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miércoles, marzo 04, 2015

De lo sublime, Longino

Trad. Eduardo Gil Bera. Acantilado, Barcelona, 2014. 96 pp. 10 €

José Miguel López-Astilleros

Entre los libros que Roberto Bolaño recomienda leer en sus doce consejos para escribir cuentos está De lo sublime de Longino, y no es de extrañar, puesto que no sólo es un tratado teórico de poética y crítica literaria, sino que en él encontramos consejos prácticos para el escritor, amparados en textos de autores clásicos de incuestionable altura. Sobre la identidad del autor poco se sabe con seguridad, aunque se da por hecho que vivió en el siglo I y que escribió el texto durante la Segunda Sofística. Junto con la Poética de Aristóteles y el Arte Poética de Horacio formó parte de la preceptiva literaria hasta el siglo X. Longino no se quedó en el estudio de la retórica y la estilística, como Cecilio de Caleacte en su obra también titulada Sobre lo sublime, a la que el escritor anónimo replica en la suya, yendo más allá de una descripción técnica, según apunta Albin Lesky en su Historia de la literatura griega, dado que lo sublime no se alcanza sólo con reglas. Claro que si para Longino lo sublime es «una elevación y culmen del lenguaje», no se puede decir a todas luces que se desprenda en su totalidad de la retórica, de ahí que no pueda considerarse como una obra que rompe con la poética anterior, aunque sí ofrece un punto de partida interesante en la evolución hacia el espíritu moderno, valorada especialmente a partir del Romanticismo. Por otra parte, el pensamiento elevado y la pasión pertenecen al dominio de la naturaleza, mientras que las figuras del pensamiento y la expresión, y el estilo, pertenecen al ámbito del estudio de la retórica, de modo que lo sublime, el lenguaje sublime, proviene de ambas partes, de la unión entre fondo y forma. Con todo, lo más importante es que, como dice José Alsina, «…nuestro autor resalta constantemente la superioridad absoluta de la sinceridad, de la autenticidad, frente a las recetas aprendidas en la escuela…»
La obra está dedicada a un personaje desconocido, Postumio Terenciano, con quien se supone que ha leído el tratado de Cecilio, al cual ofrece el libro para aclarar unos cuantos puntos sobre aquel. A continuación examina lo que él llama defectos «en materia de pasión», opuestos a la sublimidad: la hinchazón del contenido, la puerilidad (pensamiento ocioso e insustancial) y el entusiasmo amanerado (la vacuidad), cuyas causas son el afán desmesurado de originalidad. Le sigue la enumeración y análisis de las cinco fuentes de lo sublime o sublimidad expresiva: concepción elevada de pensamientos, una fuerte emoción, figuras del pensamiento y la expresión, nobleza en la dicción (selección de palabras, metáforas y pulimiento del lenguaje), dignidad y elevación de estilo en la composición (orden de las palabras); las dos primeras son innatas y las tres siguientes producto del arte. Pero no queremos dejar pasar una breve alusión a la grandeza sublime de los silencios, tan importante en la literatura moderna, así dice Vila-Matas de los cuentos de Hemingway «…lo más importante nunca se cuenta y la historia secreta se construye con lo no dicho.» Después trata sobre la selección de las materias, la acumulación de las mismas, la amplificación (retórica de los tópicos, exageración de los temas, intensificación de detalles, el reparto de las acciones y de las pasiones, y las diferencias entre lo sublime y la amplificación), la adaptación al oyente (referido fundamentalmente a la oratoria). Más adelante conmina al escritor a pensar en la posteridad y en la reacción de Homero y Demóstenes ante nuestras creaciones. Después reflexiona sobre las imágenes, así dice que «Imagen es cualquier clase de pensamiento que produzca expresión…». En numerosas páginas estudia unas cuantas figuras literarias, sobre las cuales dice «…la mejor figura es aquella que pasa inadvertida como tal figura.», entre ellas están el asíndeton, polisíndeton, hipérbaton, la perífrasis, metáfora, etc. No son baladíes sus palabras sobre la perfección y la asunción del riesgo en la creación literaria, «Quizá sea natural que las naturalezas bajas y mediocres estén normalmente libres de fallos y caídas, porque nunca corren riesgos y aspiran a lo más excelso, mientras que las grandes dotes tropiezan a causa de su propia naturaleza.», si tenemos en cuenta esto, ¿cuántas obras publicitadas hoy a bombo y platillo por muchas editoriales habríamos de arrojar al fuego de la inanidad? A continuación trata sobre lo necesario y lo útil, sobre la estructura del fraseo o la excesiva concisión. Concluye la obra exponiendo las causas de la falta de talento en aquella época, cuando dice «…la perdición de los talentos actuales se debe a la superficialidad en que pasamos la vida, pues sólo trabajamos y estudiamos por la alabanza y el placer, no por un motivo digno de emulación y respeto.», un diagnóstico que bien pudiera valer para hoy, o ¿no escriben muchos en nuestra época atenazados por intereses puramente comerciales, o buscando una fama rápida al margen de la calidad de sus textos?
De lo sublime es un ejemplo modélico de crítica textual, puesto que la referencia y cita de textos pertenecientes al canon clásico es constante (Homero, Demóstenes, Safo, Eurípdes, Esquilo, etc., y entre los romanos Cicerón). Es un libro ameno y hasta práctico tanto para escritores, críticos o lectores perspicaces, siempre que se adecúe, cómo no, el concepto de lo sublime a estos tiempos. Y por último, es de agradecer que una editorial mantenga vivas obras como esta, vaya esto en recuerdo del recientemente desaparecido Jaume Vallcorba, editor de Acantilado.

viernes, octubre 25, 2013

Sobre la escritura, James Joyce

Ed. Federico Sabatini. Trad. Pablo Sauras. Alba, Barcelona, 2013. 116 pp. 12,95 €

