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martes, 23 de junio de 2009

Shara (Naomi Kawase, 2003)


Naomi Kawase, nacida en Nara (Japón), lugar geográfico en el que transcurren todas sus películas, en 1969, es una cineasta con un universo propio y un estilo personal que ha paseado con maestría tanto en el documental como en la ficción. Algo cada vez más difícil de encontrar en estos tiempos posmodernos tan dados al reciclaje, el remake, la versión, la cita, la referencia ...
La presencia del duelo, la muerte, la pérdida, y su peso en las relaciones familiares son temas recurrentes en su filmografía. En Shara nos narra el renacimiento de una unidad familiar tras la desaparición de uno de los dos hijos gemelos. El plano secuencia, generalmente en travelling cámara en mano siguiendo a los personajes, es la figura de estilo predominante. Uno de esos suntuosos planos secuencia inicia la película. La cámara husmea curiosa unas estancias semioscuras hasta que oimos unas voces infantiles, y cuando el objetivo sale hasta la luz de un patio descubrimos que pertenecen a dos niños gemelos, Shun y Kei. De repente ambos echan a correr y la cámara tras ellos persiguiendolos en una carrera lúdica sin rumbo predeterminado hasta que sorpresivamente al girar una esquina Shun descubre que su hermano Kei se ha esfumado. Un largo fundido a negro nos lleva a cinco años después.
Kawase filma con sensibilidad y delicadeza la zozobra y el vacio que deja en esta familia la ausencia de Kei, dejando de lado la exteriorización del drama, desde la contención emocional tan característica de la cultura japonesa. Veremos como cada personaje interioriza su dolor y las tensiones que se producen entre la vida cotidiana y el recuerdo. Reiko, la madre, interpretada por la misma directora, está embarazada y utiliza gran parte de su tiempo ocupándose del huerto de la casa. Taku, el padre, se vuelca en la organización del Festival Basara, una fiesta popular. Shun, el hijo que aún no ha superado el trauma, trabaja en un retrato de su hermano desaparecido y mantiene una relación con Yu, la hija de una vecina. Cuando la vida parece volver a fluir la policía descubre el cadáver de Kei, y aquello que había estado aletargado durante tanto tiempo, vuelve a salir a la superficie. La trágica noticia les obligará a enfrentarse cara a cara con ese vacío que pretendían ignorar. Shun, al enterarse, reacciona queriendo huir, pero Taku pretende que afronte la dolorosa realidad y en un violento abrazo logra inmovilizarlo y calmarlo.
Una secuencia decisiva para hacer palpable este reajuste familiar es la que representa el cartel de la película, las bellísimas y emocionantes imagenes del desfile del Festival Basara:




Taku y Shun forman parte del dispositivo de seguridad que está entre los danzantes y el público que se agolpa en las aceras. Yu baila al frente de uno de los grupos un ritmo repetitivo y tribal con una mirada desafiante que es a la vez celebración y liberación. De repente un aguacero tropical hace acto de presencia pero la danza continúa. La Naturaleza se suma al festejo y los cuerpos se empapan de lluvia y de luz. Taku y Shun se unen exultantes al baile libres por un momento del peso que soportan. La danza como catarsis, un momento de purificación ante la música y la lluvia que transmite plena felicidad, una descarga de los demonios que atormentan al alma.
Hay momentos en Shara que transmiten una viva esperanza en el futuro. Hay cosas que se tienen que olvidar, otras ya se han olvidado, pero hay algunas que nunca se deben olvidar aún cuando se dejen atrás.
¿Y qué puede inspirar mayor esperanza hacia el futuro que un nacimiento? La escena del parto, hermosamente filmada, viene a ser el manantial por el que fluyen todas las líneas que se han ido haciendo presentes en Shara. Las manos se aprietan unas con otras, las respiraciones se acompasan, no hay gritos, todo es natural. Las miradas vuelven a mirarse cara a cara. Cuando el bebé sale de las entrañas de Reiko unas lágrimas liberadoras surcan las mejillas de Shun. La cámara, curiosa e inquieta, quiere ser uno más del grupo que atiende a la parturienta. Una vez que el bebé ha llegado al mundo esa misma cámara se torna pudorosa y discreta, y abandona despacio al grupo, otra vez con un travelling, avanzando por pasillos y estancias mientras vuelve a oirse fuera de campo la conversación inicial entre los dos hermanos cuando eran niños. La cámara sale a la calle y encuadra el cielo y de ahí sigue fluyendo en un largo plano aéreo que, poco a poco, sube de altura y se va alejando de la laberíntica ciudad de Nara. Shara nos ha llevado de la oscuridad a la luz, como las palabras que traza en tinta Taku.

sábado, 30 de mayo de 2009

El bosque del luto (Naomi Kawase, 2007)







Un largo plano del viento moviendo los árboles y los campos de un verde resplandeciente. Por la derecha del encuadre vemos aparecer unos estandartes. Es un cortejo fúnebre que cruza parsimoniosamente el plano de lado a lado. El principio de El bosque del luto nos adentra en lo que nos vamos a encontrar a partir de entonces, un bello poema budista sobre la muerte y la ausencia. Cine contemplativo, poético, sensorial, no apto para públicos impacientes. Cine que requiere del espectador una actitud activa. Cine que necesita de todos los sentidos para ser disfrutado.



La película narra la historia de Machiko, una joven cuidadora en un centro geriátrico, y Shigeki, un anciano con demencia que allí es atendido. Son dos personajes muy diferentes pero que tienen en común un mismo sentimiento de tristeza y desamparo. Ella vive con el peso de la culpa por la muerte de su hijo. Él perdió a su mujer hace 33 años (en el budismo japonés en esa fecha las personas fallecidas abandonan la tierra para ascender al reino de Buda). Al principio la relación entre ambos es mala. Shigeki se muestra violento ante los acercamientos de Machiko que no consigue conectar con el viejo. Sólo con el juego, cuando los dos se comportan como niños, consiguen derribar los muros que les separan. En las geométricas plantaciones de té que rodean el centro juegan al escondite y corren en una hermosa secuencia que está representada en el precioso cartel de la película. Más adelante sus destinos se unirán definitivamente. En una salida en coche, el vehículo se avería en un camino rural. Mientras Machiko busca ayuda, Shigeki se interna en el bosque intentando encontrar la tumba de su mujer. Machiko no tiene más remedio que seguirlo.



Naomi Kawase, directora curtida en el documental utiliza un estilo visual que pone en primer plano una nerviosa cámara en mano que parece querer escrutarlo todo. Una cámara que se asombra ante el poder y la belleza de una naturaleza en estado puro. La utilización del sonido y el plano secuencia otorgan al film un ritmo interno en el que prima el elemento sensorial. El paisaje se convierte, en la odisea de Machiko y Shigeki por el bosque del luto, en un tercer personaje lleno de vitalidad. Los cuatro elementos de la naturaleza son los compañeros de viaje en la ascensión a la montaña del luto. El poder de esa naturaleza se manifiesta en la inutilidad que en el bosque tienen un par de elementos de la sociedad tecnológica: un móvil que no tiene cobertura, y un helicóptero que no vemos, sólo oimos, y que es incapaz de localizarlos en la espesura.
Hay en las fascinantes imágenes de El bosque del luto muchas otras cosas que, para el espectador de este lado del mundo poco conocedor de los ritos y las tradiciones japonesas, se nos escapan. Nos quedamos con la bella cadencia de las imágenes pero con la impresión de que tendríamos que escarbar la tierra como hace Shigeki en los últimos planos de la película, para poder ascender hasta la cima del bosque del luto.