El mago efectúa el pase especial sobre la baraja, imbuyéndola de su poder maravilloso. Cuando levanta y muestra la primera carta, los chavales estallan en risas y alabanzas:
-¡Lo ha hecho, la ha encontrado, tío! -grita uno de ellos, casi zarandeando a uno de sus amigos- ¿Has visto? ¡Qué cabrón!
El mago permanece a la espera, disfrutando de la primera oleada de reacciones. Aún no ha terminado. La gente que pasa por la calle los mira, curiosa, y los más jóvenes se detienen a ver qué pasa. Cuando tiene de nuevo la atención del grupo, el hombre continúa con su rutina. Un corte, un pase aún más complejo que el primero, un chasquido. Mientras pasea sus ojos por los de los chavales, gira lentamente a baraja. Todas las cartas se han transformado en copias de la que el voluntario había elegido. Hay más risas y gritos de admiración y sorpresa, y empieza a escucharse una petición a nivel general:
-¿Cómo lo haces? ¡Cuéntanos el truco!
-¡Dínoslo, por favor!
-¡Que lo explíque!
El mago los mira, sin entender. Trata de explicarse, pero es muy difícil:
-Yo... por telepatía, he sabido cuál era tu carta... luego... he pedido a la baraja que coloque esa carta encima, y al final... al final, creo que es la propia baraja la que pide a todas las cartas que se disfracen...
-Pfff... No nos lo va a contar, los magos nunca dicen cómo hacen sus trucos -comenta uno de los muchachos- Venga, vámonos.
-¡Pero es verdad! -replica el mago- ¿Cómo si no iba a poder hacer algo así?
-Si no nos lo quieres contar, vale. Pero tampoco te rías de nosotros, tío. -contesta otro de los chavales- No mola nada.
El mago está confuso. ¿Qué esperan de él? Ya les ha contado cómo hace su rutina de la Carta Ambiciosa, pero siguen insatisfechos. Los chavales, con gesto de decepción, se van alejando de él en dirección a la tienda de videojuegos. Sólo uno de ellos, de unos 5 ó 6 años, se gira para despedirse. Su cara luce una radiante sonrisa: está deseando llegar a casa y hacerse con una baraja de cartas.
El mago se queda allí parado, a medio camino entre perplejo y entristecido. No entiende qué ha pasado. No entiende qué está pasando. Sólo sabe que cada vez le pasa más a menudo.
jueves, 23 de septiembre de 2010
martes, 21 de septiembre de 2010
Hay que comer
-Estoy hasta las pelotas de este puto psicópata. Cualquier día de estos le voy a partir la cara de anormal que tiene, es verlo llegar y me entran ganas de...
-Te faltan cojones.
-¿Qué? - Néstor se calla, en seco. A veces es la única manera de que cierre esa estúpida bocaza suya, que le pierde. No va a hacer nada de lo que está diciendo, toda su iniciativa escapa de él pegada a las palabras. Jodido imbécil...
-Que te faltan cojones. Huevos, tío. Todos los putos días es la misma canción: que si le voy a hacer esto, que si voy a hacerle lo otro -finjo la voz más estúpida que puedo; sé cuanto molesta, e intento no sonreir mientras tanto- ¡No vas a hacer nada, así que deja de farfullar y trabaja un poco, joder!
No sabe qué hacer. Su cara ha cambiado de color, yo diría que a un apropiado tono "te-partiría-la-cara", con el toque justo de "pero-me-faltan-cojones". Mira las carpetas que el supervisor acaba de dejarle sobre la mesa, y alarga la mano. Entonces, estallo en carcajadas. Me mira.
-¡Deberías haberte visto la cara! -sigo riendo mientras le apunto con un dedo- ¡Te lo has creído, reconócelo!
