La señora Gladys viaja en metro como quien realiza un crucero por el ancho mar. Sube y baja por las escaleras mecánicas, mira y remira a toda la fauna con la que se cruza. Disfruta del paisaje. En el vagón ve jovencitas engalanadas, muchachos pegados a unos auriculares, gente que lee libros, hombres encorbatados.
Todos tienen algo que hacer pero le parece a Gladys que hoy nadie debe cumplir misión más importante que ella. Lleva en una pequeña carpeta los papeles de Facundo y los suyos para renovar el permiso de residencia. Todo está correcto, o eso le parece. Esperará una larga cola para entregarlos y, si todo va bien, a media mañana tendrán los dos un nuevo NIE.
Le sonreirá a la señorita que atienda su expediente. Se sentará firme en la silla. Le ofrecerá un caramelo de menta que lleva en el bolsillo. Y volverá a casa con los papeles renovados, hará la comida, esperará a Facundo y todo estará bien. No le importará ver a gente en la cola que llore o que se desespere, porque ella lleva todos los papeles en regla, no le falta ninguno. No atenderá los reclamos de esos hombres que reparten tarjetas de visita y que se portan como buitres ofreciendo los servicios de abogados para solucionarlo todo, porque ella lo tiene todo. Por si acaso, mientras otros leen libros o escuchan música, ella va a ir rezando. Tiene tiempo: son catorce estaciones. Un padrenuestro por estación.
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