Nabor Raposo

Existen ejemplos de obras narrativas que, pasado cierto tiempo, materializan su carácter visionario al haber anticipado, con su publicación, los cambios que la sociedad experimentó después. Orwell y su 1984 tal vez constituyan el paradigma más citado. Sin embargo, muy pocos escritores se han atrevido a catalogar en vida su producción como un conjunto de obras maestras de la Literatura universal sin suscitar la burla y el escarnio de sus contemporáneos. Tal vez la única excepción sea James Joyce (1882-1941), quien dejó dicho sobre Ulises que señalaría «una nueva orientación de la literatura […] por mucho que critiques el libro, hay algo que no puedes negar que he logrado: liberar a la literatura de sus viejas ataduras […] hazte cargo de que se ha iniciado un nuevo modo de pensar y de escribir, y quienes no se amolden a él se quedarán atrás». Lo que en boca de cualquier otro escritor podría considerarse, en el mejor de los casos, una boutade sujeta a las interpretaciones más arriesgadas, en la pluma del irlandés más universal hoy sienta cátedra. Incluso Hemingway, que era el más arrogante de todos, confesó que cuando vivía en París en los años veinte solía deambular por Shakespeare & Co., la librería de Sylvia Beach, con la esperanza de verle. Tal vez porque sabía, ya entonces, que Joyce tenía razón. El resto, casi un siglo después, no deberíamos tener reservas para concedérsela.
Federico Sabatini (1973), catedrático de Lengua y Literatura inglesa en la Universidad de Turín, recopila en este libro una serie de citas, apuntes y diversos escritos obra de Joyce que versan sobre la cuestión artística –en su sentido más amplio y etéreo–, el proceso creativo y el oficio de la escritura. Todos los textos han sido extraídos y seleccionados principalmente de la producción narrativa del autor de Dublineses y de la correspondencia que mantuvo con familiares y editores, además de algunas conversaciones publicadas en otros volúmenes de carácter biográfico.
Sobre la escritura consta de dos partes diferenciadas: la primera, referente a "La obra de arte", aglutina el pensamiento joyceano sobre la definición de esta materia, los conceptos de estética y epifanía, el proceso de la escritura, los estilos literarios y demás cuestiones como la imaginación, el lenguaje y otras reflexiones muy personales sobre la labor de los críticos y editores. La segunda se centra más en la figura del artista, e ilustra desde su propia perspectiva las preocupaciones de todo escritor. El conjunto constituye un óptimo complemento ensayístico para acercarse a las obras capitales del escritor más influyente del Siglo XX, bajo la premisa tan extendida en la crítica especializada que dicta estar todavía “aprendiendo a ser los contemporáneos de Joyce”.
Y es que las tesis revolucionarias planteadas en su día por el autor siguen cobrando vigencia y manteniendo ocupados todavía hoy a críticos y estudiosos en universidades y estamentos literarios de todo el mundo. Joyce liberó al arte de la tentación de convertirse en una mera imitación de la vida: apelando a las sutilezas y ambigüedades de la inteligencia moderna, empleó su escritura como un instrumento para recrearla. Así, reinterpretó la literatura en un ámbito cercano a las matemáticas, ensalzando sin cortapisas sus condiciones de realidad y pureza. Llevó las posibilidades de la disciplina hacia límites desconocidos hasta entonces a través de un método evolutivo que recurría a la experimentación lingüística con una sola finalidad, la estética, lo que entrañaba asimismo llevar a cabo una reinvención del género; de todos los géneros, en realidad. El experimentalismo narrativo y estilístico constante en su obra no conocía precedentes.
Despojado de cualquier vestigio de riguroso academicismo, Sobre la escritura nos ofrece una muy breve pero saludable iniciación a las obras de mayor rango del "escritor total", los dos exponentes que más y mejor condensan sus tesis narrativas: Ulises, con la que intentó y consiguió “que cada episodio creara su propia técnica”, y Finnegan’s Wake, el libro con el que Joyce “puso a dormir el lenguaje corriente”: un extenuante reto interpretativo que le exigió exprimir al máximo todas y cada una de las partículas más pequeñas del lenguaje, las unidades fonéticas de las palabras y sus raíces etimológicas. «He introducido tantos enigmas y acertijos que [el libro] tendrá a los profesores ocupados durante siglos discutiendo sobre lo que quise decir». Puede que la prudencia desaconseje erigir a Joyce como el Mesías de la Literatura Universal, pero tal vez no deberíamos escatimarle su condición de profeta: la novela, publicada por primera vez en 1939, aún no ha podido ser traducida íntegramente al castellano.

viernes, septiembre 27, 2013

El acontecimiento de la literatura, Terry Eagleton

Trad. Ricardo García Pérez. Península, Barcelona, 2013. 300 pp. 25,90 euros.

Fernando Ángel Moreno

Existe una cierta tradición entre los investigadores españoles de publicar manuales de teoría de la literatura con los que acercar al estudiante a esta bastante desconocida disciplina. Casi siempre son esfuerzos que, incluso en casos lúcidos y completos como el de David Viñas Piquer, requieren un arduo esfuerzo por su carácter enciclopédico.
Esta costumbre, también habitual en Anglosajonia, se articula en ocasiones mediante la presentación de las diferentes escuelas a través de una conclusión más o menos audaz. En España disponemos de escasos ejemplos de este tipo. Los más conocidos quizás sean los (ya en su época) anticuados manuales de Antonio García Berrio (1994 y 2004), con dura sintaxis y densa terminología técnica, del todo inviables para profanos.
Entre los investigadores anglosajones interesantes, mi favorito es sin duda Terry Eagleton, autor que siempre escucho citado como neomarxista, pero que considero simplemente humanista. Defiende con insistencia, es cierto, la relación entre la literatura y los contextos sociopolíticos.
Quizás sus libros más conocidos sean Introducción a la teoría literaria (para cuya lectura, paradójicamente, hace falta saber teoría literaria) y el impresionante La estética como ideología, que cuenta con una magnífica traducción en la editorial Trotta. Se trata este de un libro algo complicado para quien no está ya algo versado en filosofía, pero aseguro que el esfuerzo por terminarlo vale mucho la pena. Considero que casi todo lo que Eagleton tiene que decir sobre literatura lo dejó allí dicho. No obstante, he leído y disfrutado su última propuesta: El acontecimiento de la literatura.
Este libro parece escrito con cierto espíritu anárquico, como si se escribiera un blog con las diferentes opiniones que el concepto de literatura y sus escuelas le van despertando al autor. Dudo de de que haya sido el caso. ¿Quién sabe? Lo cierto es que presenta una reflexión en torno a la eterna pregunta sobre qué es la literatura.
Recordemos que, en el fondo, esa pregunta centra toda teoría literaria, antes de desgranarse en cada una de las partes que estudian el fenómeno de la literatura: tradición, autor, imaginación, lector, técnicas, géneros, lenguaje, imaginario, mercado, paratextos… Entre todas las posibilidades, coincido al considerar principales las tocadas por Eagleton: la dialéctica entre nominalismo y esencialismo (que quizás sea el capítulo más duro para el profano y el menos vinculado con el resto), las teorías de la ficción, las teorías de los actos de habla (con muchos problemas sobre pragmatismo y trascendencia) y el psicoanálisis, sin despreciar la retórica, la hermenéutica o el marxismo, entre muchas otras. Insiste, por cierto, en una reivindicación radical, maravillosa, de la teoría literaria, al sentenciar que cualquiera que hable sobre literatura está haciendo teoría literaria. Que luego se eviten los libros teóricos será, según él, una cuestión de pereza, de prejuicios o de incapacidad, pero en ningún caso porque la teoría de la literatura no sea precisamente el fondo de toda discusión literaria.
Por consiguiente, en su búsqueda, realizará un recorrido sumamente fértil para quien desconozca estas disciplinas, ayudado por su habitual erudición.
Finalmente, su propuesta culmina en algo que cada vez vamos defendiendo más y más teóricos, a saber: la literatura no es un objeto, ni el producto de una divina y genial subjetividad, ni un mero entretenimiento, ni una mera fuente de sabiduría. Según él, la literatura es una estrategia, fundamento de acciones. E invito a leer el libro antes de realizar juicios rápidos sobre la aparente obviedad o sencillez de esta complicada idea. Su recorrido en torno a nuestras diferentes dudas y prejuicios sorprenderá a muchos lectores y le harán ver las novelas, los cuentos, los poemas… quizás de un modo diferente.
Con todo ello, considero que se trata de un libro quizás árido para el lector poco habituado a leer sobre estética. Sin embargo, para quien no tenga miedo a zambullirse en la reflexión profunda, Eagleton le recompensa con numerosos chistes y ejemplos cotidianos que a mí, en particular, me han hecho soltar una carcajada en más de una ocasión.
Solo debe criticarse el escaso cuidado en la corrección del texto, con abundantes erratas, de esas que no escapan siquiera al corrector automático del Word y, por otra parte, a la cada vez más habitual manía de de traducir “posmodern” y “modern” por “posmodernista” y “modernista”. Se crea así un problema terminológico, especialmente molesto en español, donde se puede provocar una verdadera empanada intelectual.
En resumen, si se quiere profundizar en las teorías literarias actuales, con algo de esfuerzo pero con amenas ayudas, es buena idea dedicarle unos días a este libro. Se reflexionará desde principios mucho más complejos que los que la muy perdida sabiduría popular emplea para discutir sobre literatura.