Su expresión se relaja cuando entiende que sólo era una broma. Frunce el ceño y amaga con lanzarme la grapadora a la cabeza. Me río otra vez: no va a hacerlo, realmente le faltan cojones. No bromeaba cuando se lo echaba en cara, el tío es un auténtico payaso. Llega tarde, trabaja poco y mal, y la carga de trabajo que él no saca cada día me la tengo que tragar yo, como buen gilipollas. Créeme, es una mierda ser el compañero de cubículo del hijo del jefe. Pero hay que comer...
Sigo riendo como un idiota. Cualquier día de estos le voy a partir la cara de anormal que tiene. Caigo en la cuenta de que llevo demasiado tiempo fantaseando con ello...
-Néstor, tío... -me mira, sonriendo- a mí sí que me faltan cojones.
-Te faltan cojones.
-¿Qué? - Néstor se calla, en seco. A veces es la única manera de que cierre esa estúpida bocaza suya, que le pierde. No va a hacer nada de lo que está diciendo, toda su iniciativa escapa de él pegada a las palabras. Jodido imbécil...
-Que te faltan cojones. Huevos, tío. Todos los putos días es la misma canción: que si le voy a hacer esto, que si voy a hacerle lo otro -finjo la voz más estúpida que puedo; sé cuanto molesta, e intento no sonreir mientras tanto- ¡No vas a hacer nada, así que deja de farfullar y trabaja un poco, joder!
No sabe qué hacer. Su cara ha cambiado de color, yo diría que a un apropiado tono "te-partiría-la-cara", con el toque justo de "pero-me-faltan-cojones". Mira las carpetas que el supervisor acaba de dejarle sobre la mesa, y alarga la mano. Entonces, estallo en carcajadas. Me mira.
-¡Deberías haberte visto la cara! -sigo riendo mientras le apunto con un dedo- ¡Te lo has creído, reconócelo!
Su expresión se relaja cuando entiende que sólo era una broma. Frunce el ceño y amaga con lanzarme la grapadora a la cabeza. Me río otra vez: no va a hacerlo, realmente le faltan cojones. No bromeaba cuando se lo echaba en cara, el tío es un auténtico payaso. Llega tarde, trabaja poco y mal, y la carga de trabajo que él no saca cada día me la tengo que tragar yo, como buen gilipollas. Créeme, es una mierda ser el compañero de cubículo del hijo del jefe. Pero hay que comer...
Sigo riendo como un idiota. Cualquier día de estos le voy a partir la cara de anormal que tiene. Caigo en la cuenta de que llevo demasiado tiempo fantaseando con ello...
-Néstor, tío... -me mira, sonriendo- a mí sí que me faltan cojones.
viernes, 13 de agosto de 2010
El Nº14
El individuo número catorce era el que gozaba de más privilegios: ya a partir de la tercera semana de madurez mental se le había permitido deambular por los pasillos del recinto inferior, sin apenas vigilancia. El personal de seguridad le dejaba incluso escudriñar durante un instante a través de los cristales de las cámaras de aislamiento, antes de apartarlo y dejar que siguiera con sus paseos. No tenía responsabilidades (no había sido creado para eso), con lo que todo cuanto hacía era observar su entorno con un interés desmesurado.
