Coradino Vega
Parece que las tendencias se repiten. Hace unos días, en uno de esos artículos que contagian tan bien la curiosidad por el aprendizaje, Antonio Muñoz Molina ironizaba así sobre la losa que supusieron la ideología y la vanguardia en su primera juventud: «La literatura tenía que ser un arma en la lucha contra la dictadura y el capitalismo; la literatura tenía que romper con las convenciones burguesas del costumbrismo y el realismo, con la utilería decrépita de los personajes, de los argumentos, hasta de la sintaxis, todo tan muerto como la pintura figurativa después del triunfo irrevocable de la abstracción, o como la música melódica desacreditada por la atonalidad. A uno tenía que remorderle la conciencia por haber leído alguna vez con emoción a Galdós o a Miguel Delibes». Sustituyan «dictadura» por «democracia», «globalización» o cualquier otro tipo de palabra al uso, y les sonará de algo. En los últimos años, Muñoz Molina se ha convertido en el blanco de los dardos de ciertos «modernos», radicales e intelectuales de distinta condición, como si él solo tuviera la culpa de todos los males que aquejan a la literatura española consagrada. Para alguien que debe tantos momentos de dicha o incluso el despertar de su vocación a este autor, resulta doloroso comprobar la malevolencia y el resentimiento de algunos críticos o bloggeros que tan a menudo confunden el insulto con la lucidez, permitiéndose el lujo de reconocer, en este caso, no haber leído ni siquiera El jinete polaco. Pero lejos de amilanarse, Muñoz Molina (quizás al margen de todo lo comentado, quizás no) ha escrito una novela de una valentía, una honradez y un rigor documental dignos de reconocimiento.
Como ya sabrán por su cobertura mediática, La noche de los tiempos narra una historia de amor que transcurre poco antes del estallido de la guerra civil, el clima político que la propicia (cuestionando su repetida inevitabilidad), e incluso cómo fueron sus primeros meses en un Madrid aún no del todo sitiado por las tropas de Franco. Sus presupuestos literarios parecen un compendio de toda la narrativa muñozmoliniana: hay tantos detalles de gran parte de su obra que, más que repetirse, uno se queda con la sensación de que La noche de los tiempos sirve de epítome de una manera de entender la literatura y el mundo bien definida en el reverso de la cita con la que abríamos esta crítica. El dominio de la prolepsis en una estructura que lo ensambla todo con una oportunidad de puzle primorosa, unida el estilo magnetizador de la prosa con la que está escrita, lleva en volandas al lector desde la primera hasta la última línea. Más dudosa quizá son las disrupciones de una cervantina primera persona (excesivamente explicativa, a mi juicio), que inventa y se empeña en recrear los detalles de una historia que pretende así evitar la retrospección, pero que rompe el mágico pacto entre lector y autor que supone un narrador invisible como, por ejemplo, en Vida y destino. Por su parte, los personajes oscilan entre la maestría configuradora del profesor Rossman al tipismo de algunos de los familiares de Adela (cuya carta, tan deudora de Cinco horas con Mario, la dota, a ella sí, de una mayor complejidad y sustancia humana). La descripción casi naturalista de estos últimos y de ciertos ambientes de Madrid (en las que el homenaje a Galdós va más allá de su literal presencia) queda compaginada con las emocionantes reconstrucciones biográficas del origen de los dos protagonistas, Ignacio Abel y Judith Biely, más influidas quizás —sobre todo la de la segunda— por la narrativa judía norteamericana. Puede que haya quien vea en toda esta realización (la historia de amor, los diálogos, las conversaciones entre amantes o algunas políticas) un peligroso deslizamiento hacia el cliché y el sentimentalismo, pero el conjunto de la obra es tan sinfónico y pertinaz que todo queda bastante diluido cuando no es la propia dignidad de lo que se nombra su mejor valedora.