martes, mayo 07, 2013

El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán, Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy

Trad. Cecilia González y Laura Carugati. Eterna Cadencia, Madrid, 2013. 544 pp. 29 €

José Luis Gómez Toré

Como los propios autores se encargan de recalcar en la traducción, citando precisamente un fragmento del Athenaeum, el término “Romanticismo” se ha convertido en un término inevitable y al mismo tiempo siempre inadecuado. De hecho, tanto en la antología de textos que nos presentan Lacoue-Labarthe y Nancy como en el estudio de los mismos, el Romanticismo aparece una y otra vez como una literatura del futuro que en cierta medida lleva en su esencia el ser siempre un proyecto incompleto, una literatura que está siempre a punto de llegar. Por otra parte, si en la citada introducción se destaca la dificultad de situar bajo una misma categoría fenómenos tan dispares como el primer Romanticismo alemán y el Romanticismo francés, hacer lo propio con el Romanticismo hispánico, a lo que sin duda se sentirá tentado el lector español, puede rayar en la extravagancia. En efecto, ¿cómo albergar en el mismo paraguas a los hermanos Schlegel y a José de Espronceda, o al tardío Bécquer con, por ejemplo, Novalis? Más allá de los méritos propios de nuestros denominados románticos, nos encontramos en la literatura española del XIX (una distorsión más: el temprano Romanticismo de Jena es, y no solo por sus fechas de inicio, un movimiento dieciochesco) una carencia evidente de referentes filosóficos. Por el contrario, el movimiento romántico del que nos hablan los autores (dos de las figuras más destacadas del pensamiento francés contemporáneo) es inexplicable sin la fusión, y aun la confusión, entre literatura y filosofía.
En la estela de Benjamin, Lacoue-Labarthe y Nancy insisten en la importancia de la crítica como elemento central del Romanticismo, una crítica que, al tiempo que recalca la autonomía de lo literario, abre la obra al juego infinito de la interpretación. El libro nos ofrece una recopilación imprescindible, hasta ahora de difícil alcance en su conjunto para el lector de habla española, de algunos de los textos centrales de August y Friedrich Schlegel, de Novalis o de Schelling. Se incluyen también, como no podía ser de otro modo, los Fragmentos sin autoría del Athenaeum, un anonimato que constituye precisamente uno de los elementos más destacados del primer proyecto de Jena. Esa renuncia al nombre propio, que los autores vinculados al proyecto no tardaron en traicionar, se plantea desde el ideal de una literatura colectiva, que preludia algunas de las propuestas más audaces de la vanguardia (si es que el movimiento impulsado por los Schlegel no es en sí ya una primera vanguardia, también en sus impulsos utópicos así como en sus tempranas tendencias de disgregación). La estética de Jena, en sus formulaciones más revolucionarias, se relaciona íntimamente con la poética del fragmento, pues a través de este se perfila el ideal de una escritura más allá de los géneros. En cierta medida, ocurre lo mismo con la concepción de la crítica como práctica literaria en sí misma y no como mero comentario de los textos literarios. Se trata de algo más que una cuestión formal: a través de esa literatura sin género se intenta responder, tal vez sin demasiado éxito, a la crisis del sujeto que había abierto la filosofía coetánea.
Si la selección de los textos es excelente (por cierto, hay que agradecer a las traductoras que, en las correspondientes secciones del libro, hayan partido directamente de los originales alemanes y no de las versiones al francés), no menos recomendable es el estudio que los acompaña. Es cierto que no es una lectura para todos los paladares: el lector que no tenga una cierta cultura filosófica y un conocimiento, siquiera somero, de la filosofía kantiana e idealista tendrá dificultades para seguir la brillante argumentación de Nancy y Lacoue-Labarthe. Sin embargo, todo aquel que quiera acercarse a lo que supuso, más allá de vagos tópicos, la revolución romántica no puede sino acercarse a estas páginas, también de lectura obligatoria (si se me permite la expresión) para entender lo que significa no ya la idea moderna de literatura, sino la literatura misma. Porque una de las ideas que precisamente surgen con fuerza en este libro es que la literatura es una invención moderna. Y a la que tal vez, al menos en el sentido fuerte en el que la entendieron los románticos, no le quede demasiado tiempo de vida. Si es que (recuérdese la tesis de Hegel sobre la muerte del arte) no se ha extinguido ya.