A veces entraban en su cámara a primera hora y le hacían preguntas. El equipo de diagnóstico mental pasaba horas sentado frente a él, mientras por el hilo musical sonaba “El mesías” una y otra vez. Le hacían rellenar cuestionarios interminables con preguntas casi idénticas entre sí. Después le mostraban los dibujos de Roscharch, y anotaban pulcramente cuanto él decía que le sugerían. En otras ocasiones se limitaban a conversar con él. Aunque él sabía perfectamente que se le dirigían muchísimas preguntas encubiertas en un contexto aparentemente casual (que los propios médicos habían forzado), las respondía sin reservas. La mayoría de las veces eran preguntas que más tarde servirían para evaluar el estado de su escala de valores, su respuesta ante problemas puntuales o detectar algún posible trastorno de la personalidad, aunque una vez a la semana las pruebas eran algo más complejas; Cada martes a las diez de la mañana lo llevaban a la “sala de gramas”. Aunque en los planos de La Instalación aparecía con el nombre “B-023”, todo el mundo la conocía como “sala de gramas” desde que se habilitó con los equipos actuales: un medidor de neurocinética, un electrocardiógrafo, un polígrafo y un analizador simultáneo de secreciones internas. Este último artilugio, que aún no estaba siquiera patentado, constaba de una vía intravenosa (semejante a una de suero) que se introducía en el antebrazo del individuo a estudiar. Esta vía extraía un pequeño pero constante torrente de sangre que era analizado a gran velocidad por un ordenador. Se utilizaba de manera similar a un polígrafo, aunque también podía simplemente dejarse conectado al sujeto e iniciar la proyección de un video con imágenes bien escogidas, para comprobar sus reacciones ante situaciones concretas. La experiencia había demostrado que, con entrenamiento, cualquiera puede engañar a un polígrafo convencional. Sólo es cuestión de mantener la serenidad para que el pulso y la respiración no se disparen. Sin embargo, este nuevo aparato se basaba en lecturas de sustancias de secreción involuntaria y refleja, tales como la adrenalina, la serotonina y un ámplio abanico de las denominadas endorfinas. Estas secreciones no pueden controlarse a voluntad, y tienen lugar como reacción a diversos estímulos como la ira, el miedo o la mentira. De esta forma, la probabilidad de error se reducía drásticamente.
Algunas noches, el Número Catorce salía a hurtadillas de su cámara (cuya puerta con un enorme número catorce atornillado raras veces estaba cerrada con llave), y se acercaba al Área 2. Nunca había conseguido llegar más allá de las puertas de cristal, vigiladas por dos guardias armados que lo devolvían invariablemente a su cámara. Algunas veces podía escuchar gritos más allá. Las voces le daban escalofríos, no porque fueran siniestras (que lo eran), sino por que se le antojaban desagradablemente familiares. Las mañanas siguientes a aquellas escapadas solían empezar con la visita del Doctor. Este hablaba con el Número catorce, y trataba de averiguar qué le había impulsado a acercarse a un recinto restringido como era el Área 2. Su actitud parecía la de un padre levemente disgustado por la travesura de su retoño, siendo mayor el enfado por la desobediencia que por la propia trastada. Tras una pequeña reprimenda, sonreía al Número Catorce y salía de la cámara, para continuar con sus trabajos.
El Número Catorce jamás había intentado averiguar nada acerca de sus orígenes. Conocía y comprendía el sistema reproductor humano, así como también sabía que él mismo era humano. Sin embargo, nunca preguntó por quienes debían haber combinado sus códigos genéticos para crearlo a él. Aun así, la respuesta a esas preguntas formaba parte de sí mismo: carecía de ombligo. Tal vez aquello nunca significase nada para él. El Doctor sabía que su inteligencia era suficiente como para comprender su origen con las “pistas” de que disponía, si es que alguna vez llegaba a mostrar algún interés por su procedencia. No había sido fácil educarlo en un ambiente totalmente aséptico en cuanto a lo que a cultura se refiere. La única pieza musical que conocía era “El Mesías”, el único libro que había visto era una copia de “El guardián entre el centeno” y nunca había presenciado una manifestación artística espontánea. El Doctor no quería que su cerebro se llenase de información inútil (así veía él el arte, y todo cuando no pertenecía a ciencias empíricas). El potencial del Número catorce era enorme, debido a que esta vez su cerebro se había formado de manera casi semejante a la natural. No quería desperdiciar el corto tiempo que tendría de vida (unos diez meses más, tal vez ni siquiera eso) enseñándole conceptos absurdos como “arte”, “amor” o “felicidad”.
