miércoles, 7 de enero de 2009

"La mujer que se tiñó el pelo de rojo" - Ángela Rossi


La mujer que se tiñó el pelo de rojo

El sonido del despertador la sacó de su sueño pesado. Prendió la luz del velador y se bajó de la cama. Hacía frío; se puso un pulóver viejo sobre el camisón y salió del cuarto.
Como una autómata se lavó los dientes sin mirarse en el espejo y volvió al dormitorio para llamar a su marido: ya se estaba vistiendo.
En la cocina preparó el desayuno para ambos, fue hasta el pasillo, recogió el diario y lo dejó al lado de la taza de café de su esposo.
Él entró ya cambiado, se sentó, untó una tostada con mermelada y abrió el diario.
Ella tomó un sorbo de café y prendió el primer cigarrillo del día y se quedó así, sentada y fumando mientras tomaba su café en silencio.
El hombre se levantó y prendió la radio. Eran las ocho de la mañana y hacía mucho frío, informaba el locutor y la mujer pensó que esas dos cosas ya las sabía.
Ya con el saco puesto y mientras se iba poniendo el sobretodo le dio un beso y se marchó.
Ella quedó sola; con desgano se levantó, apagó la radio, se sirvió otra taza de café y prendió otro cigarrillo. Pensativa comenzó la rutina diaria: bañarse, hacer las compras, limpiar la casa.
Desde hacia algún tiempo había comenzado a hacerse preguntas, para las que no encontraba respuesta. Fue al dormitorio y se miró con detenimiento en el espejo: vio que era una mujer atractiva, aun vestida con un jean y un buzo gastado. Se acercó y escrutó las pequeñas arrugas que se le estaban formando a los costados de los ojos, grandes y oscuros, que contrastaban con su melena castaño claro.
Decidió que era una mujer todavía deseable y una vez mas se preguntó por qué sentía que su marido la consideraba como la heladera o el lavarropas, algo útil y necesario, pero en lo que no se reparaba, algo que estaba ahí, algo a lo que uno estaba acostumbrado y que se hacía invisible
—¿Por qué todo tiene que ser así, por qué no puede ser todo diferente? —se preguntó.

Esa tarde se encontró con una amiga y trató de contarle lo que le estaba pasando, la respuesta no se hizo esperar:
—Mirá, lo que pasa es que vos estás medio depre por el tema ese de la menopausia, se te revuelven todas las hormonas y ves las cosas negras; pero estoy segura de que tu marido te quiere, te trata bien, no te hace faltar nada, no te quejés que hay otras a las que les toca cada uno, que bueno, para qué hablar...

Volvió temprano y llena de culpa. Preparó la cena y se sentó a mirar la telenovela.
Cuando sintió que su marido habría la puerta, se levantó y fue a preparar la mesa para la cena.
Él la saludó con un beso y fue a cambiarse. Ya en pijama y pantuflas se sentó a comer. Mientras comían él le contó algo que había pasado en el trabajo: ella puso su expresión de “te escucho con total atención”, mientras volvía a pensar en el lavarropas y la heladera.
—Está muy rico esto —comentó el marido, mientras terminaba su porción de pastel de carne, (siempre le elogiaba la comida).
Miró la hora y se levantó rápido.
—¡Ya empieza el partido! —exclamó mientras prendía el televisor del living.
—Te dije: ya empezó.

Ella se quedó un rato más sentada en la cocina vacía. Después se levantó, lavó los platos y, tomando la bolsa del tejido, fue y se sentó junto al hombre, que miraba absorto el juego.
Mientras tejía se preguntaba otra vez en silencio ¿por qué todo tiene que ser así?

El despertador sonó y la sacó de su sueño pesado. Se levantó, pensó hace frío y todo comenzó igual que el resto de los días.
Pero ese día, mientras tomaba la segunda taza de café y fumaba un cigarrillo decidió que tenía que hacer algo para saber si realmente se había vuelto invisible para su marido.
Esa sensación de invisibilidad la había acompañado durante parte de su niñez y recordó algo que sucedió cuando ella tenía doce años.
Una tarde -era verano- se sentía muy triste y se había encerrado en el baño a llorar.
Se miró al espejo y vio sus ojos enrojecidos y sus largos cabellos claros todos revueltos. Nunca supo por qué tomó una tijera que había en el botiquín y comenzó a cortarse, mechón por mechón, todo su cabello, hasta quedar con la cabeza casi rapada. Después se lavó la cara con agua fría y salió del baño. Expectante fue hacia donde su madre estaba sentada leyendo una revista, ella apenas la miro y le dijo ¿te cortaste el pelo? Te queda bien. Deseo caerse muerta allí mismo.

