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martes, 1 de noviembre de 2016

Arte y memoria




domingo, 28 de diciembre de 2014

El fin del arte

El arte, ¿es algo más que un producto de lujo?

El papel cada vez mayor que  juegan en el arte contemporáneo los grandes grupos financieros ligados a la industria del lujo suscita menos debate que el jugado por las tiranías petroleras. En contraste con la inclinación tradicional del mundo del arte hacia las posturas “radicales” y los discursos contestatarios, artistas, intelectuales y críticos de arte parecieran hoy paralizados por el miedo a una fuga de capitales; como si expresar el mínimo disentimiento los pudiera exponer a represalias que afectarían sus bolsillos. En este medio, en general vocinglero —y que ha sabido a veces ser contestatario— reina la omertà en cuanto de financiación se trata.  Al manifestar sospechas sobre el altruismo de tal o cual patrón (en el sentido de “mecenas”), la respuesta general suele ser que no hay auto-engaño, pero tampoco alternativa: la famosa TINA (There Is No Alternative1).  De este modo,  el desentendimiento del Estado, empobrecido por una crisis en la que los mismos grandes grupos financieros han jugado un rol importante, habría condenado al mundo del arte y la cultura a mendigarle a los ricos.
No nos erigimos en modelos de virtud. En el mundo de la cultura, ¿quién no ha participado de una u otra forma en las manifestaciones de una fundación privada? Pero cuando las fortunas más importantes de Francia rivalizan para intervenir de forma masiva en la producción artística, los argumentos clásicos a favor de este tipo de financiación nos parecen débiles e hipócritas.
Durante las manifestaciones artísticas “patrocinadas” de esta forma, se insiste siempre en la separación impermeable entre la actividad comercial del sponsor y la actividad cultural de la fundación que lleva su nombre. De hecho, hubo un tiempo en el que los grandes mecenas apoyaban a las artes sin tener protagonismo.  Se contentaban con una mención en tipografía de cuerpo 8 al calce de una segunda de forros, con una placa dorada en la esquina de un edificio, con unas palabras de agradecimiento como preámbulo. Pero nuestra época es una de anuncios estrepitosos, de fiestas faraónicas y publicidad gigante. Ya no se le da carte blanche a un artista para quedar en la sombra: se le comisiona la decoración de una boutique en los Champs-Élysées o la puesta en escena de la inauguración de una sucursal en Tokio. La tienda de bolsos de mano está separada de la galería por un delgado muro, las obras se mezclan con los accesorios que a su vez son presentados en pedestales y acompañadas de una cédula. A partir de ahora, las boutiques de lujo, se pretenden como prototipo de un mundo en el que la mercancía sería arte porque el arte es mercancía. En este mundo todo sería arte porque todo es mercancía. Montándoles pasarelas de oro, los nuevos dueños del mercado del arte han sabido corromper a los expertos y curadores más reputados, contribuyendo así al empobrecimiento intelectual de nuestras instituciones públicas. Esto no les proporciona de ninguna manera los medios para favorecer una idea del arte como tal, puesto que el patrón interviene sin cesar en las transacciones en las que tienen gran interés.
Tampoco hay impermeabilidad entre los negocios y las cosas del arte, no hay, de hecho, ni inocencia, ni altruismo en las ayudas que dichas personas dispensan. Sus empleados tienen siempre el cuidado de recordarnos que el mecenazgo es una antigua y noble tradición. Sin remontar hasta Romain Mécène –delicado amigo de los poetas— citan a Laurent de Médicis, Jacques Doucet o Peggy Guggenheim, de los que los señores Pinault y Arnault serían dignos sucesores.  Aún si se tratará de esos gentiles amateurs ilustrados que nos pintan las secciones culturales de los diarios y no de los negociantes sin escrúpulos que nos revela la sección económica, la contabilidad habla por sí misma.
La esencia del verdadero mecenazgo es la dádiva, el gasto ineficiente o, para hablar como Georges Bataille, “improductivo”. Los verdaderos mecenas pierden dinero, es solo por ello que merecen un reconocimiento colectivo. Ni el señor Pinault ni el señor Arnault pierden un céntimo en las artes. No solo desgravan una parte de las ganancias que no se encuentran ya en algún paraíso fiscal y adquieren para sí mismos —con mayor ganancia— salas de subastas, sino que desvían fondos públicos (como en la reciente exposición, tan apropiadamente llamada À double tour, en la Conciergerie2) para eventos que solo aspiran a elevar la cotización de los artistas en los que  — temporalmente— han decidido apostar. Destiemplan el mercado apropiándose de todos los eslabones de su cadena, buscando hacer y deshacer glorias. En una palabra: especulan con la colaboración activa de grandes instituciones públicas que intercambian favores por tesorería. Poseedores ya de las fortunas más importantes de Francia, se enriquecen aún más por medio del arte. Los que se presentan ante nosotros como nobles mecenas son en realidad especuladores. ¿Quién no lo sabe? Pero ¿quién lo dice?
Un argumento aún más frágil a favor de este modo de financiación para el arte llama al respeto del espíritu empresarial y a la consideración de los intereses industriales de Francia.  ¿No debemos reconocimiento a estas joyas de la corona CAC 403 por la ayuda que aportan a la creación? Basta sin embargo una ojeada a la historia de grupos financieros como los de los hermanos enemigos Kering-Pinault y LVHM-Arnault para entender que ya no se trata, y esto desde hace tiempo, de grupos industriales. Su política es clara y estrictamente financiera y solo la lógica del lucro determina qué empresas adquieren o abandonan. Esto lo han aprendido a la mala más de mil mujeres despedidas recientemente después de haber consagrado su vida profesional a La Redoute4.  Hoy, la gran empresa ha perdido su fábrica contra el Just-in-Time5 ; ha extraviado su producción industrial en la jungla asiática. A su política de caja registradora y de evasión fiscal los intereses nacionales le importan poco, como lo prueba el reciente ardid del señor Arnault en Bélgica6. Es la política en sí misma —obsesionada con los dividendos y ganancias a corto plazo— la que ha provocado la mayor crisis económica de los últimos cincuenta años, la que ha puesto de rodillas a naciones enteras y ha arrojado a la miseria y a la desesperación a millones de nuestros vecinos europeos.
Pero qué importa la inmoralidad del capitalismo encarnado en estos nuevos príncipes, nos dicen. Las manifestaciones artísticas no tienen ninguna consecuencia para ellos, que se mueven en otra escala. Este argumento cínico choca contra la evidencia de la orquestación mediática, puesto que la nueva cultura empresarial cree en “El Evento” como en un nuevo Dios. Las finanzas y la comunicación han remplazado a la instalación industrial y al equipo de ventas. Y es que el arte, bueno o malo, favorece el acontecimiento: “El Evento”, a menudo para su desgracia, algunas veces a su pesar. El arte fluctúa como el dinero y este movimiento puede incluso devenir en valor bursátil. Para una sociedad que se sueña rápida, adaptada a los flujos, el arte se ajusta al perfil de objeto del deseo y ofrece así a los nuevos consorcios financieros una vitrina ideal. Pueden esgrimirlo como su proyecto existencial. Y para que esta simbiosis neoliberal sea viable, basta con que el arte se deje absorber, que los artistas renuncien a toda autonomía. No es entonces sorprendente que el academicismo de hoy sea de diseño:  chic y plano, de shock y fotogénico, se embala fácilmente en el white cube del museo, se desembala igual de fácil en las profundas mazmorras de los castillos de naipes del mundo de las finanzas. Los museos privados de nuestros multimillonarios son los palacios industriales de hoy.
¿Podemos seguir creyendo que la apropiación de nuestro trabajo y el aval de nuestra presencia son solamente un elemento omisible en sus estrategias? Algunos de entre nosotros se dicen no solo de izquierda, sino marxistas, incluso revolucionarios. ¿Se quedan satisfechos ante tal evasión? ¿El poder aplastante del enemigo hace de él un amigo?  En estos tiempos de desempleo masivo, de pauperización de las profesiones intelectuales, de desmantelamiento de los sistemas de protección social y de cobardía gubernamental, los artistas, escritores, filósofos, curadores y críticos: ¿no tenemos nada mejor que hacer que ayudar a estos colosos financieros a recuperar la reputación pérdida? ¿Que contribuir, por poco que sea, a la imagen de su marca? En todo caso, nos parece urgente —en el momento justo en que para la inauguración de una fundación riquísima, su arquitecto (Frank Gehry) es celebrado en el Centre Georges Pompidou7— exigir que las instituciones públicas dejen de servir a los intereses de los grandes grupos privados acomodándose a sus elecciones artísticas. No pretendemos dar lecciones de moral. Queremos simplemente abrir un debate que ya no puede esperar y explicar por qué no vemos ningún motivo de celebración en la inauguración de la Fundación Louis Vuitton para el arte contemporáneo.