viernes, octubre 14, 2011

Matemática tiniebla, Genealogía de la poesía moderna, Selección y Prólogo Antoni Marí

Trad. Miguel Casado y Jordi Doce. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2011. 424 pp. 25 €

Eduardo Fariña Poveda

No es desconocida la tensa relación de Edgar Allan Poe con los círculos literarios y periodísticos de su tiempo. Pese a que no padeció un total rechazo o marginación, su faceta de teórico de la poesía paso algo inadvertida. Algo había en la musicalidad de sus poemas, en la creación rítmica de belleza que defendía en sus ensayos más destacados que no encontró un estudio considerable. La historia es conocida: al otro lado del atlántico, en París, un joven Baudelaire queda conmovido por el destino fatal que el autor de El Cuervo encarnaba; la vida y la obra del autor compartían la misma complicidad de equilibrio que el lenguaje y la imaginación para la construcción del sentido poético. Lo traduce y el mismo experimenta una turbulenta y fascinante existencia de Dandy. Así, la poesía francesa del siglo XIX se hace cargo de la transición del romanticismo al simbolismo en Europa.
Matemática Tiniebla, genealogía de poesía moderna es una acertada muestra de textos de Poe, Baudelaire, Mallarmé, Valéry Eliot , seleccionados por Antoni Marí y traducidos por Miguel Casado (los ensayos franceses) y Jordi Doce (los ensayos ingleses). El título remite a un verso de Pablo Neruda ("Poe en su matemática tiniebla…") del Canto General. Como nos dice Marí en el prólogo, la idea de este libro es de Eliot, ya que en La unidad de la cultura europea (1946) expresa de forma explícita la existencia de una genealogía en la poesía moderna, cuyo origen se encuentra en Poe y en la asimilación de distintas facetas de su quehacer poético por parte de Baudelaire, Mallarmé y Valéry. Eliot confiesa las influencias de esta tradición y agrega que su propia obra y de otros poetas de la primera mitad del siglo XX, como Rilke y Yeats, no pudo ser escrita si tal tradición no se hubiera forjado.
Sin embargo, Eliot duda de la real influencia recibida de la obra de Poe. Marí nos recuerda al comienzo de las notas preeliminares que el poeta angloamericano consideraba a Poe como uno de los peores poetas en lengua inglesa. El decisivo peso de Poe es por el tratamiento intelectual que hacen de su obra Baudelaire, Mallarmé y Valéry, que consigue a su vez que el propio Eliot no escape de esta influencia. Tales ideas las profundiza en su ensayo "De Poe a Valéry", incluido en esta selección. Eliot sabe muy bien que son poetas muy distintos y que representan un siglo de poesía francesa, pero que vieron en la teoría y práctica de Poe la inauguración de una lógica poética plenamente moderna. Eliot reconoce a su modo una incapacidad por parte de la crítica en lengua inglesa: «Dicho esto, a todos nos gusta creer que comprendemos a nuestros poetas mejor que cualquier lector extranjero; pero pienso que deberíamos estar dispuestos a contemplar la posibilidad de que estos franceses hayan visto algo en Poe que los lectores de habla inglesa no han percibido» (p. 340)
Lo expuesto por Eliot confirma la ardua labor de selección y traducción de los ensayos reunidos, muchos de los cuáles ya disponíamos, pero que unidos por la tesis de la existencia de esta genealogía adquieren otro sentido. Son cuatro los ensayos reunidos de Poe y 25 son de los demás poetas. En los de Poe, está condensado lo más relevante de su pensamiento poético. Una de las ideas centrales de tal concepción radica en la sonoridad. Para Poe la música es la esencia sin forma, ya que no requiere hablar sobre las cosas sino que ella habla de la esencia de las mismas. El ritmo y la entonación sin sentido poseen una fuerza insistente y el contenido aparece después de la aparición de la forma. En ensayos como "El Principio Poético" o "La poética de la composición" quedará muy claro la idea de la sonoridad y, en el segundo Poe realiza un auténtico making off de la construcción de El Cuervo, subrayando la importancia de la selección de los tonos y de las palabras adecuadas que permitan la analogía.
La defensa de la poesía como una experiencia autónoma está presente en la mayoría de estos ensayos. Sumada a la aspiración de experimentar un placer estético y excitación extrema, será clave para Baudelaire. En “Nuevas notas sobre Edgar Allan Poe” hallamos «Así, el principio de la poesía es, estrictamente, la aspiración humana hacía una belleza superior, y la manifestación de este principio se da en un entusiasmo, una excitación del alma» (p. 151). Mallarmé en “Sobre filosofía y poesía” nos introduce en como debe ser el armazón intelectual del poema: «El canto brota de manantial innato, anterior a un concepto, tan puramente como reflejar hacia fuera mil ritmos de imágenes. Qué genio para ser poeta; que rayo de instinto encerrar simplemente la vida, virgen, en su síntesis e iluminándolo todo a lo lejos» (p. 217). Valéry en “Le decía yo a Stephane Mallarmé" reflexiona sobre la singularidad de Mallarmé, dentro de la modernidad, investigar el misterio de las cosas mediante el misterio del lenguaje, que alberga esencial oscuridad y resonancias específicas para sus términos y encantamientos: «La eficacia de los "encantamientos" no estaba tanto en la significación resultante de sus términos, como en sus sonoridades y en las singularidades de su forma. Incluso, la oscuridad les era esencial» (316). Finalmente, Eliot al final de “La Tradición y el talento individual” expresara su diagnóstico sobre el rol de emociones en la escritura poética: «La poesía no es un dejar huir la emoción sino una huida de la emoción; no es la expresión de la personalidad sino una huida de la personalidad». (p. 399)
Matemática tiniebla reúne 29 ensayos de poetas fundamentales en occidente que reflexionan profundamente acerca de la fuerza ilimitada del lenguaje y la música propia de la poesía, la melodía del verso. Sus diversos estilos y distintas vidas lo hacen singulares, cada uno debe ser sometido a distintos mecanismos críticos de análisis e interpretación. Pero todos ellos entienden la poesía como una aventura que potencia todas las manifestaciones expresivas que tiene el lenguaje y que brotan de una práctica concienzuda y con una imprescindible conciencia crítica. La selección realizada por Marí, gracias a las traducciones de Casado y Doce, poetas también importantísimos para la poesía española actual, es una invitación para acceder a textos clave para el entendimiento de la tradición poética surgida con Poe a comienzos del siglo XIX y que encuentra un lugar visible en nuestros días.

martes, octubre 11, 2011

¿Por qué leer?, Charles Dantzig

Trad. Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños. 451 Editores, Zaragoza, 2011. 260 pp. 16,90 €