El experimento había comenzado unos doce años atrás, aunque la edad del Número Catorce no pasaba de los 46 meses; su aspecto físico, sin embargo, era el de un hombre de unos 30 años. Carecía de vello facial (simplemente no le brotaba de las pálidas mejillas), y sus ojos eran los de un niño que, inocente, no es capaz de comprender la mayoría de las cosas que ocurren a su alrededor y las acepta por inercia. Nunca se le había maltratado, y, por supuesto, ignoraba el concepto de muerte; se había conseguido esquivar en su educación la mayoría de las cosas que condicionan la aleatoriedad (absurda paradoja) del carácter humano, tales como el dolor, la nostalgia causada por las pérdidas y la inevitabilidad de la propia muerte. De esta forma, se había conseguido crear un ser humano “puro e inocente”.
Establecer vínculos personales con los Individuos estaba totalmente prohibido para todo el personal excepto para el Doctor. Nadie podía, excepto él, entrar a voluntad en las cámaras de aislamiento o en la Catorce, a menos que la orden fuera expresa. De esta forma, el Doctor estaba seguro de que nadie del personal echaría por tierra todos aquellos años de trabajo por un descuido. Siempre que disponía de un momento se acercaba a la Catorce para conversar durante un rato con su experimento. Mantenían largas charlas acerca del tema diario, cuidadosamente elegido de antemano por el Doctor, que eran aprovechadas por éste para introducir nuevos conocimientos en la mente del Número catorce; a veces, tras semanas sin conversar sobre un tema concreto, el Doctor se sentaba frente a él y le dejaba hablar sin casi tomar parte. Comprobaba así su capacidad de asimilación de nuevos conceptos e ideas, que era sin duda la apropiada. O casi sin duda. Sucedía que el Número actual se mostraba reticente a tocar ciertos temas, tales como su propio génesis; mientras que los anteriores no habían sido capaces de comprender, de asimilar, de admitir la no existencia de papá y mamá (según el lloriqueante Número Uno), de Padre y Madre (desde la infinita falta de empatía del Número Dos), de XX y XY (como el cientifista e impersonal Numero Tres acabó refiriéndose a ellos), y un largo etcétera que sobrepasaba la docena de casos, el Número Catorce simplemente se comportaba de forma evasiva cada vez que entreveía la intención del Doctor de forzar el tema de conversación hacia cuanto sabía de sí mismo.
Así, en una ocasión en la que hablaban sobre anatomía y el funcionamiento del cuerpo humano, apenas unos días antes de la fecha programada para el Punto Crítico, el Doctor comenzó a hacer preguntas directas, para las que esperaba respuestas más o menos concretas; preguntas tales como “¿entiendes que para que un mamífero pueda reproducirse de forma natural hace falta que dos individuos de esa misma especie y sexos opuestos aporten sus genes?” o “¿Te das cuenta de que todos los humanos tienen ombligo, invariablemente de su raza?”. El Número Catorce se limitaba a asentir enérgicamente para dar a entender que ya hacía tiempo que había superado aquellos conceptos. Al disponerse a abandonar su cuarto el doctor, tras un par de horas de infructuosa labor, y mientras se planteaba seriamente suspender aquel experimento que parecía no conducir a ninguna parte, el Número Catorce posó una mano sobre su hombro. Fue un gesto tan leve como la caricia de una pluma, aunque golpeó el estómago del Doctor como un violento y amargo mazazo. Los reflejos de consuelo ante la pesadumbre ajena se omitían invariablemente en la educación de los Números, ya que la empatía podía ser tan contraproducente, o incluso más, que la característica falta de ella en los trastornos psicopáticos. ¿Un desequilibrio de su serotonina? ¿Tal vez alguien había “contaminado” al Número Catorce, relacionándose con él? La primera hipótesis fue descartada casi al instante, ya que el analizador simultáneo de secreciones internas habría dejado constancia de ello en su última visita a la sala de Gramas, hacía como máximo cinco horas. Y sin embargo, estaba totalmente seguro de que nadie se había podido relacionar con él en su ausencia…