Pierre Alferi, escritor.
Giorgio Agamben, filósofo.
Madeleine Aktypi, escritor.
Jean-Christophe Bailly, escritor.
Jérôme Bel, coreógrafo.
Christian Bernard, director del Museo de arte moderno y contemporáneo (Mamco) de Ginebra.
Robert Cahen, artista.
Fanny de Chaillé, coreógrafa.
Jean-Paul Curnier, filósofo.
Pauline Curnier-Jardin, artista.
Sylvain Courtoux, escritor.
François Cusset, escritor.
Frédéric Danos, artista.
Georges Didi-Huberman, historiador de arte.
Suzanne Doppelt, escritor.
Stéphanie Éligert, escritor.
Dominique Figarella, artista.
Alexander García Düttmann, filósofo.
Christophe Hanna, escritor.
Lina Hentgen, artista.
Gaëlle Hippolyte, artista.
Manuel Joseph, escritor.
Jacques Julien, artista.
Suzanne Lafont, artista.
Xavier LeRoy, coreógrafo.
Philippe Mangeot, miembro de la redacción de Vacarme.
Christian Milovanoff, artista.

Marie José Mondzain, filósofo.
Jean-Luc Nancy, filósofo.
Catherine Perret, filósofo.
Olivier Peyricot, diseñador.
Paul Pouvreau, artista.
Paul Sztulman, crítico.
Antoine Thirion, crítico.
Jean-Luc Verna, artista.
Christophe Wavelet, crítico.

Carta publicada el 20 de octubre del 2014 en la revista informativa Mediapart.

Notas de la traductora
(1) «No hay alternativa»: eslogan, atribuido a Margaret Thatcher, utilizado en los años 80 para significar la necesidad y beneficios del libre mercado empresarial, el capitalismo y la mundialización y el inevitable fracaso de cualquier otra orientación.
(2) Referencia a la exposición de obras de la colección privada de François Pinault en la Conciergerie, edificio histórico de París.
(3) Índice bursátil basado en las 40 empresas de capitalización de valores más significativas de Francia.
(4) Empresa perteneciente al hijo de Pinault que recientemente suprimió 1178 puestos de trabajo.
(5) Método japonés de organización para las fábricas que pretende aumentar la productividad y “eliminar el desperdicio”.
(6) Quien solicitó la nacionalidad belga en 2012, arrepintiéndose al poco tiempo ante la presión de la opinión pública(las cargas fiscales belgas son mucho más ligeras que las francesas). 
(7) La inauguración de la fundación privada de Arnault coincide con una retrospectiva a su arquitecto en un museo público.

domingo, 1 de junio de 2014

jueves, 5 de septiembre de 2013

Arte incorrupto


miércoles, 4 de septiembre de 2013

Nace una estrella


miércoles, 3 de julio de 2013

Villa Martelli




miércoles, 12 de junio de 2013

Clap, clap

"El arte es inestabilidad y eso no se compra, ni se vende, ni se burocratiza", dice El Pato Lucas, el más sabio sitio de crítica de arte y cultural.

domingo, 12 de mayo de 2013

Invitación



miércoles, 10 de abril de 2013

Verde, que te quiero verde


viernes, 25 de mayo de 2012

A hacer la cola

CONFERENCIA
León Ferrari, la experiencia exterior
A cargo de Daniel Link
Lunes 28 de mayo, a las 18:30
Auditorio MALBA. Entrada gratuita.
Las entradas se entregarán a partir de las 12:00 del mismo día, hasta agotar la capacidad de la sala. 

La obra de León Ferrari es una crítica de la idolatría (la adoración de una imagen en lugar de la deidad, que se supone el Icono representa).La idolatría es tiempo perdido, de modo que hay que rechazarla tan terminantemente. Hay que recobrar el tiempo perdido, dice la obra de León Ferrari, cuya temática obsesiva es el Tiempo, los Tiempos (el tiempo del Apocalipsis y el de la Revolución; el tiempo del arte y el de la deyección, el Fin de los Tiempos, la Historia. Se analizará esa obsesión en las obras expuestas en "Brailles" y "Relecturas de la Biblia".





















domingo, 20 de mayo de 2012

Modernos de antes...































jueves, 19 de abril de 2012

Mejor la destrucción, el fuego


Una protesta por falta de presupuesto en un museo de Roma conmociona al mundo. Antonio Manfredi, director del Contemporary Art museum (CAM), resolvió quemar las pinturas del lugar para reclamar más fondos para cultura en medio de la crisis económica que vive Italia.


domingo, 1 de abril de 2012

León Ferrari, la experiencia exterior

por Daniel Link para Malba 
 
La obra de León Ferrari es muy conocida en el panorama de la plástica contemporánea, en el país y fuera de él. Ha estado rodeada, en varias ocasiones, de un escándalo sino previsto, seguramente merecido que, sin embargo, lejos de iluminar mejor las tensiones en las que se instala, parece oscurecerlas.
Los tópicos de la iconoclastia1, en las que el “escándalo” encuentra sus fundamentos (adhesión o rechazo) han puesto a Ferrari en el aparente lugar del destructor de imágenes, cuando su obra apunta precisamente a lo contrario: a la producción de imágenes, al pensamiento sobre la imagen, a la transformación de la imagen (en sus fundamentos teóricos, en sus efectos políticos); nunca, jamás, a su olvido.
Lo poco que de iconoclasta puede haber en la obra de alguien que ha insistido en la necesidad de considerar incluso a la escritura como imagen (es decir: no como la mera transcripción del habla, sino como un soporte de sentido por propio derecho, a medida que se desarrollan el ritmo y el tono del trazo y la inscripción), en todo caso, es una crítica de la idolatría (la adoración de una imagen en lugar de la deidad, que se supone el Icono representa).
La idolatría es tiempo perdido, de modo que hay que rechazarla tan terminantemente como en su momento lo hizo Marcel Proust: hay que recobrar el tiempo perdido, dice la obra de León Ferrari, cuya temática obsesiva es el Tiempo, los Tiempos (el tiempo del Apocalipsis y el de la Revolución; el tiempo del arte y el de la deyección, el Fin de los Tiempos, la Historia)2.
Más allá de la semioclastia con la que generalmente se la identifica, la iconoclasia, en el sentido de crítica de la idolatría, supone una preocupación (terca, irrenunciable) por la verdad, algo en lo que, sin dudas, se reconoce el arte de Ferrari, y una reflexión sobre el Tiempo/ los Tiempos (si hay verdad en el arte, es una verdad del Tiempo).
La obra de Ferrari, que desprecia los íconos y su cultivo (y por eso se reconoce antes en relación con el dominio de la imagen que con el dominio del arte3, preso de la idolatría tal vez más insidiosa) es, por lo tanto, necesariamente iconoclasta porque redefine la Imagen (no tanto el sistema de la imagen, sino la potencia de la imagen, su fuerza), necesaria para acceder a su verdad, que es verdad del Tiempo/ de los Tiempos.
Las obras reunidas en esta exhibición, que forman parte de dos series realizadas por León Ferrari a lo largo de tres décadas y hasta ahora sólo parcialmente conocidas, nos piden que orientemos nuestro examen en esa dirección, precisamente porque no son agitprop, son arte. No protestan por los males del mundo, sino que brindan testimonio de un cierto temblor en esos bordes o fisuras en los que la Ley se declara ausente, porque la cultura misma se ha desbaratado al chocar con otra placa que le ofrece resistencia (Oriente y Occidente, lo visual y lo táctil, etc.). Por lo mismo, su horizonte de reconocimiento no se agota en el alucinado mundito del arte. Hacen del Mundo y de las imágenes del Mundo su campo de experiencia.

