un rubor de equinoccio”. Pero los brazos no llegan y el saludo es de uno, de mí, de mí. No de la materia sabida, ni siquiera de su insobornable belleza. Que dimite.

Vicente Aleixandre



Entraste en aquella biblioteca, sin saber que él te esperaría sentado a una mesa, junto a la puerta. Sonreía con sorna. Las estanterías eran altas como edificios descastados del cielo, y una penumbra romántica se extendía artificiosamente sobre tu calavera.

Pronto, no había más que aquella mesa. Te sentaste en el suelo polvoriento, fundiéndose poco a poco tus huesos en él. Era mejor entonces la lúgubre biblioteca que un campo radiante perfumado de nomeolvides… Podías estornudar. Podías fundirte con el suelo. Podías invocar a todos los cielos de tu iris sin acabar sepultada por la primavera.


En otra biblioteca, el cartel de la entrada lo dejaba claro:

SE EXIGE PASAR ACOMPAÑADO

¿Por qué? Porque hay estanterías demasiado altas, cielos demasiado bajos y primaveras que se han convertido en asesinos a sueldo disecados por el frío. La soledad te extraería tanta sangre que incrementaría tu incapacidad de vomitar estrellas en un plato de nácar.

Elegiste a una mujer cualquiera como tu acompañante. No, no a cualquiera: ella no te conocía. Sí que afirmaba conocerte, de pasada, igual que se conocen las piedras y los pájaros que a veces se posan en la memoria. Realidades ahogadas por palabras. Y la elegiste a ella, porque ni siquiera te paraste a pensar. Solo recordabas una calle luminosa y tu sombra que acababa de salir del colegio.

Así que entraste acompañada. Pero a medida que ibas internándote en aquel espacio de penumbra incierta y largas estanterías susurrantes, la voz de la mujer se alejaba con displicencia, como los pájaros intermitentes que emigran del país del frío. Y te quedaste allí, recordando una mezquita que tenía la misma alfombra de entramados confusos sobre la que se paraban tus pies desnudos.

Y allí volvía a estar él: en una mesa, junto a la puerta.

Tu cuerpo se fue anestesiando con una calma infinita, de esferas vacías de reloj, arrancadas las agujas.

“Es oxígeno. Te vamos a poner oxígeno”.

No, no es oxígeno. Es que todas las bibliotecas son la misma, en realidad; y si no fuera por esa presencia, nunca descansarías. Jamás se fundiría tu vestido negro –no azul, ni blanco, sino negro- con el suelo, ni surgiría de las profundidades una voz sin tiempo que te diese la bienvenida a mayo.


domingo, 28 de abril de 2013

Waiting for the sun



"Las rosas sangrantes", Salvador Dalí, 1930


En sus ojos vacíos había dos relojes pequeños; uno marchaba en sentido contrario que el otro.

Luis Cernuda



Abril se desangra en vientos helados, en lluvias, en velos de tristeza. Variando aquel verso de Baudelaire: Voici l’hiver! –otra vez.

El mundo se niega aún a ingresar en un manicomio –o en un hospital psiquiátrico, como los llaman ahora-, a pesar de que, en su locura dirigida, ha cometido más homicidios que algunos de los más temidos presidiarios.

En cuanto al tiempo, mi fiel enemigo, de repente me sonríe y me guiña un ojo, como si quisiera hacerme partícipe de esta segunda oportunidad que me pone en bandeja de plata. Y yo, cobarde, como siempre, me atrevo solo a rozarla con la punta de los dedos, para que la Tierra no tiemble entera y me sacuda a mí en su estornudo final.

Y el tiempo sigue sonriendo, pero con una chispa de indulgencia en sus ojos cansados de relojes. Jamás se atrevería a sobreestimarme, porque no soy más que aire, ni siquiera viento. Y sólo nos presta las cosas; jamás nos las regala. Las oportunidades se marchan, como los días de sol y como las tristezas adolescentes.


¿… pero puedes recordar todo el tiempo que lloramos?


Lo sé, Jim, lo sé. Solo espero el sol; como tú, como todas las flores y como los barcos que sobreviven a las tempestades. Seré valiente, te lo prometo. Quiero vivir intensamente aunque no haya cumplido los veintisiete. Y después, quiero seguir viviendo. Tengo el valor suficiente para hacerlo.

Lo importante es que ahí fuera se den cuenta de que yo sé bailar. Quien no quiera mirarme, adelante, ¡que no me mire! Tengo que salir de aquí. Tengo que bailar un vals con los relojes y acabar dando la vuelta a los calendarios, y que las segundas oportunidades se conviertan en primeras. Tengo que lograr que la luz, la poca que queda en esta primavera muerta, no se marchite.

Si por lo menos amaneciera.

sábado, 20 de abril de 2013

Dentro


Casablanca (1942), de Michael Curtiz




Sí, ya recuerdo cómo empezaba: On a morning from a Bogart movie, in a country when they turn back time… Humphrey nunca fue guapo, ¿verdad? Pero tenía algo en la mirada que… Algo que parecía decir: “Volveré”.