Care Santos

Leer sobre leer, qué enfermiza redundancia. Y qué sinsentido leer lo que opina acerca de leer un señor a quien no hemos leído nunca, a quien es imposible leer en español. Todo ello es cierto, y a pesar de todo este libro es un disfrute para los inquietos redundantes de la lectura, entre quienes, por supuesto, y a mucha honra, me cuento.
Charles Dantzig (Tarbes, 1961), es autor de cinco novelas, ocho libros de poesía y un diccionario muy celebrado en Francia,  Dictionnaire egoïste de la literature française. Toda su bibliografía es inédita en castellano. De modo que comenzar a leerle por este libro -la severa cubierta esconde más un volumen de confesiones que un ensayo- es algo así como una incongruencia, además de un acto de fe. Si lo hice fue porque me llamaron la atención los epígrafes de los capítulos: "Leer por salud ah ah", "La lectura es un tatuaje", "Leer para dejar los libros encima de una mesa", "Leer otra cosa que lo que está escrito" o "Leer para dejar de ser la reina de Inglaterra". A todos ellos, por cierto, yo añadiría uno más, personal: "Leer para probar suerte y, de paso, pasar un buen rato siempre y cuando no se vengan abajo las expectativas". Tal vez demasiado largo, lo sé. Por cierto, que el autor dedica un capítulo a quienes, como yo, leemos dejándonos llevar por los títulos. Y por las cubiertas.
¿Por qué leer?, debo decirlo de antemano, es una obra alejada de la pretensión del intelectual engolado. El reverso de Harold Bloom. Es la obra de un lector nato, de un comunicador, casi de un show-man, siempre al quite, siempre al día, siempre pensando en aquellos que están al otro lado. Aquí no hay grandes postulados teóricos ni, desde luego, se echan de menos. Hay gustos personales -como en la vida de todo lector- y algunas afirmaciones discutibles, por demasiado provocadoras o porque ponen el dedo en la llaga del lugar común, como ésta: "La mala influencia de la lectura es una leyenda tan estúpida como la de su buena influencia". O esta otra: "(Leer) No es políticamente correcto: la lectura excluye". O las palabras con que el autor concluye, sin concluir en absoluto: "Leer no sirve para nada. Por eso precisamente es una gran cosa. Leemos porque no sirve para nada."
Con todo, y pese a su aparente sencillez, el autor cartografía todas y cada una de las posibles razones que pueden acercar los lectores a los libros: analiza la lectura egoísta del escritor, preocupado más por ser el elegido que por sacar provecho a lo que elige; se divierte a costa de los hábitos "sociales" de los lectores, ya sean reunirse en clubes de lectura o presumir ante otros de lo leído, entona una encendida defensa de los "libros malos" -con nombres propios incluidos- que, dice, también tienen su momento; analiza la necesidad de los lectores de encontrarse en aquello que leen, aunque apenas escriba la palabra "identificación"; analiza la compulsiva necesidad de leer que a todos nos afecta en determinados momentos de nuestra vida. Y también se entrega a lo circunstancial, con una serie de páginas deliciosamente dedicadas al dónde, cómo, cuándo o con quién leer.
Puede que este libro no nos propporcione descubrimientos importantes. Pero es divertido y está escrito con una pasión y una contundencia nada comunes. Además, cito al autor: "Leer no es razonable. Hay cosas más importantes, dicen los importantes. Es verdad. Y, sabiéndolo, seguimos como si tal cosa con esas lecturas que nos privan de la vanagloria". De modo que léanlo.

miércoles, mayo 26, 2010

Los mecanismos de la ficción. Cómo se escribe una novela, James Wood

Trad. Ana Herrera. Editorial Gredos, Madrid, 2009. 200 pp. 23 €

Elvira Navarro

El realismo (entiéndase aquí su variante tradicional, que es con la que usualmente se le identifica) lleva más de un siglo recibiendo palos y certificados de defunción, y desde esta muerte perpetua, pareja a la de la forma que lo encarna por antonomasia, la novela de estirpe decimonónica, su potencia se renueva. Aunque la repetición lleva al agotamiento y al lugar común, el sagaz crítico literario y novelista James Wood (1965) sostiene que el hecho de que algunas metáforas se gasten no quiere decir que la metáfora, como mecanismo, haya muerto. Sustituyamos “metáfora” por “convención”: eso es lo que se hace en Los mecanismos de la ficción, y no desde la mera teoría literaria, que tantas tentaciones tiene de convertirse en platonismo escolástico cuando se empeña en no ver más que lo que ella misma genera, sino dando ejemplos de la potencia de los narradores realistas a día de hoy. Wood se sitúa en la línea contraria a los opositores de la ficción convencional, que tienen a Roland Barthes (de quien Wood aprovecha ciertas ideas para ponerlas, precisamente, a favor de lo que el autor francés criticaba) como referente. Citando un texto del finado («La función de la narrativa no es “representar”, es constituir un espectáculo todavía muy enigmático para nosotros, pero en cualquier caso, no de orden mimético […] “Lo que tiene lugar” en la narrativa es, desde el punto de vista referencial (realidad), literalmente, nada, “lo que ocurre” es sólo un lenguaje, la aventura del lenguaje, la incesante celebración de su llegada»), Wood desarticula los argumentos que tradicionalmente se esgrimen en contra del realismo, a saber:
a) Que el realismo es una ingenuidad por suponer que el texto “representa” literalmente la “realidad”. Sin entrar en el estatuto problemático de esta última, así como del concepto de “representación”, cuestiones ambas que la filosofía lleva siglos discutiendo, Wood nos dice que ya con Flaubert esa creencia se desactiva, por lo que resulta absurdo acusar al realismo de seguir instalado ahí. El realismo no es más que un código, tan ficticio como la ciencia ficción.
b) Que el realismo es convencional. Cierto es que, por repetidas, las convenciones decimonónicas (trama, desarrollo lineal, personajes fuertes, narrador omnisciente) sobre las que se asienta la praxis más habitual del realismo acusan el desgaste; ahora bien, y en palabras de Wood: «Toda la ficción es convencional de una manera o de otra, y si se rechaza un cierto tipo de realismo por ser convencional, entonces habrá que rechazar por el mismo motivo el surrealismo, la ciencia ficción, el postmodernismo autorreflexivo, las novelas con cuatro finales distintos y así sucesivamente. La convención está en todas partes, y triunfa como la vejez: una vez se ha llegado a cierta madurez, o bien mueres de ella o con ella». Puesto que todas las convenciones huelen a podrido, la única manera de sortear el hedor es procurar el hallazgo, no (o no necesariamente) en lo grande (maneras de articular los discursos), sino en lo pequeño, en el detalle: el diálogo, la metáfora o el estilo indirecto libre, entre otros elementos. Es ahí donde, según Wood, sigue jugándose la potencia y la pertinencia de un texto literario.
A pesar de lo dicho, para el crítico el realismo no es un modo más de hacer ficción, sino su aspiración fundamental, pues, aunque el vínculo entre las palabras y las cosas esté roto desde la perspectiva de la referencia directa o literal, de lo que las ficciones nos hablan, utilicen el realismo, el surrealismo o el realismo histérico, es de un exterior: la “vida”. Y es que Wood, obviamente, rechaza la postura de que el texto sólo refiere al propio texto. Se le podría objetar, desde un punto de vista epistemológico, lo problemático que resulta eso de la “vida”, aunque desde luego no lo es más que la afirmación de que “todo es texto”. En ambos casos se acaba haciendo metafísica.