(...)
 
En la perspectiva de Ferrari, hay un epílogo del final de la historia (del Tiempo, de los Tiempos, del Juicio) donde la humanidad se conserva como “resto” desprejuiciado (“desjuiciado”, lamentablemente, no existe en nuestra lengua) en las formas del erotismo, la risa, el júbilo ante la muerte, el arte. Las obras de Ferrari son esas marcas que han herido el papel (se trate de su mano, de una paloma o de un instrumento para trazar palabras en braille), que han subrayado frases, que han aislado fragmentos de su contexto y los han puesto a circular en una maquinación extranjera, exterior (que vuelve exterior los interioriores), que no es ya propia ni ajena sino un campo de iridiscencia sin centro y sin orillas, ese momento el que otra escritura (la escritura del Otro) acierta a escribir fragmentos de nuestra propia vida: en suma, cuando se produce una co-existencia de elementos disyuntivos.

El texto completo, acá.

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1 “—Quizás Dios puso el material en su camino para distraerlo de su obsesión iconoclasta. ¿Ya terminó con eso? ——No. Porque todavía quedan muchos creyentes a los que convencer”. Entrevista de Fernando García a León Ferrari en Clarín (Buenos Aires: domingo 17 de diciembre de 2006). Puede leerse en: http://edant.clarin.com/diario/2006/12/17/sociedad/s-06015.htm.
2 Sé que hay sólo una manera de relacionar los nombres de Marcel Proust y de León Ferrari, y es el camino de la Verdad, el camino de Gilles Deleuze, cuyas pistas sigo (en cuyas pistas, derrapo).
3 Desde el principio, hasta hoy. “Ignoro el valor de esas piezas. Lo único que le pido al arte es que me ayude a decir lo que pienso con la mayor claridad posible, a inventar los signos plásticos y críticos que me permitan condenar la barbarie de occidente; es posible que alguien me demuestre que esto no es arte; no tendría ningún problema, no cambiaría de camino, me limitaría a cambiarle de nombre: tacharía arte y lo llamaría política o cualquier cosa”, declaró a propósito del “escándalo” por La civlización occidental y cristiana, y “—Bueno, la Bienal de San Pablo tiene el gran mérito de poner lo estético en un segundo plano. No era una muestra de objetos sino de propuestas del medio artístico a problemas de la vida”. op.cit., nota 1.

domingo, 5 de junio de 2011

Youtube, el neolítico superior

por Daniel Link para Arteforum

Elijo, para terminar, mostrarles este video, que encontré casualmente en YouTube. Se llama Los últimos días de Nietzsche y fue publicado el 28 de enero de 2007. Como ustedes saben, Nietzsche murió el 25 de agosto de 1900, víctima de una neumonía. Un año antes, una apoplejía le había provocado una parálisis y, desde 1889, cuando sufrió un colapso mental en la turinesa Piazza Carlo Alberto y se abrazó a un caballo para protegerlo de la humanidad, permaneció recluido, bajo el cuidado de su madre, primero, y de su hermana Elisabeth después, quien volvió de Paraguay en 1893, para hacerse cargo de él.

Lacónicamente, quien publicó el video agregó una cláusula polémica: “Aunque la autenticidad de este clip haya sido debatida...”. Por supuesto, no hay rastros de ese debate antes de la publicación del video, aunque con posterioridad (obedientemente) se hayan discutido sus condiciones de posibilidad en los peores términos, es decir: en términos técnicos. Las tomas en espacios cerrados eran, por entonces, imposibles, aún suponiendo la luminosidad de un verano. Y los lentes de los que se disponía impedían acercamientos (close ups) semejantes a los que aquí se ven. Conclusión: el video es una falsificación urdida a partir de las fotografías tomadas por Hans Olde (citado, también, en YouTube), procesadas digitalmente.
Mi reacción (porque ya había visto a Heidegger, a Deleuze, a Derrida y escuchado a Celan en YouTube) no fue ésa, y me pregunté (la pregunta me asaltó antes incluso de poder pensarla) si se podía decidir de una pieza de archivo (que tal vez fuera una obra o cosa de arte) su verdad o falsedad (sobre todo, pero no sólamente, en tiempos de la digitalización de las imágenes).
Admitamos que la película no pudo ser rodada en su momento por razones estrictamente técnicas. Nada impide considerarla como un fruto de la imaginación (una potencia de actualización sino imposible, con certeza indefinida) que, sin embargo, llega hasta nosotros gracias a un ejercicio de anacronismo. Si el “esto ha sido” de la fotografía “sólo fue posible el día en que una circunstancia científica (el descubrimiento de la sensibilidad a la luz de los haluros de plata) permitió captar e imprimir directamente los rayos luminosos emitidos por un objeto iluminado de modo diverso”1, el movimiento y la cadencia respiratoria propios de la imagen-tiempo nos llegan por la mediación de otra circunstancia científica que no falsifica lo esencial de la intervención fotográfica, sino que la subraya por la vía de la suposición (naturalista hasta la médula) del gesto. De modo que, como la fotografía, Los últimos días de Nietzsche no dice (forzosamente) lo que ya no es, sino tan sólo y sin duda alguna lo que ha sido.
Como un poema-haiku, el video sostiene una vida impersonal, situada en un umbral más allá del bien y del mal (es decir: sobre la que no se puede predicar ni el bien y el mal). Muestra a Nietzsche durante el verano de 1899, pocos meses antes de su muerte, y no hace casi falta señalar que las fotografías de Hans Olde correspondientes a ese período han tocado, con sus luminancias2, ese cuerpo, en ese estado o, más bien, en ese trance o proceso que atraviesa lo vivible y lo vivido (de allí su aspecto de informe e inacabado).
El historiador o el bibliotecario podrán desdeñar ejercicios semejantes, pero un curador o crítico de arte debe estar atento sólo a ellos, porque constituyen el objeto de su práctica (¿no es “curar” una vigilancia atenta de lo que vive todavía?). Si la escritura es inseparable del devenir y “devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de (...) una molécula”3, hay que admitir que este video ha sido, al menos, escrito, y que, gracias a él, el campo potencial infinito de virtualidades configura la actualización misma de la realidad (lo que se llama “empirismo trascendental”4): lo que vemos es une vie... y por eso nos impresiona (hasta quitarnos el aliento).
“Puesto que lo que importa no es la “vida” de la foto (noción puramente ideológica), sino la certeza de que el cuerpo fotografiado me toca con sus propios rayos”5, el falsificador de YouTube encontró el punto exacto de pasaje de “la vida” a “una chispa de vida”.
Los últimos días de Nietzsche
recupera no al filólogo loco, sino “la chispa de vida en él” (la vida desnuda o la forma-de-vida), como estado de suspensión inasignable, entre la vida y la muerte (lo propio de la infancia, pero también de los moribundos). Es, por eso, una experiencia que fabrica, al mismo tiempo, juegos de lenguaje y formas de vida. Las piezas de ese juego son la leve animación del brazo y la cabeza, el casi imperceptible parpadeo de los ojos, el ruido de las cigarras y el cuerpo real de Nietzsche (impreso en las fotografías de Olde). De ese cuerpo que se encontraba allí (no importa, nunca importó, cuántas capas de mediación tecnológica haya que suponer) han salido unas radiaciones que vienen a impresionarnos a nosotros (que nos encontramos aquí) como los rayos diferidos de una estrella.
En lo que se refiere a las artes de la voz y del gesto, YouTube alcanza dimensiones a las que los museos, esas instituciones decimonónicas, no pueden llegar sin falsificar la historia y la lógica del universo. El biografema borgeano “El universo (que otros llaman la Biblioteca)” alguna vez pudo entenderse como un admirable ejemplo de ficción. Su traducción actual, “El universo (que otros llaman YouTube, esa serie heterogénea de actos independientes, ese desplazamiento, esa investigación en manada de la masa), se adecua a nuestra realidad tanto como alguna vez el mundo se adecuó a la letra de la Enciclopedia de Tlön.