Y así, mientras la palidez del rostro del Doctor crecía hasta hacerse casi tangible, el Número Catorce se acercó hasta su oído y le confesó:
A veces entraban en su cámara a primera hora y le hacían preguntas. El equipo de diagnóstico mental pasaba horas sentado frente a él, mientras por el hilo musical sonaba “El mesías” una y otra vez. Le hacían rellenar cuestionarios interminables con preguntas casi idénticas entre sí. Después le mostraban los dibujos de Roscharch, y anotaban pulcramente cuanto él decía que le sugerían. En otras ocasiones se limitaban a conversar con él. Aunque él sabía perfectamente que se le dirigían muchísimas preguntas encubiertas en un contexto aparentemente casual (que los propios médicos habían forzado), las respondía sin reservas. La mayoría de las veces eran preguntas que más tarde servirían para evaluar el estado de su escala de valores, su respuesta ante problemas puntuales o detectar algún posible trastorno de la personalidad, aunque una vez a la semana las pruebas eran algo más complejas; Cada martes a las diez de la mañana lo llevaban a la “sala de gramas”. Aunque en los planos de La Instalación aparecía con el nombre “B-023”, todo el mundo la conocía como “sala de gramas” desde que se habilitó con los equipos actuales: un medidor de neurocinética, un electrocardiógrafo, un polígrafo y un analizador simultáneo de secreciones internas. Este último artilugio, que aún no estaba siquiera patentado, constaba de una vía intravenosa (semejante a una de suero) que se introducía en el antebrazo del individuo a estudiar. Esta vía extraía un pequeño pero constante torrente de sangre que era analizado a gran velocidad por un ordenador. Se utilizaba de manera similar a un polígrafo, aunque también podía simplemente dejarse conectado al sujeto e iniciar la proyección de un video con imágenes bien escogidas, para comprobar sus reacciones ante situaciones concretas. La experiencia había demostrado que, con entrenamiento, cualquiera puede engañar a un polígrafo convencional. Sólo es cuestión de mantener la serenidad para que el pulso y la respiración no se disparen. Sin embargo, este nuevo aparato se basaba en lecturas de sustancias de secreción involuntaria y refleja, tales como la adrenalina, la serotonina y un ámplio abanico de las denominadas endorfinas. Estas secreciones no pueden controlarse a voluntad, y tienen lugar como reacción a diversos estímulos como la ira, el miedo o la mentira. De esta forma, la probabilidad de error se reducía drásticamente.
Algunas noches, el Número Catorce salía a hurtadillas de su cámara (cuya puerta con un enorme número catorce atornillado raras veces estaba cerrada con llave), y se acercaba al Área 2. Nunca había conseguido llegar más allá de las puertas de cristal, vigiladas por dos guardias armados que lo devolvían invariablemente a su cámara. Algunas veces podía escuchar gritos más allá. Las voces le daban escalofríos, no porque fueran siniestras (que lo eran), sino por que se le antojaban desagradablemente familiares. Las mañanas siguientes a aquellas escapadas solían empezar con la visita del Doctor. Este hablaba con el Número catorce, y trataba de averiguar qué le había impulsado a acercarse a un recinto restringido como era el Área 2. Su actitud parecía la de un padre levemente disgustado por la travesura de su retoño, siendo mayor el enfado por la desobediencia que por la propia trastada. Tras una pequeña reprimenda, sonreía al Número Catorce y salía de la cámara, para continuar con sus trabajos.