Antonio Muñoz Molina publicó una novela en 1986 sobre la memoria histórica cuando no estaba nada de moda hacerlo; rastreó el desarraigo del exilio y el holocausto en Sefarad mucho antes que autores como Juana Salabert o Adolfo García Ortega; y ahora se atreve con una desmitificación de la II República que, a buen seguro, levantará ampollas en la izquierda acomodada en sus convicciones más férreas. El protagonista de La noche de los tiempos, Ignacio Abel, es un socialista republicano que asiste con idéntico espanto a los desmanes e irresponsabilidades de los dos bandos. No se trata de revisionismo, sino de un necesario examen de conciencia desde la lealtad sentimental al proyecto racional y modernizador que nació el 14 de abril de 1931. Toda la novela es una mezcla de destino personal con destino histórico, un vaivén entre la esfera de lo público y de lo privado. ¿Qué hubieras hecho tú en un momento como ése? ¿Cómo reacciona una persona normal ante la avalancha de la Historia? ¿Hasta qué cierto punto las ideologías, con su explicación total del mundo y su promesa de paraíso sobre la tierra, no nos encaminan hacia el desastre? Ignacio Abel es un arquitecto de extracción humilde formado en la Bauhaus, un hombre desapasionado (hasta que se topa con Judith) que, como su amigo Juan Negrín, cree en la reforma agraria más que en los planes quinquenales, en la alimentación saludable más que en La Internacional, en la ropa limpia más que en el mesianismo. Y de repente, casi sin darse cuenta, sin hacer mucho caso a las evidencias presagiadas por el profesor Rossman, arrebatado por el amour fou y su consiguiente estado de culpa, se encuentra con el horror, con la prueba de que las cosas sólidas y difíciles de construir pueden ser destruidas muy fácilmente. Él, que no es un revolucionario, se dará cuenta, ya en el exilio, que «ellos merecen perder pero nosotros hemos cometido tantas barbaridades y tantas estupideces que no nos merecemos ganar». De esta forma, ante las repetidas «dos Españas» de Machado, Abel parece encarnar esa tercera España, la peregrina, mucho más cercana a Arturo Barea, Chaves Nogales o Pedro Salinas que a Rafael Alberti o Bergamín, dos personajes que no salen bien parados en la novela por comparación con los de Negrín o Moreno Villa.
La noche de los tiempos es, en definitiva, un monumental acto de decencia intelectual, un libro necesario para comprender el absurdo banderismo secular de la política española y la contextualización europea de su conflicto más sangriento, un arma cargada de sentido común para quienes sigan justificando la violencia en el nombre de una idea, y una novela de la que (por todo eso) quizá no se reflexione mucho en este país pero que, casi con toda seguridad, tendrá una calurosa acogida más allá de nuestras fronteras: en Nueva York, por ejemplo, donde transcurre parte de su historia y donde autores como E.L. Doctorow hacen con asiduidad lo que aquí sólo se ha atrevido a hacer Muñoz Molina.
Antonio Muñoz Molina: "El desaliento me acompaña cada día en mi trabajo"
—En Días de diario decía usted, puede que irónicamente, que en España se le estaba empezando a considerar “un novelista venido a menos”. Después de tres años de trabajo, ¿se ha tomado quizá La noche de los tiempos como una forma de revancha para recuperar su “buen nombre”?
—No era irónico. Un crítico había escrito eso de mí, y me sentí muy dolido. Cuando uno recibe críticas negativas siempre teme que en el fondo tengan más razón que las positivas. En cualquier caso, las novelas no se escriben para tomarse la revancha de nada. Bastante difícil es ya escribirlas. Una novela quizás sea el encuentro entre una idea narrativa y una profunda necesidad interior.
—Philip Roth habla de la indignación que le empuja a escribir una novela. En su caso, ¿de dónde provino la necesidad de examinar el tiempo en el que transcurre la suya de la forma en que lo ha hecho?
—Hay varios factores que yo puedo identificar, aunque es probable que el impulso mayor para escribir una novela sea inconsciente. En primer lugar, ese mundo español y europeo de la gran crisis de los años 30 me ha apasionado siempre. He escrito y leído mucho sobre él, y tengo una familiaridad bastante detallada con sus estados de espíritu, su estética, su vida cotidiana. También había algo que a mí me ha interesado mucho siempre, que es la indagación en la pasión amorosa entre hombres y mujeres, especialmente mujeres emancipadas y muy conscientes de su propio albedrío, que son las que a mí me gustan. Algo más fue apareciendo, con lo que yo no contaba al principio: la paternidad, el modo en que un niño ve desde cerca pero desde fuera las lejanías y las rarezas de su padre. También creo que hay dos factores políticos, uno la alarma que me produce desde hace años la brutalidad verbal de la política española, incluyendo en ella a esos comentaristas en los medios que se dedican por sistema a echar gasolina al fuego; el otro factor, la frivolidad gubernamental sobre la república y la guerra civil, la manipulación en forma de tebeo sentimental de una historia terrible. Todo eso, muy mezclado.
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