Buenos Aires, mayo de 2011

1 Barthes, Roland. La cámara lúcida. Barcelona, Paidós, 2009, pág. 94

2 Barthes. Op.cit, pág. 95

3 Deleuze, Gilles. “La literatura y la vida” en Crítica y Clínica. Barcelona, Anagrama, 1996

4 Deleuze, Gilles. “La inmanencia: una vida...”

5 Barthes. Op.cit.

domingo, 13 de febrero de 2011

Calamidad cósmica

Por Daniel Link para Perfil Cultura

Con gran pompa, acaba de presentarse en Madrid la primera edición en castellano del Atlas Mnemosyne de Aby Warburg (gracias, Elena y Valentín), esa suerte de instalación sobre ciertos motivos del arte clásico y el arte renacentista (en fin, el “arte moderno”) en el que Warburg trabajó maníacamente durante los últimos años de su vida (1924-1929) y que constituye, al mismo tiempo, una formidable reflexión sobre la historia del arte y sobre las ficciones curatoriales que permitirían ponerla en evidencia. Warburg pretendía ditribuir en paneles ciertas imágenes (reproducciones, fotografías, dibujos y gráficos) que, por mera juxtaposición, dieran cuenta de ciertas persistencias, ciertas traslaciones y ciertas mutaciones de la imaginación artística, considerada como una práctica de distanciamiento entre uno mismo y el mundo (“acto fundacional de la civilización humana; cuando este espacio interpuesto se convierte en sustrato de la creación artística, se cumplen las condiciones necesarias para que la conciencia de la distancia pueda devenir en una función social duradera, la suficiencia o el fracaso de la cual como instrumento espiritual orientador determina el destino de la cultura humana”). De modo que podría decirse del Atlas Mnemosyne (ahora bellamente presentado por la editorial Akal y celebrado hasta la apoteosis en el Museo Reina Sofía) que es un museo portátil de la función-arte armado de acuerdo con el “asco al esteticismo de la historia del arte” al que Warburg no se cansó de referirse. Las imágenes son, para Warburg, una “necesidad biológica”, constituyen un producto intermedio entre la religión y el arte” y, por eso puso como epígrafe de otra de sus decisivas contribuciones a una teoría de la imagen la frase inquietante (pero para nada ambigua): “Como un viejo libro enseña, Atenas y Oraibi son lo mismo”. Oraibi es una de las principales aldeas hopis de Nuevo México, que Warburg había visitado en 1895 y en cuyos rituales se detuvo en 1923, cuando pronunció la conferencia El ritual de la serpiente.
Al desconfiar (radicalmente) del esteticismo y del formalismo que con él se asocia, Warburg quería restituir la función-arte y las prácticas artísticas al espacio ritual en el que habían encontrado su sentido primero como herramientas de distanciamiento y, por lo tanto, de reflexión (lisa y llanamente: una forma de pensar el destino, la herencia y la comunidad). Ideas parecidas fueron desarrolladas por Carl Einstein (cofundador de la revista Documents) en varios textos.
Así, en “Sobre el arte primitivo” (1919), Einstein señalaba que, para compensar lo que le faltaba de arte directo, Europa producía en exceso explotadores artísticos, personas interpuestas, agentes de segunda mano, rentistas de la tradición, a los que llamaba “europeos indirectos”.
“El arte europeo”, concluía Einstein, “está imbricado en el proceso de la capitalización diferenciada. Atrás queda la época de las ficciones formales. Con la decadencia de la economía del continente se desmorona también su arte”. Desde esa perspectiva, cada obra, en la medida en que no se encamine a la reestructuración social que podría darle algún sentido a todo, es solo una pieza más de esnobismo reaccionario (Carl Einstein. El arte como revuelta. Escritos sobre las vanguardias. 1912-1933).
En 1926, analizando el Museo de Etnología de Berlín, Carl Einstein comprobó que cada objeto de arte o cada utensilio que vaya a parar a un museo es privado de sus condiciones de vida, de su entorno biológico y, por lo tanto, del efecto que le es propio: “La entrada en el museo confirma la muerte natural de la obra de arte y consuma el acceso a una inmortalidad sombría, muy limitada y, digamos, estética”. Un retablo o un retrato, arrancados de su entorno, son sólo un fragmento de trabajo muerto. Aislados en una exhibición, se falsifica y se limita el efecto de esos objetos (y de la función-arte con ellos asociada).
Lejos de colocarlo en el lugar de un respeto acrítico o temeroso de la tradición, habría que subrayar que Carl Einstein comprendía, tanto como Aby Warburg, la radical bipolaridad de vida y muerte que se agitan en el arte: “El museo modifica por completo el carácter de todo arte, ya que éste adquiere valor por sí mismo. Sustraído al más allá de la fe viva, es investigado con arreglo a su valoración formal”.
Si me detengo en estas hipótesis no es porque sean desconocidas entre nosotros (José Emilio Burucúa y Raúl Antelo han actualizado en repetidas oportunidades sus implicancias) sino porque, en cierto sentido, han orientado la serie de paseos a través de los museos que ahora cerramos: el Guggenheim y el MOMA de Nueva York, el Museo Larco Herrera de Lima, el MALBA, el MNBA, la Fundación Proa, la Colección Constantini y el MAMBA de Buenos Aires, la Tate de Londres, el MAXXI de Roma, la Bienal de San Pablo, Internet.
En todas partes constatábamos esa tensión entre lo vivo y lo muerto (el arte es una forma de vida y, al mismo tiempo, tematiza otras formas de vida) que, en algunos casos, se sostenía en su precario equilibrio en los museos y las ficciones curatoriales que sostenían las diferentes muestras, y que, en otros, quedaba sepultada en un amontonamiento inconsecuente y sin sentido de fragmentos de trabajo muerto y de esnobismo reaccionario.
Las mejores muestras, pienso retrospectivamente, fueron las que precisamente investigaron el “lugar del muerto” del arte en las sociedades contemporáneas: la de Tim Burton en el MOMA, la de Gino De Dominicis en el MAXXI o las que pusieron el acento no tanto en los procesos de acumulación sino en la lógica de destrucción propia del capitalismo (Dominó Caníbal de Cuauhtémoc Medina), y esto es así no tanto por prejuicio o gusto personal, sino porque, como queda demostrado desde las perspectivas de Einstein o de Warburg, toda otra elección conduce a un formalismo estéril y vacío de sentido. Los más claros ejemplos serán siempre los museos imperiales, que amontonan “pedazos de piedra que habían sido concebidos para que, azotados por el viento en una colina del Mediterráneo, dijeran cosas sobre la relación con la historia y con lo sobrenatural que una comunidad había decido sostener como propia, como una forma de vida (un estilo, sí, pero también una ley formal y una sustancia)” y que hoy, porque fueron forzados a ocupar una posición en una determinada política curatorial, “perdieron su carácter sacro (al mismo tiempo sagrado y maldito, imposible y prohibido)”.
Pero no hace falta referirse al “arte primitivo” o a las lejanas piedras de los orígenes de la civilización para incurrir en un imperialismo cultural tan desasosegante: lo mismo puede decirse cuando las ficciones curatoriales toman a Berni, Warhol o Kandinksy como objeto de su contemplación irresponsable y exhiben las piezas asociadas a esos nombres totalmente desgajadas de la experiencia que las constituye, las explica y les otorga su sentido.
Tal vez el arte, como el ser humano, no sea sino una calamidad cósmica (y por eso persiste, como un grito, a pesar de todas las advertencias y constataciones de deceso).
Curare, curar es restituir una experiencia de distanciamiento (una forma de vida) para que alguien pueda aprender (o inventar) a partir de ella una manera de resolver la tensión entre lo vivo y lo muerto.