miércoles, abril 14, 2010

Por cuenta propia, Rafael Chirbes

Anagrama, Barcelona, 2010. 294 pp. 18,50 €

Coradino Vega

Hubo un tiempo en que ser escritor significaba participar del ajetreo de la vida, encarnar la voz contra la injusticia, construir la narración colectiva del nuevo estado o incluso hacer la revolución. Pero ¿qué es ser novelista en el siglo XXI? Ésa parece ser la pregunta que intenta responder Rafael Chirbes a lo largo de esta recopilación de ensayos, que lleva por subtítulo Leer y escribir, a pesar de las heridas y los desengaños. «A los narradores ―copio textualmente― se nos ha puesto un rico instrumental al alcance de las manos, pero no sé si eso ha sido siempre provechoso. Tengo la impresión de que, desde hace bastante tiempo, los novelistas muestran una excesiva preocupación por enseñarnos la mesa de carpintero que han recibido en herencia. Me cansa no poco que el narrador interrumpa a cada momento mi crucero para mostrarme su esforzada agitación en la sala de calderas (…) Del carpintero queremos una buena mesa, y no que nos explique lo complicado que resulta ajustar las piezas y recolocarlas». Por eso Chirbes trata de huir de esa «sobredosis de inteligencia» que él detecta en cierta literatura actual, y se limita a explicar cuál es su visión personal de la novela, aun sabiendo ―como empieza diciendo irónicamente― que quizás haya críticos que sepan más de lo escrito que el propio autor de la obra.
Así, lo que viene a defender Chirbes en Por cuenta propia es una manera de escribir que sirva de punto de encuentro entre lo público y lo privado, una experiencia pedagógica y ética (sin olvidar que ética es una palabra engañosa: «hablas de ética y parece que suenan los violines cuando ―hoy y siempre― la palabra lleva una ofensiva carga de desazón y violencia»), transida por el esfuerzo en soledad y que busque el desciframiento más que el consuelo. Un intento, como decía Pavese de la poesía. Una forma de encontrar una mirada propia para desvelar lo oculto tras los códigos dominantes. Una permanente huida de la complacencia y del poder. Una expresión de las tensiones del tiempo que nos ha tocado vivir. Un afán por encontrar nuevos moldes, por trabajar con otros materiales, o por trabajar con los viejos de otra forma. Y para ello, toma consecuente distancia con la literatura que refleja la «demoledora ligereza moral» del presente, con el esteticismo escapista, con el tono elevado de Benet o con la escritura autofágica que se encierra en su casa de muñecas y decide elevarse de la tierra, apartarse de lo público y abjurar de la inevitable responsabilidad civil que todo escritor, le guste o no, detenta. Chirbes prefiere ser testigo antes que síntoma de las dolencias de su época y, para serlo, se posiciona claramente: se adscribe a una tradición y se declara partidario de una narrativa atravesada por la historia.
Una y otra aparecerán entrelazadas a lo largo del libro a través de «La estrategia del boomerang» que, además de ser el título del ensayo introductorio, consiste en dar un salto atrás que nos ayude a descifrar los materiales con que se está construyendo el presente. De esta forma, en la primera parte (llamada «Maestros»), Chirbes reivindica La Celestina como primer eslabón de la novela realista española, como ejemplo perfecto de lo que Bajtin denominara «dialogismo», por traernos todo un mundo (el latido del tiempo en el que fue escrita) y por enseñarnos que las convenciones están, precisamente, para romperlas. Y para seguir con la teoría de que toda obra de arte es, en realidad, una relectura y una crítica de la historia del arte, el siguiente eslabón no podía ser otro que Cervantes, en el que Chirbes encuentra una fuerte desazón que se compadece mal con su repetido estilo apacible, y en el que también está el mundo entero que le tocó vivir, visto desde los márgenes: Cervantes fue el rey del matiz, el narrador que renunció a poseer autoridad y exponer un discurso unívoco. Toda la obra de Cervantes ―y no sólo El Quijote― es una clarificadora «impresión de vida», una magnífica manera de captar eso que se nos escapa con el tiempo, y una lucha titánica contra los métodos que se nos ofrecen, sabedora de que quien quiere contar su presente tiene que descubrir a la vez cómo contarlo. El tercer eslabón de la cadena, siguiendo por esta línea, tendrá que ser la novela del XIX. Y aquí Chirbes hace justicia al autor español más injustamente tratado a lo largo del último siglo. Su reivindicación de Galdós divierte porque, aún hoy, el peor insulto que se le puede hacer a un novelista que escriba en castellano es llamarle «galdosiano». El ensayo se titula «La hora de otros» y comienza con una curiosa cita de Ayala que explica muy bien cómo los jóvenes vanguardistas de los años veinte, influidos por la pureza estética orteguiana, decidieron que los presupuestos de la nueva narrativa no tenían que surgir al margen de Galdós, sino contra él. «Galdós se había convertido en paradigma de una literatura sin ambición estética, de estilo rasante y torpe, tan falto de matices como carente de profundidad psicológica.» Benito «el garbancero» o «el chapucero» no sólo lo llamarían los cachorros de la Generación del 27, sino también los viejos esteticistas de la del 98, los escritores oficiales del régimen de Franco, Benet, los seguidores de Barthes, los novísimos…, y cualquier enemigo de concebir el realismo como una «respuesta al presente», como una buena forma de «contar, mediante la ficción, la verdad de lo que pasa» (Lukács). En esas seguimos: sin tener en cuenta que lo que realmente se desecha cuando se denigra a Galdós, no es su falta de estilo, su novela meramente «informativa» (de nuevo Benet), su nula profundidad o aptitud innovadora, sino su posicionamiento ante la historia (pues se confunde a Galdós con la España sombría que él mismo denunció), y su manera de poner la prosa al servicio de lo que se cuenta, de explicarse mediante los otros en lugar de mirarse al ombligo. Eso, cuando no se habla de oídas. «Mi aprecio por Galdós es muy escaso», dijo Benet, «solamente comparable ―en términos cuantitativos― al desconocimiento que tengo de su obra». Porque ahí también radica la cuestión. En este país se ha leído poco y mal a Galdós (Ayala, Cernuda y Buñuel se dieron cuenta a tiempo), pues si no, difícilmente podría acusarse de estilo pobre o falto de innovación a alguien que utilizó el desplazamiento del punto de vista y el monólogo interior antes que Joyce y el ‘modernism’, o que dialogó con sus personajes antes que Unamuno o Pirandello. ¿Se imaginan que se lea de esta forma tan destructiva a Dickens en Inglaterra o a Balzac en Francia? El que ignora la historia tiende a repetirla. Y qué viejo resulta eso de querer separarse a toda costa, porque sí, porque somos jóvenes, de quienes nos han precedido.
La galdosiana concepción de la historicidad del alma, y su disolución de la retórica, hace que Chirbes conecte a Galdós con los novelistas de la Generación de los 50 (Aldecoa, de quien elogia la función restitutoria y artesana de la palabra en Gran Sol; el punto de vista pegado a tierra de Martín Gaite y su constante búsqueda de la verdad y la libertad personal; el Ferlosio de El Jarama; Martín Santos, etc.), para terminar, Marsé de por medio por supuesto, alabando la audacia en el hallazgo de nuevos moldes de un joven escritor como Andrés Barba: «Conseguía llevarme a pensar sobre el sentido de mi vida ―se replantea Chirbes tras la lectura de La hermana de Katia―; sobre la relatividad de los lenguajes establecidos que yo mismo uso, sobre la fragilidad de las formas de representación a las que me he acostumbrado».
Por último, hay una serie de artículos que defienden la vigencia de la novela («el reto sigue en pie: intentar ordenar en la densidad del lenguaje escrito los dilemas morales de nuestra época, aunque ahora sean los de un mundo ruidoso y superpoblado de imágenes»), una sentida vindicación de Max Aub y, a raíz de su centenario, una furibunda protesta sobre la manipulación de la «memoria histórica» por la clase política (y por los novelistas, a su servicio, que tratan de sentimentalizarla). El ensayo titulado «El principio de Arquímedes» sirve además para retratar, de forma magistral, la generación que Chirbes ha contado no menos magistralmente en sus novelas, su anclaje en la España reciente. Chirbes cuestiona duramente la transición (en una línea, podríamos decir, antitética a la de Javier Cercas en Anatomía de un instante), se enfurece con la oportunidad perdida por los gobiernos socialistas de los ochenta, y se rebela contra ese «algo pegajoso, blando, oficialista» de los últimos homenajes republicanos. Pero justo antes de acabar, cambia de tono y nos regala una sincera pieza que revela la relación autor-editor mantenida con Herralde desde que éste, en 1988, decidiera publicar Mimoun en Anagrama. Porque, para muchos, este libro será un regalo. No en vano, no todos los días se reencuentra uno y está tan a bien con sus padres… Para quien prefiera no verlo así no obstante, sólo pedirle que lea al menos esto que también dice Chirbes: «Un escritor debe pelear no con colegas (esa competición, en el peor de los casos, es trabajo del departamento de promoción), sino con su propia obra».