El Número Catorce jamás había intentado averiguar nada acerca de sus orígenes. Conocía y comprendía el sistema reproductor humano, así como también sabía que él mismo era humano. Sin embargo, nunca preguntó por quienes debían haber combinado sus códigos genéticos para crearlo a él. Aun así, la respuesta a esas preguntas formaba parte de sí mismo: carecía de ombligo. Tal vez aquello nunca significase nada para él. El Doctor sabía que su inteligencia era suficiente como para comprender su origen con las “pistas” de que disponía, si es que alguna vez llegaba a mostrar algún interés por su procedencia. No había sido fácil educarlo en un ambiente totalmente aséptico en cuanto a lo que a cultura se refiere. La única pieza musical que conocía era “El Mesías”, el único libro que había visto era una copia de “El guardián entre el centeno” y nunca había presenciado una manifestación artística espontánea. El Doctor no quería que su cerebro se llenase de información inútil (así veía él el arte, y todo cuando no pertenecía a ciencias empíricas). El potencial del Número catorce era enorme, debido a que esta vez su cerebro se había formado de manera casi semejante a la natural. No quería desperdiciar el corto tiempo que tendría de vida (unos diez meses más, tal vez ni siquiera eso) enseñándole conceptos absurdos como “arte”, “amor” o “felicidad”.
El experimento había comenzado unos doce años atrás, aunque la edad del Número Catorce no pasaba de los 46 meses; su aspecto físico, sin embargo, era el de un hombre de unos 30 años. Carecía de vello facial (simplemente no le brotaba de las pálidas mejillas), y sus ojos eran los de un niño que, inocente, no es capaz de comprender la mayoría de las cosas que ocurren a su alrededor y las acepta por inercia. Nunca se le había maltratado, y, por supuesto, ignoraba el concepto de muerte; se había conseguido esquivar en su educación la mayoría de las cosas que condicionan la aleatoriedad (absurda paradoja) del carácter humano, tales como el dolor, la nostalgia causada por las pérdidas y la inevitabilidad de la propia muerte. De esta forma, se había conseguido crear un ser humano “puro e inocente”.
Establecer vínculos personales con los Individuos estaba totalmente prohibido para todo el personal excepto para el Doctor. Nadie podía, excepto él, entrar a voluntad en las cámaras de aislamiento o en la Catorce, a menos que la orden fuera expresa. De esta forma, el Doctor estaba seguro de que nadie del personal echaría por tierra todos aquellos años de trabajo por un descuido. Siempre que disponía de un momento se acercaba a la Catorce para conversar durante un rato con su experimento. Mantenían largas charlas acerca del tema diario, cuidadosamente elegido de antemano por el Doctor, que eran aprovechadas por éste para introducir nuevos conocimientos en la mente del Número catorce; a veces, tras semanas sin conversar sobre un tema concreto, el Doctor se sentaba frente a él y le dejaba hablar sin casi tomar parte. Comprobaba así su capacidad de asimilación de nuevos conceptos e ideas, que era sin duda la apropiada. O casi sin duda. Sucedía que el Número actual se mostraba reticente a tocar ciertos temas, tales como su propio génesis; mientras que los anteriores no habían sido capaces de comprender, de asimilar, de admitir la no existencia de papá y mamá (según el lloriqueante Número Uno), de Padre y Madre (desde la infinita falta de empatía del Número Dos), de XX y XY (como el cientifista e impersonal Numero Tres acabó refiriéndose a ellos), y un largo etcétera que sobrepasaba la docena de casos, el Número Catorce simplemente se comportaba de forma evasiva cada vez que entreveía la intención del Doctor de forzar el tema de conversación hacia cuanto sabía de sí mismo.