jueves, 27 de enero de 2011

Reacción

Fuimos, en petit comité convocado por Fundación Proa, a contemplar (¡por última vez en Argentina!) la instalación de Matilde Sánchez, "Reacción a Reacción de Jorge Macchi". En efecto, por expreso pedido de Jorge Macchi, los "restos de la obra que actualmente continúan en la sala" deberán ser retirados.
La decisión es, por donde se la mire, desacertada. Primero, porque lo que se ve en Proa, en el contexto de la muestra Of Bridges & Borders excede largamente la noción de "resto", "ruina" o "residuo" y debe leerse como una obra nueva (cuya coautoría corresponde, por supuesto, a Matilde Sánchez, quien debería haber tenido la oportunidad de decidir algo al respecto).
Alguien (Ricardo Jarne) bautizó a la obra como “el Gran Vidrio argentino”, asimilación pertinente por muchas razones. Por un lado, porque sabemos (gracias a las investigaciones de Raúl Antelo), lo mucho que reflexionó Duchamp sobre los vidrios durante su breve estancias en Buenos Aires. Por otro lado, porque sabemos que, pese a que una de las copias del Gran Vidrio ("La novia desnudada por sus solteros, même") se rajó y se astilló de parte a parte, Duchamp insistió en que se exhibiera de ese modo.
Matilde Sánchez señaló que Reacción era todo lo contrario de un ready-made a lo Duchamp, y tiene razón. Pero el Gran Vidrio no es un ready-made (su realización se extendió entre 1915 y 1923). De modo que podría pensarse (y Jorge Macchi parece sostener esta hipótesis) que, así como en el Gran Vidrio (ocho años de polvo depositado entre las láminas de vidrio, rajaduras, etc...), gran parte de la significación de Reacción, hecha en vidrio soplado, tenía que ver con determinadas contingencias que habrían de ocurrir a lo largo del tiempo, como efectivamente comenzó sucediendo desde el día mismo de la inauguración.
En Proa, protesté cuanto pude en contra del desmantelamiento de "Reacción a Reacción" y, cada vez, se me oponían vagos reparos legales. Pero, ¿de qué estamos hablando?: ¿de arte o de propiedad? Si la obra de Macchi no hubiera sido accidentalmente destrozada (como sucedió), sería la pieza más importante de la muestra Of Bridges & Borders (basta, como punto de comparación, detenerse en las trivialidades en sucesión que Thomas Hirschhorn ha acumulado insensatamente a lo largo de una pared: una serie de collages que, ¡oh qué profundo!, juxtaponen escenas de moda y cadáveres y cuerpos mutilados, "llevando al público a reflexionar sobre las relaciones básicas del mundo que nos rodea a través de los medios de comunicación, las publicidades y la propaganda política. Su serie de collages nos presenta de una forma sencilla y frontal el contraste entre la belleza socialmente aceptada y los desastres ocasionados por los conflictos bélicos", ¡qué barbaridad!). Frente a un sencillismo semejante (que habríamos de censurar hasta en una muestra de escuela secundaria), las obras de Macchi (primero) y la de Macchi-Sánchez, después, ganan en potencia porque no es que tematicen la destrucción sino que hacen de la destrucción el principio compositivo del arte (tal vez, el único que pueda todavía sostenerse con cierta dignidad).
Pero no, "Reacción a Reacción" será barrida y embolsada (la Esfinge, que carece de nariz, podría sufrir idéntico destino en cualquier momento, si tal criterio se impusiera con unanimidad). Hay un video de una cámara de seguridad en el que se ve el momento del "desastre" (que no es tal, naturalmente, sino la transformación de una obra en otra, como debe ser siempre): Matilde Sánchez, obnubilada, camina con su carterita hacia la intervención artística (se vuelve, ella misma, con su cuerpo, un punto iridiscente de la historia del arte argentino). De acuerdo, dije: saquen los "restos", pero pongan el video de la cámara de seguridad (acompañado de los videos del proceso de instalación de Reacción). Hagan del accidente el motor de la historia.
Nada de lo sucedido, por otra parte, escapa a la ficción curatorial urdida por Sigismond de Vajay y, todavía más, la potencia hasta niveles propiamente alucinatorios: las fronteras, las divisiones (sociales), las sociedades de control (quiero decir: el capitalismo en la forma en que lo conocemos), la función-arte, la destrucción y la errancia: para hablar de todo eso que la muestra Of Bridges & Borders quiere hablar bastaría con "Reacción a Reacción".
Hago desde aquí, pues, un último pedido desesperado: salven a "Reacción a Reacción" de la barbarie. No la tiren: regálenmela.

domingo, 2 de enero de 2011

El último museo



Por Daniel Link para
Perfil Cultura

Hace unos años Lidia Blanco, por entonces directora del Centro Cultural España en Buenos Aires, destacaba la paradoja de una ciudad que de no tener absolutamente nada pasaría a tenerlo todo. Se refería a la cantidad de museos y sitios de exposición que se inauguraron en los últimos cinco años (el Padelai, esa fantochada dominada por el mal gusto de una España en crisis; la Colección Fortabat; el Palacio de Correos; la nueva Proa y una larga lista que culmina con el último museo de todos, el MAMBA).
La prensa, en su gran mayoría, celebró sin hesitación la reapertura del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA), dirigido por Laura Buccellato desde 1997 y cerrado por remodelación en 2005.

Como en tantas otras ocasiones, se trata de una inauguración falsa, porque la obra no está terminada: fueron abiertos al público poco más o poco menos (según los diarios que se consideren como fuentes) de 3.000 metros cuadrados de los casi 12.000 que el MAMBA tendrá cuando el largísimo proceso de construcción y refacción concluya (si es que alguna vez esa circunstancia se concreta). Al día de hoy, el MAMBA no tiene tiendita (que, como todo el mundo sabe, es el centro secreto de cualquier museo, su razón de existencia) ni guardarropas, y son más las puertas cerradas en la planta baja y en el primer piso que las que están abiertas al público.

Más desconcertante todavía es la prohibición de hablar del tema que rige para los empleados y funcionarios del MAMBA. Cualquier pregunta que uno quiera hacer sobre la reforma deberá canalizarla directamente al área de prensa del Ministerio de Cultura de la ciudad de Buenos Aires, lo que da a entender que en una simple obra de ampliación se juega algún destino político y se dirimen internas de poder. Parte del MAMBA ya está abierto al público y está bien que así sea, pero nadie podría jactarse de una apertura tan parcial y desprolija que, en los catálogos de las muestras con las que el museo abrió sus puertas, se suministran una dirección electrónica de gmail y un blog (en plataforma blogspot) en vez de los tradicionales dominios .org, .gov o .edu que corresponderían en este caso.