Los acordes de piano son el exquisito prólogo a aquella historia en que la que la muchacha vestida de seda emerge desde detrás del sol para perderse por las calles imposibles de una ciudad en forma de acuarela. Tus pupilas son el lienzo. Todo ocurre allí, en el fondo de tus ojos. La noche se sucede tan rápido que apenas recuerdas fogonazos de luz que aceleran tu corazón y le arrancan fuegos artificiales (MANHATTAN MANHATTAN MANHATTAN).

Es mejor perder el sentido de la orientación, o de la realidad. La realidad también tiene un fondo de acuarela. Al menos, la tuya. Igual que Peter Lorre, contemplas de lejos un crimen, perdida entre la multitud. Eres tú, disparando sobre una proyección de ti misma. Ríes amargamente, porque el arma ni siquiera estaba cargada.

Amanece y, como en la canción, te resistes a salir de allí, aunque sepas que deberías hacerlo. Los acordes de piano no durarán siempre: y los que suenan ahora componen el epílogo. Lo curioso es que son exactamente los mismos del prólogo, y eso te hace soñar con que todo vuelve a empezar de nuevo.

Bueno, ¿y por qué no? La vida puede ser como tú la pintes, dentro de tus pupilas. Una acuarela, un espejismo que dure para siempre. Tienes la íntima certeza de que no estás hecha para el mundo de ahí fuera: siempre olvidarás cómo vivirlo: condenada a sufrir o a causar sufrimiento. Dentro de ti, todo es perfecto. Una vida independiente a la de fuera, que siempre te acompaña aunque nadie más que tú pueda verla.

Tal vez, la acuarela seas tú, y no el mundo. Un personaje de drama en blanco y negro que se desvanece nada más anunciarse el final: un personaje ingobernable. El crimen es exactamente ese: asesinar a la realidad –por no haber sabido cómo manejarla- para viajar a tu propio mundo. Hay veces en que la realidad sangra -no consigues cambiar el final de la historia-, y es terriblemente fría, y entonces solo deseas suicidarte de sueños, y vivir allí dentro. Con los fogonazos (MANHATTAN MANHATTAN MANHATTAN), las ciudades imposibles, los acordes interminables y un guión que te hace saber exactamente cómo actuar. Fuera, Al Stewart se ha callado para siempre, pero dentro, la canción se repite una y otra vez.

Nadie sabe lo que sucedió después: si Rick regresó al aeropuerto para esperar el avión que devolvería a Ilsa a Casablanca; y aunque no se vea en la película, existe una secuela en la que Escarlata O’Hara se marchó a buscar a Rhett Butler, porque sabía que era su amor verdadero. Y a pesar de que Humphrey jamás regrese, su mirada está cargada de ese aire grave y tierno que te permite decolorarte en blanco y negro para seguir soñando con un último beso, que dé a luz, otra vez, al primero. 



Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos.
Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre.

Alguna vez volveremos a ser.


Alejandra Pizarnik

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Larga y prematuramente adiestrado en el ejercicio de la paciencia y en la cuidadosa restauración de ilusiones sistemáticamente pisoteadas, me acostumbré muy pronto a quejarme en voz baja, a maldecir para mis adentros, y a hablar ambiguamente, poco y siempre de otras cosas; es decir, al uso de la ironía, de la metáfora, de la metonimia y de la reticencia. Si acabé escribiendo fue […] para aprovechar las modestas habilidades adquiridas por el mero hecho de vivir.

Ángel González

Entrega premios de relato 2011, "Una de piratas", Cadena SER

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Con José Manuel Caballero Bonald en la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2011

Ceremonia de entrega de premios del XX Aniversario de la UC3M

Ceremonia de entrega de los premios del XX Aniversario de la UC3M

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Lectura de poemas en la Feria del Libro 2010 de Madrid

Casa natal de Luis Cernuda, Calle Acetres, Sevilla, 2010

Casa de Luis Cernuda durante los años 20, Calle del Aire, Sevilla, 2008

Con la estatua a Federico García Lorca, Madrid, 2008

Casa de Rafael Alberti, El Puerto de Santa María, Cádiz, 2008

Casa natal de Antonio Machado, Palacio de Dueñas. Sevilla, 2010

Residencia de Estudiantes de Madrid, 2008

Museo Dalí, Figueras, Cataluña, 2008

Con la estatua a Ramón Mª del Valle Inclán, Madrid, 2010
Te juzgan mal y sufres por eso. Eres de nieve por fuera y de llama por dentro. Quien te toca se hiela mientras tú te abrasas. No sabes querer y estás queriendo siempre; no sabes vivir y estás vivo. Tu sitio no está en ninguna parte, siempre desearás un lugar diferente...

Luis Cernuda, Comedia inacabada y sin título