Así, en una ocasión en la que hablaban sobre anatomía y el funcionamiento del cuerpo humano, apenas unos días antes de la fecha programada para el Punto Crítico, el Doctor comenzó a hacer preguntas directas, para las que esperaba respuestas más o menos concretas; preguntas tales como “¿entiendes que para que un mamífero pueda reproducirse de forma natural hace falta que dos individuos de esa misma especie y sexos opuestos aporten sus genes?” o “¿Te das cuenta de que todos los humanos tienen ombligo, invariablemente de su raza?”. El Número Catorce se limitaba a asentir enérgicamente para dar a entender que ya hacía tiempo que había superado aquellos conceptos. Al disponerse a abandonar su cuarto el doctor, tras un par de horas de infructuosa labor, y mientras se planteaba seriamente suspender aquel experimento que parecía no conducir a ninguna parte, el Número Catorce posó una mano sobre su hombro. Fue un gesto tan leve como la caricia de una pluma, aunque golpeó el estómago del Doctor como un violento y amargo mazazo. Los reflejos de consuelo ante la pesadumbre ajena se omitían invariablemente en la educación de los Números, ya que la empatía podía ser tan contraproducente, o incluso más, que la característica falta de ella en los trastornos psicopáticos. ¿Un desequilibrio de su serotonina? ¿Tal vez alguien había “contaminado” al Número Catorce, relacionándose con él? La primera hipótesis fue descartada casi al instante, ya que el analizador simultáneo de secreciones internas habría dejado constancia de ello en su última visita a la sala de Gramas, hacía como máximo cinco horas. Y sin embargo, estaba totalmente seguro de que nadie se había podido relacionar con él en su ausencia…
Y así, mientras la palidez del rostro del Doctor crecía hasta hacerse casi tangible, el Número Catorce se acercó hasta su oído y le confesó:
-“Doctor, hace ya un par de semanas que comprendí mi condición. Sé que no soy humano, o, al menos, no lo que la ciencia entiende por humano tradicionalmente. Creo estar seguro de que nadie en el mundo comparte sus alelos conmigo, y, hasta donde he podido entender de tantas conversaciones escuchadas a medias, he llegado a la absurda conclusión de que he sido engendrado artificialmente…–su tono al pronunciar “engendrado” revelaba su vana esperanza de ser tomado por estúpido y corregido inmediatamente; al no ocurrir esto, prosiguió– Doctor, ¿es esto cierto? ¿De verdad soy un ser carente de padre y madre? ¿Es posible que no exista en todo el mundo alguien cuyo único objetivo en la vida sea quererme? ¿Soy yo, de esta manera, un ser tan sumamente trivial e insignificante?” El silencio del Doctor debió ser tomado por afirmación irrevocable, ya que una única lágrima brotó de los suplicantes ojos del Número Catorce mientras era abandonado sin respuesta alguna en su cámara.
La siguiente mañana fue un enorme caos en La Matriz. A primera hora, el Doctor había llegado hasta la puerta con el gran número catorce atornillado, e instantáneamente había sabido que algo iba mal. El Número Catorce no estaba levantado aún, lo que contradecía su inquebrantable costumbre de levantarse y vestirse tan pronto como la luz de las cámaras era encendida. Tras empujar la puerta, el Doctor comprendió que había habido alguna clase de error a la hora de estimar la fecha del Punto Crítico; el Número Catorce yacía sobre su cama, y sus sábanas blancas llevaban hoy la roja mácula de la determinación fatal. El instrumento estaba tirado en el suelo –un cortaplumas que el Doctor creía haber extraviado hacía ya semanas- cubierto de sangre, y había una carta sobre la mesilla. El Doctor, con un gesto de infinita bondad y una tristeza ligeramente mayor, cerró los párpados del Cuerpo Catorce, cubrió la casi perfectamente redonda y nada casual herida de su vientre que le había hecho morir desangrado y llamó desde su comunicador portátil. En apenas un par de minutos, que el Doctor pasó contemplando el rostro casi de paz del Cuerpo Catorce, tres hombres entraron en la cámara; dos de ellos lucían blancas batas y arrastraban una camilla, y el tercero vestía un mono azul y portaba un destornillador en su mano derecha. Mientras los primeros cargaban el cuerpo en la camilla, y el segundo desatornillaba el número cuatro de la puerta para sustituirlo por un cinco que sacó de su bolsillo, el Doctor tomó la carta de la mesilla y comenzó a leerla:
“Queridos Papá y Mamá:
Lo siento, de verdad. No podéis imaginar cuanto os echo de menos; desearía poder hablaros, aunque solo fuera durante un momento, de todas las…”
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