Además, el limitado espacio (equivalente al que ocupa la colección Fortabat) apenas si permite la exhibición de un puñado de las 7000 piezas que constituyen el patrimonio del museo en la nueva sala del primer piso, donde se exhiben algunas obras de la colección Pirovano (una de las principales donaciones de las que el MAMBA puede enorgullecerse) en diálogo (que Laura Buccellato, en el texto del catálogo, llama tal vez con exceso “un per saltum
dialéctico”) con otras obras del acervo. La muestra así reunida (curada por Laura Buccellato y Cecilia Rabossi) lleva el extraño título “El imaginario de Ignacio Pirovano” (París, 1909 – Buenos Aires, 1980), que no parece ser la denominación más adecuada para las piezas de op art, arte abstracto y concreto que dominan el conjunto. Además, introduce una noción, “el imaginario”, sobre la que nada se dice en los textos que acompañan la muestra, tal vez porque eso habría obligado a un tratamiento diferente del material exhibido, destacando, por ejemplo, los puntos de juntura que, necesariamente, constituyen lo imaginario y la imaginación: en el caso del op art (que en Argentina hizo escuela bajo el titulo de “arte generativo”), habría que haber señalado la coincidencia histórica entre ciertas obsesiones formales y el imaginario de las drogas (en particular, las alucinógenas), per saltum dialéctico sin el cual no se entiende esta práctica artística.
Más allá del título desafortunado, la muestra es un buen repertorio de un arte tal vez demasiado fechado pero que no carece de interés, puesto en correlación con los antecedentes de la abstracción dentro y fuera del país. Particularmente feliz es la disposición de las piezas “extranjeras” (la apretada sucesión de Klee, Kandinsky, Herbin y Delaunay dice algo sobre los aires de familia y, al mismo tiempo, sobre las singularidades de las prácticas estéticas).

En la planta baja, en la “sala vieja” del MAMBA se ha dispuesto bajo otro título confuso, “Narrativas inciertas”, una muestra panorámica de las tendencias del arte argentino de los últimos veinte años. En palabras, otra vez, de Laura Buccellato, los artistas invitados “ofrecen su visión de un mundo suspendido, incierto, inestable, en permanente fluctuación”. La curadora, Valeria González, que aceptó la encomienda y el título propuesto por la directora del MAMBA, consideró que alcanzaba con poner su texto de presentación bajo la autoridad del “Principio de incertidumbre de Heisenberg” (que puede ser cualquier cosa, pero que es, sobre todo, una noción muy precisa que nada tiene que ver con la fluctuación permanente). Corresponde nombrar a todos los artistas antologizados en esta muestra temporaria: Gabriel Baggio, Eduardo Basualdo, Nicola Constantino, Dino Bruzzone, Matías Duville, Leandro Erlich, Estanislao Florido, Max Gómez Canle, Sebastián Gordón, Diego Gravinese, Marcelo Grosman, Carlos Huffmann, Iuso, Martín Legon, Lux Linder, Fabián Marcaccio, Hernán Marina, Alberto Passolini, Esteban Pastorino, Débora Pierpaoli, Alexandra Sanguinetti, Mariano Sardon, Alejandra Seeber y Mariano Vilela.

Los conocedores de las tensiones últimas del arte argentino (no es mi caso) podrán evaluar si la selección es representativa o tendenciosa. Y es muy probable que el visitante del MAMBA considere que parte del material expuesto es o pavote o execrable. Pero por alguna razón que tiene que ver con la habilidad en la disposición de las obras, se deja leer en la primera mirada como un conjunto de calidad pareja.

El Marcaccio (muy impresionante) domina el conjunto desde una posición privilegiada. La mejor pieza, la instalación de Mariano Sardon, podría haberse destacado más en otro lugar, pero nadie la pasará por alto, tan complejo y tan exquisito es su mecanismo.

Las fotografías de Nicola Constantino (al mismo tiempo espléndidas y triviales) están acompañadas de un taburete que no sólo interfiere en la circulación sino que además subraya el divismo de la artista.

El MAMBA es el último museo no sólo por una cuestión ordinal (el último que ha sido inaugurado) sino porque su “misión” lo acerca peligrosamente a esas instituciones sin objeto cierto: “el arte de hoy”, lo que en algún sentido lo obliga a presuponer la existencia de aquello que, desde muchos puntos de vista, podría declararse muerto.

Las dos muestras que el edificio de San Juan 350 alberga son, en algún sentido, reveladoras de esa tensión entre la eternidad del arte y su caducidad sobre la que Baudelaire dijo palabras definitivas: "la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable”. La mitad de lo que el MAMBA está obligado a guardar y a exhibir lleva la marca de la muerte (o todo lo que el MAMBA guarda y muestra está semiherido de muerte). Por ese lado, tal vez, se habrían encontrado mejores títulos para las dos muestras con las que el MAMBA ha vuelto a la vida.