Ese suceso tanto tiempo olvidado volvió a dolerle como ese día.
Se vistió, se puso una campera, tomó su bolso y se fue. Iba a hacer algo para comprobar si su marido la veía o no. Cuando regresó su melena clara se había transformado en una cabeza de cabellos cortísimos y de un rojo violento.
El día transcurrió lento, interminable.
Cuando finalizó de preparar la cena, fue al cuarto y se quitó el buzo que usaba en la casa y se puso un pulóver negro de lana muy suave.
Puso la mesa y esperó.
Como todos los días él entró, le dio un rápido beso en la mejilla y se fue a cambiar.
Se sentaron a comer, él habló algo de la oficina.
—Está muy rico esto —dijo mientras se iba para el living y desde allí le decía en voz alta:
—Apurate que ya empieza la película de Bruce Willlis.
Las lágrimas rodaban silenciosas por sus mejillas, mientras lavaba los platos y seguía limpiando lo ya limpio hasta que no tuvo más excusas para tomar el tejido e ir a sentarse frente al televisor.

El despertador la sacó de su sueño pesado. Se levantó. Hacía frío. Tomó el pulóver para ponérselo y se quedó quieta, pensando; lo dejó caer al suelo y despacio, muy despacio, se metió de nuevo en la cama y se cubrió con las mantas, acurrucada, inmóvil, esperando.
Los minutos pasaron lentos, muy lentos y ella sentía que se encogía, abrazada a la almohada.
Después de un largo tiempo sintió que su marido se movía a su lado, que prendía la luz y se estiraba sobre su cuerpo para ver la hora. Escuchó una maldición y su marido que dejaba de prisa la cama y se precipitaba en el baño, mientras le decía:
—¡Nos quedamos dormidos, prepárame un café, rápido, que no llego!
Ella cerró los ojos y no se movió. Un fuerte impulso le decía que tenía que correr a prepararle el café a su marido, que sino se iba a enojar y… ¿y qué? se preguntó; acomodó el acolchado azul y cerró los ojos.
Cuando su marido salió del baño, se detuvo sorprendido al verla aun acostada
—¿No me oíste? ¡Nos quedamos dormidos! —le dijo acercándose a la cama. Ella permaneció inmóvil. Él se quedó parado, indeciso, y por fin se acercó a la cama y le pregunto:
—¿Te sentís mal?
Ella se quedó callada, con los ojos cerrados.
—¿Qué te pasa? —insistió: no podía creerlo, después de tantos años de casados era la primera vez que ella no se levantaba a prepararle el desayuno.
—¿Qué tenés?
Para terminar con esa situación absurda, ella abrió los ojos, lo miró y con voz cansada le dijo
—Nada, sólo tengo ganas de quedarme un rato más en la cama —y su voz fue solo un susurro quedo.
Mientras hablaba, su cuerpo se hundía con fuerza en el colchón, tratando de desaparecer.
—A vos te pasa algo. Ahora no tengo tiempo, pero esta noche me vas a explicar…
Su marido tomó el saco y salió de la habitación. Ella escuchó como cerraba la puerta con un golpe.
Se quedó largo tiempo inmóvil, aferrada a la almohada. Después se sentó y abrazándose las rodillas se quedó pensando ¿de qué tengo miedo?... No va a pasar nada, se dijo.
Se levantó, se duchó, se puso un pantalón y una remera, se acercó al espejo y contempló su imagen largo rato. Sonrío satisfecha, contenta con su pelo corto y rojo.
Después, fue al living, buscó un CD de salsa, lo puso en el equipo y mientras la música comenzaba a sonar, empezó con las tareas de la casa.
Por primera vez en su vida creyó que ahora todo sería distinto.
Se detuvo un momento, escuchando la voz que le decía que sólo había ganado una pequeña batalla; sonrío y siguió con sus tareas segura de que las siguientes batallas también las ganaría ella.

Autora: Ángela Rossi. Centro Cultural Elías Castelnuovo.

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