martes, marzo 23, 2010

Tal vez soñar, José Ramón Ayllón

Ariel, Barcelona, 2009. 131 pp. 15 €

Rubén Castillo Gallego

Aunque el público que puede disfrutar y aprender con los volúmenes metaliterarios es reducido, reconoceré que sobre mí ejercen una fascinación especial. Encontrar una obra donde se reflexiona, filosófica o ensayísticamente, acerca de novelas que ya he leído me depara nuevas ocasiones para el deleite, porque me descubre ángulos imprevistos de ellas, flancos vírgenes en los que no había reparado y puertas sorprendentes que yo solo no fui capaz de abrir. Y así ha ocurrido con Tal vez soñar (La filosofía en la gran literatura), un texto de José Ramón Ayllón donde se aproxima a célebres monumentos de la historia de la literatura universal, con el fin de extraer la quintaesencia de sus páginas.
De ese modo podemos descubrir que Homero edifica en Ulises al prototipo de ser humano: tenaz en sus decisiones, luchador contra la adversidad, debelador de obstáculos. Y su historia no es contada con escrupuloso detalle («Homero es el primer periodista del mundo», p.23). Daniel Defoe, con su novela de Robinson Crusoe, coloca al ser humano en una prehistoria artificial, donde ha de poner en juego sus habilidades para domeñar el entorno, y eso permite a Ayllón reflexionar sobre el singular papel de la inteligencia humana («Sería un error pensar —observa Leonardo Polo— que el hombre inventa la flecha porque tiene necesidad de comer pájaros. También el gato siente esa misma necesidad y no inventa nada. El hombre inventa la flecha porque su inteligencia descubre la oportunidad que le ofrece la rama. El hambre sólo impulsa a comer, no a fabricar flechas: son dos cosas muy diferentes. Por eso no es correcto explicar al hombre desde sus necesidades. El hombre no necesita la inteligencia, simplemente la tiene», p.24). Cervantes, a través de su loco ético don Quijote, nos comunica la idea de que «el hombre es un ser constitutivamente apasionado, y en lugar de adecuar la inteligencia a la realidad, con frecuencia la amolda a sus propios intereses» (p.31). Antoine de Saint-Exupéry codificó su propia peripecia en El principito, la historia de alguien que descubrió que todas las rosas del mundo no valen tanto como tu propia rosa, y que «el itinerario del amor dice primero ‘me gustas, después ‘te quiero’, y, por fin, ‘te amo’» (p.40). Ana Frank pasó de vivir en una madriguera infame rodeada de gente egoísta y gris, a ser detenida por las SS en agosto de 1944 y enviada a Auschwitz y luego a Bergen-Belsen, donde murió. Su vida es esencialmente interior, pero es eso lo que enriquece su mirada («Al ser humano —animal racional y social— también se le puede llamar, con toda propiedad, animal sentimental», p.48). George Orwell realiza en Rebelión en la granja una implacable denuncia satírica del comunismo práctico, puramente dictatorial. Así, nos dirá que estamos ante «una buena lección de historia y —desde el punto de vista literario— una obra maestra que no pierde valor cuando las circunstancias particulares que motivaron su composición se desconocen» (p.80)... Y más, mucho más. José Ramón Ayllón no duda en criticar la ambigüedad simbólica de Friedrich Nietzsche, ni tampoco vacila a la hora de emitir juicios hiperbólicos («El señor de los anillos es la Odisea del siglo XX», p.107) o cuando debe opinar sobre la familia, la amistad, la religión, la muerte o Dios... Por eso, y por infinidad de pequeños detalles que salpican el texto en casi todas sus páginas, ésta es una obra para discutir con ella, para charlar y debatir, para corroborar ideas o para refutarlas, para discrepar o para mostrar la mayor de las conformidades. En suma, una obra para convertir algunos de los más grandes libros de la historia literaria en objeto de reflexión constante y fértil. Un volumen sin duda memorable.