domingo, 5 de diciembre de 2010

La museificación del gusto propio

Por Daniel Link para Perfil Cultura

Ni la tilinguería de quienes las llevan a cabo consigue arruinar del todo las buenas ideas. Hace unos meses fue presentada en sociedad la “Milla de los Museos”, un corredor de turismo cultural que asocia los museos comprendidos entre Retiro y Figueroa Alcorta y Salguero (donde está situado el Museo de Arte Latinoamericano, institución privada formada a partir de la Colección Constantini).
Se trata de 15 museos públicos y privados situados a lo largo de aproximadamente cuarenta cuadras en la zona norte de la ciudad, que pueden recorrerse en un bus turístico, a pie o en bicicleta. Como cualquiera sabe, una milla equivale a 1,60 kms., de modo que la designación, lejos de ser descriptiva, se revela como un capricho de los funcionarios municipales, que habrán considerado un alarde de fineza la utilización de una medida de longitud tan ajena a los usos corrientes en nuestro país.
El desliz terminológico no arruina la iniciativa, que bien podría haber usado esa vieja medida itineraria colonial, la legua, que cubre con mayor precisión los aproximadamente cuatro kilómetros que una persona puede cubrir en una hora (la legua romana y la francesa medían 4,44 kms.; la legua castellana, 5,57 kms.).
Si me detengo en estas precisiones es porque al sur de Retiro queda un territorio museológico de poco más de 5 kms. (desde la novísima Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat, en Puerto Madero, hasta la Fundación Proa, en el corazón de La Boca), que podría adoptar la más precisa (y más criolla) denominación La Legua de los Museos (y que incluiría, en su justo medio, al Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Buenos Aires, próximo a ser reinagurado después de los años que demandó su ampliación, al Museo del Cine, que sufrió idéntica suerte, las salas del CCEBA en el Padelai, y a tantos otros). Que lo que tiende al norte se llame milla y lo que tiende al sur se llame legua podría servir para disimular la ignorancia o el rechazo de nuestras tradiciones al transformarlos en una necesidad topográfica.
Detengámonos en el comienzo de esa hipotética Legua, la calle Olga Cossettini Nº 141, en el desangelado barrio de Puerto Madero.
El edificio que alberga la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat fue diseñado especialmente por el estudio de arquitectura Rafael Viñoly Arquitects PC (aunque, hacia el final, hubo desavenencias entre la Sra. Lacroze y el arquitecto uruguayo). Construido en el Dique 4, el elegante edificio destina 3.000 m2, en cuatro niveles, a la exhibición de la colección reunida a lo largo de los años por esa generosa seguidora de las tendencias hegemónicas del arte universal y curadora principal (junto con un equipo de asesores cuyos nombres jamás fueron revelados, tal vez para proteger su identidad de los evidentes desatinos del montaje).
El recorrido lleva, en ese orden y desde el acceso en planta baja, al primer subsuelo, al segundo, al piso primero y al piso segundo, donde se suceden sin orden ni concierto “salas” que llevan nombres como “Sala familiar”, “El paisaje, la ciudad y la tradición. Siglos XIX y XX”, “Arte internacional”, “El espíritu de la modernidad”, “Figuraciones I”, “Figuraciones II”, “Abstracciones y nuevas formas de la figuración”, “Antonio Berni”, “Raúl Soldi” y “Objetos de la colección”. Yo le hubiera agregado al final el borgeano “Dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello”, como para subrayar el presupuesto de que “no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural” que parece deducirse de una semejante mezcolanza de criterios, o su subordinación al voluptuoso capricho del gusto o de la propiedad (que tal vez sean lo mismo: el “gusto propio”).
La Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat debería ser un orgullo para la Ciudad de Buenos Aires, que puede exhibir una delicadísima escena veneciana (levemente deteriorada) de Turner, junto con otras maravillas (dos Petorutti, ocho Xul Solar, seis Berni, incluida la imprescindible instalación La Difunta Correa, un Brueghel deslumbrante) y algunas abominaciones como la “Tacita con fruta” (1990) pergeñada por el Maestro Ernesto Sábato, que hubiera encontrado su lugar natural junto con los relieves, las máscaras y los mosaicos que se amontonan en la sección “Objetos (perdidos) de la colección”.
Lo mismo que hemos señalado respecto de la “Milla de los Museos” obliga a la crítica a detenerse en aquellos aspectos que opacan la presentación del arte y, en última instancia, el disfrute y la formación del paseante, que deberían ser los principios rectores de toda intervención museográfica.
No es sólo el desbarajuste categorial lo que hay que reprocharle al sistema designativo elegido por la Fundación Fortabat para exhibir una colección que, más allá del convencionalismo del gusto artístico que supone, impresiona por la cantidad y calidad de las piezas que contiene. Además de las superposiciones parciales de las etiquetas (“El paisaje, la ciudad y la tradición”, “Arte internacional”, “El espíritu de la modernidad”), no se entiende por qué el retrato de la Sra. Fortabat firmado por Andy Warhol o los exquisitos cuadros de Amalia Amoedo (la nieta menor de la coleccionista) no integran la “Sala familiar”, donde no sólo lucirían mejor sino que alabarían todavía más la gloria de una de nuestras familias patricias.
Fiel a las últimas avaras tendencias en museografía, la Colección Fortabat no dedica un solo centímetro cuadrado de sus paredes a explicar los criterios de agrupamiento de las diferentes piezas (que seguramente tampoco fueron explicitados en la única herramienta pedagógica que se ofrece al visitante, el audiotour). El efecto es desasosegante: en una sucesión sin tregua y sin pausa se suceden las piezas más disímiles (al lado del Turner, en ubicación privilegiada, un dibujo intrascendente de Klimt sobre papel), que terminan asfixiándose en los 3.000 mts. que se les destinan (El Museo de Arte Moderno dispondrá de 2.600 mts. de espacio exhibitivo; Fundación Proa, al Fondo de la Legua, distribuye sus muestras en 1.000 mts.).
Tal vez escaso para un museo, el espacio con el que cuenta la Colección Fortabat parece adecuado si, además de un ordenamiento que potenciara el valor de las piezas, se procediera a una selección un poco más criteriosa (no tiene sentido exhibir un Fader bueno y uno mediocre sólo porque la coleccionista compró los dos, y los 6 cuadros de Luis Felipe Noé no necesitan de la compañía de Rogelio Polesello y Kenneth Kemble, cuyas intervenciones no tienen ni la misma dimensión ni el mismo alcance).
Un “colección personal” es más maleable que una colección de museo, pero su pasaje de lo privado a lo público supone, sino la desaparición de la subjetividad del coleccionista, por lo menos su inscripción respecto de alguna política curatorial que ese “elefante blanco” (así designó la Sra. Fortabat a su colección cuando la inauguró) reclama a gritos, sobre todo si se pretende sostener alguna hipótesis de futuro y una intervención sobre el tramado urbano (como la que el MALBA supo construir).

domingo, 17 de octubre de 2010

Orfeo contra las sirenas

Por Eugenia Link para Perfil Cultura

Las indisimulables y penosas contradicciones de las que han hecho galas los curadores de la 29ª Bienal de San Pablo obligan a un examen retrospectivo de las últimas entregas de uno de los más importantes eventos de arte contemporáneo.

Una serie de pronunciamientos legales acompañaron la apertura de la 29ª Bienal de San Pablo como para subrayar el pretendido (y más bien insostenible) carácter “político” de la muestra. La 13ª Cámara Civil Federal de San Pablo ordenó retirar a los tres urubúes que formaban parte de la instalación “Bandera blanca” de Nuno Ramos, donde las aves de rapiña (parecidos a los buitres) revoloteaban como indicación segura de que había algún cadáver en las proximidades.


Foto: Ariel Schettini

Finalmente, la mediación del Instituto de Medio Ambiente brasileño permitió que los pájaros (monitoreados diariamente) permanecieran en el lugar de privilegio que les habían asignado. Como escribió nuestro corresponsal: “El Paraíso de una perspectiva única: la de la muerte del arte. Esas aves que lo comprenden todo y saben que (…) los artistas pronto morirán”.

Casi al mismo tiempo, la Bienal rechazó una petición de la Orden de Abogados de Brasil para suspender la muestra de la serie “Enemigos” de Gil Vicente, donde el artista aparece asesinando al papa Benedicto XI, la reina Isabel II de Inglaterra y al presidente
Luiz Inacio Lula da Silva (entre otros líderes políticos).
Menos privilegiada (menos brasileña) que las anteriores, la instalación “El alma nunca piensa sin imagen” de Roberto Jacoby fue suspendida por tiempo indeterminado a petición de la Procuraduría Electoral (mostraba las fotos de dos candidatos presidenciales y hacía intervenir a una “Brigada Argentina por Dilma Roussef” pocos días antes de la elección presidencial).

Los partidarios de Jacoby emitieron un comunicado en el que señalaron que si
"La 29º Bienal de San Pablo está anclada en la idea de que es imposible separar el arte de la política", la censura sufrida indica que “hay serios motivos para dudar de la honestidad de esta declaración” y denunciaron “la pulcritud inmaculada con que habitualmente brilla la palabra política en los textos curatoriales”.
Francisco Antônio Paulo Matarazzo Sobrinho, más conocido como Ciccillo Matarazzo (San Pablo, 1898—1977), heredero de un emporio industrial todavía famoso por la calidad de sus pastas secas, fundó (para otorgarle brillo a la burguesía paulista), entre otras instituciones, la Bienal Internacional de Arte de San Pablo en 1951, entidad que depende de una Fundación que Ciccillo presidió hasta su muerte y que se convirtió en uno de los eventos artísticos más importantes del mundo (junto con la Bienal de Venecia y la Documenta de Kassel).
En esta misma página ya se ha citado la repugnancia de curadores como Cuauhtémoc Medina a las bienales de arte porque, “no obstante su importancia en proveer el barómetro de la cultura del tiempo presente”, como modelos de exhibición de arte contemporáneo” tienen una limitación compartida: la escasa o casi nula interacción entre los artistas y proyectos que los integran. El adocenamiento, el aburguesamiento, la debilidad curatorial y el embotamiento de la mirada son sus características (más allá de la calidad de las obras expuestas).
Lisette Lagnado, cerca de las posiciones de Medina, fue designada como curadora general de la
27ª edición de la Bienal de San Pablo (2006), puesta bajo el lema “Cómo vivir juntos”, la más política de las interrogaciones que el arte actual puede hacerse (o lisa y llanamente, la única pregunta política que importa). Conviene detenerse en este antecedente porque la actual muestra paulista, que se propone subrayar “la noción de que es imposible separar el arte de la política” ha elegido como lema el abstruso dístico “Siempre hay un vaso de mar para que el hombre navegue” tomado del poema Invenção de Orfeu (1952) del nordestino Jorge de Lima (1895-1953), quien comenzó su carrera como aplaudido sonetista paranasiano. Luego de su contacto con los grupos modernistas, en 1925, cultivó una poesía de inspiración folclórica y finalmente, luego de su conversión religiosa, se volcó a una poesía católica con alguna que otra reminiscencia surrealista.
Si los curadores de la 29ª edición de la Bienal de San Pablo (Moacir dos Anjos y Agnaldo Farias) han considerado que por ahí pasa la política contemporánea habría que comenzar preguntándose qué entienden por “política” y en qué sentido eso que entienden por política (el canto órfico y su manía civilizatoria), en función de los sucesivos malos entendidos que se suscitaron desde la inauguración de la Muestra, puede tener que ver con la lógica del arte (que convendría sostener más bien del lado del canto sirenaico) y con la práctica curatorial. Pero dejemos a Orfeo y las sirenas, por el momento, debatir calladamente, y sigamos el hilo de la crisis institucional del arte actual (es decir, de las bienales).
Lo primero que decidió Lagnado, preocupada por la con-vivencia y la co-existencia (de las formas de vida, del arte como forma de vida) fue suspender los “envíos nacionales” que, a todas luces, obstaculizan todo relato curatorial, sometiéndolo a los caprichos, componendas y necesidades protocolares de los diferentes responsables de esos envíos en cada país.
En 2008, Ivo Mesquita y Ana Paula Cohen decidieron levantar la apuesta de su predecesora y, bajo el lema “En contacto directo” presentaron una Bienal casi sin obras de arte y con el segundo piso del gigantesco pabellón diseñado por Niemayer totalmente vacío.



