Mostrando entradas con la etiqueta Elsa Zinna. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Elsa Zinna. Mostrar todas las entradas

viernes, 2 de octubre de 2009

Corría 1925

Guillermo Cañete había recibido en su casa, la visita del cartero. Con cierta ansiedad toma la tarjeta postal que le fue enviada.
Desconocía la caligrafía, no eran esas letras perfectas, que en esa época se dibujaban en el papel, a fuerza de muchas horas de escribirlas repetidamente y que necesitaban de grandes adornos, para saber mejor.
La escritura denotaba apuro, leyó la misiva.
“Amigo Guillermo le vengo a avisar que he cambiado el domicilio a la calle Perú 857 y no venga hasta que yo les avise.
Recuerdos a mi familia”
Antonio Calafate.
Leyó una y otra vez.
Había sentido la necesidad de salir corriendo para avisar a todos los que ansiaban noticias, pero trató de pensar, antes de actuar.
Se dirigió a la casa de su amigo. Las ventanas estaban completamente cerradas y la puerta de madera labrada que daba a la galería, con un pequeño toque se abrió.
Fue recibido por el perfume de los jazmines en flor, que se mezclaba con el aroma no muy agradable de verduras, que estarían hirviendo para hacer una sopa.
Se acercó a la cocina, allí estaba la mujer y los dos pequeños hijos de su amigo.
Todos tenían los ojos rojos, y habían llenado de lágrimas ese lugar.
Guillermo les mostró la tarjeta postal. Leyò una y otra vez.
“Saludos a mi familia”
Era él, que no los había abandonado. Era él que mandaba señales.
Inmediatamente la mesa fue servida. Esa sopa de verdura supo a manjar.
De regreso a su casa Guillermo trató de dormir, pero no lo logró. Recordó a Antonio al frente de la marcha obrera, defendiendo con su cuerpo las injusticias y enfrentando a los poderosos que pretendían que no pensara.
Se asomó por la ventana queriendo alejar la noche, pero todavía estaba allí. Se sentó en el viejo sillón, que estaba junto a la puerta a esperar el día y el sueño lo venció.
Cuando despertó la mañana ya partía, arregló su ropa, juntó las pocas monedas que le quedaban y fue a tomar el tren que lo llevaba a la Capital.
Bajó en la estación terminal cruzó la gran plaza, carros, coches y tranvías se movían sin cesar.
Preguntó por la calle Perú. Estuvo a punto de llegar pero en su cabeza las palabras volvían.
“Amigo Guillermo le vengo a avisar que he cambiado de domicilio a la calle Perú 857 y no venga hasta que yo les avise”.
No pudo traicionar a su amigo, volvió sobre sus pasos a esperar una nueva señal.

Mirar la luna

Ella entrega su cuerpo al mirar la luna.
Su pelo flota en pequeñas ondas amarillas.
Ella libera su voz, grita, aúlla, gime, balbucea.
Los sonidos recorren caminos, bajan abruptamente hacia un abismo, buscando una salida y gozan al hacer pequeños zigzags que ríen y sueñan.
Ella encuentra la felicidad al mirar esas chispas de vida que acompañan la noche.
Ella sonríe con esa sonrisa de teclas blancas que bailan apuradas saltando al compás de una rumba movediza, excitante y sensual.
Ella busca abrigo y refugio, para gozar.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La mesa

Ella está guardando su ropa en un bolso, ya acomodó dentro de los canastos la vajilla, los artefactos eléctricos, la ropa de cama y los manteles. Todas sus pertenencias ya están preparadas para ser llevadas por la mudanza.
Recorre las habitaciones, la más amplia la recibe con una canción de cuna, aquella que escuchó durante su infancia.
Cuando entra al comedor, una sensación extraña la envuelve.
En ese lugar cuando aún era niña, ocurrió el mayor episodio de violencia.
Ese día pudo esconderse debajo de la mesa grande, de noble y fuerte roble, vestida con un hermoso mantel tejido al crochet.
Una imagen vuelve a su mente, unos ojos celestes y una mano empuñando un cuchillo. Ruidos extraños, gritos, miedo que se instaló en su frágil cuerpo y un pedido de ayuda que no fue escuchado.
El arma cayó al piso, dejó huellas de sangre que se escabulleron entre los poros de las baldosas de granito, ya gastado por los años y la continua limpieza, a fuerza de trapo y cepillo.
Silencio y pasos apurados. Puertas que se cerraron; voces extrañas, y por último, una mano que la ayuda a salir de su escondite. Unos ojos celestes se clavan para siempre en su memoria.
A partir de allí, las personas que habitaban esa casa se habían reducido.
No preguntó porqué, cómo, ni quién. El miedo paralizó su pensamiento. Su decir se congeló ese día.
Nunca más fueron escuchadas canciones infantiles, ni acordes de ningún instrumento.
Las huellas exteriores fueron borradas; las del alma quiere callarlas.
Llega el camión de la mudanza. Todo está cargado, menos la mesa de noble y fuerte roble.
Elsa.