jueves, noviembre 05, 2009

La ansiedad de la influencia, Harold Bloom

Trad. Antonio Lastra y Javier Alcoriza  Trotta, Zaragoza, 2009. 192 pp. 12 €

José Morella

En el prefacio de Harold Bloom a la segunda edición de su libro hay algo muy sencillo (cosa de agradecer en un autor tan sesudo) que puede ayudarnos a entenderle. Justo después de una extensa cita de Emerson, Bloom aísla una de sus afirmaciones: “(Shakespeare) escribió el texto de la vida moderna”. Dice, de esta frase, que es “el corazón del asunto”; esto es, la esencia de lo que Emerson quería expresar. Bloom, que escribe en la segunda parte del siglo XX y a principios del XXI, cree firmemente que los asuntos (los textos) tienen un corazón señalable. Un corazón concreto, que vive, por así decirlo, dentro del escrito, en sus letras, entre sus sintagmas. Y cree también, por si eso fuera poco, que un lector puede discernir cuál es ese corazón. Por eso el pobre hombre se ha pasado casi toda su vida aislado académicamente, intentando luchar contra lo que él llama “la escuela del resentimiento” (según él, todos los demás, o casi todos): la deconstrucción, los feminismos, los estudios culturales, el new historicism, la teoría queer, el postestructuralismo francés... En este prefacio destila una especial ironía y saña contra los postestructuralistas franceses, sobre todo Foucault. Todos ellos tendrían reservas para hablar de valores intrínsecamente “literarios” en Shakespeare o en cualquier otro. Es decir, que todos esos “resentidos” ponen el corazón de lo que existe fuera de lo que existe. No creen, normalmente, en sentidos previos o esenciales, sino más bien en la construcción, a posteriori, de ese corazón mediante la lectura. Sentido diferido que permite releer la historia de la cultura a la luz de todo aquello que las estructuras dominantes han tenido que hacer para dominar. Gracias a esos “resentidos” hemos podido leer textos que nos han contado, por ejemplo, cómo la eṕoca que conocemos como Renacimiento es, desde la perspectiva de la Historia de la mujer, justo lo contrario: decadencia. Las historiadoras que dicen esto no pueden, claro está, encontrar el corazón de los autores y pintores renacentistas en sus palabras o sus pinturas. Está, más bien, en lo que no dicen o lo que no pintan. O en las condiciones sociales que se dieron para que lo dicho o pintado fuera como fue.
Aparte de intelectual, la de Bloom y los “resentidos” es una batalla material. Cientos de departamentos universitarios de todo el mundo que pagan sus sueldos, sus dietas y sus viajes a seminarios internacionales a bastante gente, con dinero público en algunos países y con el de los papás de los estudiantes en otros. Una tajada bien gorda. Eruditos conocedores de los clásicos canónicos contra defensores (a menudo también eruditos) de minorías étnicas, mujeres, gays y lesbianas... Todos tratando de entrar a vivir en la rara y preciosa burbuja que es una facultad de letras.
Después de este resumen vergonzosamente rápido y simplificador por mi parte del corazón del asunto, tengo que hablar del libro de Bloom. Y antes tengo que reconocer que a mí siempre me han convencido más los “resentidos”. Pero también que la lectura de Bloom es un placer. Lo leo como un lector agnóstico lee la historia de Jesús: con gusto, porque es una buena historia. Las palabras de Bloom están llenas de una inteligencia viva que supera mucho a la mía de lector; sus intuiciones son profundas y serenas, muy nítidas, y su erudición nunca molesta y enseña más cosas de las que uno imaginaría, incluso cuando no lo pretende. Es un escritor impecable, un admirable maestro y un señor cuya mala leche es de lo más entrañable y divertida.
La ansiedad de la influencia habla de la experiencia desasosegante que consiste en darse cuenta de la existencia de huellas de autores previos en la obra propia. Según Bloom, el impacto de esta toma de conciencia hace que los poetas débiles se paralicen, mientras que los poetas fuertes consiguen superar esa sensación subsumiendo lo antiguo; haciendo de ello algo nuevo y, aquí está la gracia, original. Bloom vincula la poesía al psicoanálisis, puesto que el conflicto de la influencia es, para él, un conflicto generacional. Hay un equívoco poético, una mala interpretación en la lectura de los clásicos inmediatamente previos, que dejan en el autor nuevo un espacio para la originalidad. El colmo de la originalidad para Bloom es Shakespeare, que supera hasta tal punto a su “padre” literario, Christopher Marlowe, que, por así decirlo, se lo traga entero. No habría, según Bloom, ningún poeta que haya digerido y transformado lo anterior de un modo tan perfecto como Shakespeare, que superó de golpe, en un sencillo calentón de fiebre creativa, su gripe poética, su ansiedad de la influencia. Bloom casi lo diviniza, diciendo cosas como que inventó lo humano, o que es el sinónimo exacto de la literatura.
Lo cierto es que la lectura de cualquier libro de Bloom, por exagerado que parezca cuando se le parafrasea, casi siempre nos convence o está a punto de convencernos. Habría que decir, en su defensa, que sus libros tienen una aceptación tan grande entre los lectores como suscitan resquemor entre los especialistas. Siendo mal visto en ámbitos académicos, sobre todo en el mundo anglosajón, algunos de sus libros han vendido más de cien mil ejemplares, cifra tremenda para un señor teórico, que no teórico señor. A sus charlas suelen asistir cientos de personas. Tal vez Bloom nos seduzca porque encarna con mucho mérito la resistencia del mundo a una disolución cultural que, aunque a algunos de nosotros nos guste pensar como catártica y necesaria, todavía nos asusta demasiado.