Se trataba, entonces, de responder a la crisis de la forma Bienal y, al mismo tiempo, potenciar el valor político del vacío, de la inoperancia y la desobra en un mundo demasiado acostumbrado a fetichizar la acumulación insensata.

En el informe que produjeron luego de la (brevísima) Bienal, los curadores escribieron: “El futuro de la Bienal depende de reformas profundas de la Fundación Bienal, que dependen, sobre todo, del desempeño de su gestión y su junta directiva más que de la curaduría.”
Obedientes de ese mandato (y del prolijo reporte “administrativo” que lo acompañaba), los miembros de la Fundación Bienal designaron a Heitor Martins como su nuevo presidente y se propusieron un objetivo para esta Bienal ("Nuestra meta es tener un público de un millón de personas") que, en el fondo, no sólo negaba las preocupaciones de los curadores previos sobre la co-existencia, el silencio, lo sagrado y el futuro del arte sino que definitivamente aniquilaba (como queda demostrado) toda posibilidad de pensamiento (político).
Ahora se entiende claramente lo que entienden por “política” los curadores de San Pablo (que desplegaron sus módicas ideas de publicitarios en videos que, si no fueran tan aburridos darían escalofríos) y en qué línea historiográfica se colocan: la mera administración de lo viviente (el canto órfico y su poder de apaciguar a las fieras) carácterística de las biopolíticas de las sociedades que se imaginan en un más allá de la historia, en vez del canto desestabilizante de esas aves de rapiña monstruosas que fueron las sirenas (y cuyo canto, conviene recordarlo, sólo prometía el goce y la muerte). No la interrogación sobre los modos potenciales de vivir juntos sino la mera vigilancia jurídica de formas de vida ya cristalizadas.
Los urubúes de San Pablo, nos dicen, han optado por callar.

viernes, 15 de octubre de 2010

Mirando el suelo

ESTAMPA 2010 acogerá una muestra del MUSEO DEL OBJETO ENCONTRADO, una iniciativa de la Fundación Antonio Pérez, de San Clemente (Cuenca)

ESTAMPA, la Feria Internacional de Arte Múltiple Contemporáneo, que abrirá sus puertas del 20 al 24 de octubre en Madrid (recinto ferial de IFEMA), albergará en uno de sus stands la última iniciativa de la Fundación Antonio Pérez de Cuenca: el Museo del Objeto Encontrado. Este nuevo espacio, que inició su andadura el pasado mes de septiembre, está ubicado en un edificio histórico del municipio, obra de Juan de Zuri, y antigua Cárcel de la Villa del Siglo XVII. Entre los usos del edificio figura el haber sido sala de la Santa Inquisición, centro de salud y, finalmente, talleres municipales.
Tras una ardua labor de rehabilitación del edificio, el museo cuenta con dos plantas: una planta baja destinada a sala de exposiciones temporales, para la que se ha diseñado un programa expositivo en torno a la temática del objeto, y una primera planta formada por un único espacio diáfano dedicado a la colección permanente del museo.
La idea de creación de este museo dedicado al Objeto Encontrado viene propiciada por una de las colecciones más importantes de la Fundación: los Objetos Encontrados de Antonio Pérez (Sigüenza, 1934). Se trata de una faceta que el coleccionista había mantenido "oculta" desde su infancia, y que fue desvelada en 1994, mediante una exposición realizada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, tras ser animado y convencido por algunos de sus amigos artistas como Antonio Saura.
El mundo del objeto artístico surge a principios del pasado siglo XX de la mano de Marcel Duchamp y los dadaístas, de los surrealistas y de autores como Picasso y Schwitters. En los sesenta, cobra nuevo impulso con el movimiento Neodadá y el Nuevo Realismo, para adquirir carta de naturaleza en los setenta con el Arte Povera.
Los Objetos Encontrados de Antonio Pérez constituyen una forma peculiar de ver y hacer arte que se prolonga ya más de medio siglo. Por contradecir la frase de Picasso "No busco, encuentro", Antonio Pérez se pasa la vida buscando, con la mirada clavada en los objetos allí por donde va, objetos de todo tipo y de cualquier material, incluso lo más utópico es objeto para "coleccionar".
La contribución de Antonio Pérez al mundo del objeto encontrado es extremadamente particular. Por un lado se encuentran los objetos que considera Homenajes a artistas (por la semejanza del objeto a la obra de determinado artista), y por otro, su gran obsesión por encontrar rostros en objetos. Los encuentra en latas, en piedras, en troncos de árboles, en todo tipo de objetos de deshecho o elementos de la naturaleza que, por su elección, son elevados a la categoría de arte.
Entre esos Homenajes a aquellos artistas que le interesan dentro de la Historia del Arte, figuran en su colección los Sobresauras, Sobregordillos, Homenajes a las Meninas... Y también, Homenajes a Duchamp, a Dan Flavin, Claes Oldenburg, Tàpies, Chillida, Alfaro, Equipo Crónica...Toda una larga lista de obras y artistas susceptibles de ser sometidos a las leyes del azar y a la mirada de Antonio Pérez.
Mención aparte merecen los objetos encontrados, heteróclitos o sutilmente transformados. Objetos que recuerdan a rostros, cabezas, máscaras, figuras humanas y animales. Objetos religiosos y mitológicos. Objetos utópicos guardados en un Diario de Nubes que suponen claras referencias a la naturaleza o que se nos presentan como acumulaciones, assemblages o instalaciones.
Una parte de estos objets trouvés es la que se mostrará en ESTAMPA 2010, perteneciente a la sección que el propio Antonio Pérez ha denominado China Pop-ulart. El coleccionista llega a encontrar estos objetos en los grandes almacenes. El frecuenta estas catedrales del consumo para abstraer, de entre tantos horrores vulgares y cosas "aparentemente inútiles", maravillosos objetos que, tras una mínima manipulación de extracción y descontextualización, se convierten en auténticos objetos artísticos llenos de belleza, color y poesía.

Texto
Mónica Muñoz
Conservadora Fundación Antonio Pérez
(vía exitmail)