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viernes, 17 de marzo de 2017

Diccionario de palabras olvidadas

En esa novela monumental que es Submundo, de Don DeLillo, hay una escena particularmente significativa para mí, que amo las palabras, y que, como Juan Ramón Jiménez, quisiera pedirle a la “intelijencia” que me diera el nombre exacto de las cosas: el anciano padre Paulus habla con un alumno que lo visita en su despacho, en 1955, y mirando sus botas húmedas le pide que enumere sus partes. Cordones, empieza el chico. De acuerdo, dice el sacerdote, uno en cada bota, sigue. Suela y tacón, y al ser instado a continuar añade: La parte de arriba y la de delante. Es para echarse a llorar, dice el padre Paulus, que pregunta: ¿Y lo que hay bajo los cordones? Lengüeta, el chico cae ahora: no la había visto, dice. “No la viste porque no sabes mirar. Y no sabes mirar porque no conoces los nombres”. Entonces el jesuita alza la pierna, apoya el pie en el borde de la mesa y comienza a ilustrar al muchacho en las partes del calzado: la pieza que recorre la parte superior es la ‘vuelta’, y esta sección rígida sobre el talón es la ‘contra’, y esta que está en medio el ‘cuarto’, y la pieza que hay sobre la suela el ‘cinto’, y la zona frontal que cubre el empeine la ‘pala’, y las perforaciones a ambos lados de la lengüeta son los ‘ojetes’, y el pequeño anillo de metal que refuerza el borde del ojete ‘virola’, y las fundas de metal en los extremos del cordón ‘herretes’…

Todo cuanto nos rodea tiene su propio nombre, pero desconocemos muchos de ellos, y por tanto, según el personaje de DeLillo, no sabemos mirar las cosas que nombran. Esto de aquí o aquello de allá son invisibles en su imprecisión, realmente. Tengo la sensación de que cada vez mueren más palabras, y de que por tanto va creciendo el número de voces que Oliveira y Traveler, personajes de Rayuela, de Julio Cortázar, podrían usar para sus juegos en el cementerio, siendo cementerio la necrópolis de la Real Academia Española de la Lengua. De ser así, cada vez más cosas se estarían volviendo invisibles a nuestros ojos. Peor aún: muchas son ya meros espejismos, pues, al margen del empobrecimiento expresivo propio de los jóvenes que cada vez han de referirse a menos cosas que no se designen en inglés o con un neologismo deportivo, al margen de esto, digo, un número asombrosamente elevado de palabras han perdido su verdadero sentido al contacto con el lenguaje político, ámbito donde todo vocablo es susceptible de sufrir el retorcimiento, mengua y transmutación de su forma o significado al objeto de encajar en el correspondiente argumentario ideológicamente correcto.

Hace unos pocos años leí en El País sobre veintitantas cosas que no sabíamos que tenían nombre, por ejemplo, la cresta de gallos y pavos (‘carúncula’), la raya del pelo (‘crencha’), el espacio entre los dientes (‘diastema’), la espuma de la cerveza (‘giste’), la parte del cuchillo opuesta al filo (‘recazo’), la parte hundida del brazo opuesta al codo (‘sangradura’) o el llanto del recién nacido (‘vagido’). Se diría que nada de todo esto se ha hecho visible en el preciso momento de conocer sus verdaderos nombres, y es casi seguro que no encontraremos el modo de usarlos en una comunicación eficaz, y sin embargo cada una de estas palabras representa la auténtica identidad de aquello a lo que distingue, esa cresta concreta, esa raya, esa espuma, ese llanto primero, como el oculto nombre real de alguien llamado de muchas formas; y el modo en que veníamos refiriéndonos a todo ello hasta ahora es, de pronto, impreciso (porque hay otras crestas, otras rayas, otras espumas...).

Es por esto que guardo como un tesoro las dos ediciones del Diccionario de Palabras Olvidadas editado en 2008 y 2009 por la Biblioteca Pública de Burgos y elaboradas con las aportaciones de los propios usuarios, palabras que se perdieron porque desaparecieron los objetos a los que daban nombre (aperos de labranza u oficios extinguidos, por ejemplo), o bien términos que cayeron en desuso o han sido sustituidos por otros (‘chisquero’, pongamos por caso, que no sobrevivió a ‘mechero’, que a su vez casi ha sido relegado ya por ‘encendedor’). No sé si llegó a haber una edición en papel de este peculiar y maravilloso diccionario; yo los tengo los dos en pdf (¿pedeefe?), más complicado para consultar o leer, pero de un inmenso valor testimonial, en cualquier caso. Palabras, muchas de ellas, plenamente vivas en la conversación de mis padres, pero que acabarán por volverse fantasmas, esas sombras espectrales del pasado que de tanto en tanto acaso cruzan una calle de cualquiera de los muchos pueblos de las Castillas o de Aragón ya despoblados o a punto de estarlo… Maquila, destral, mentidero, esbarar, ligaterna, pollopera, morapio, perillán…


viernes, 16 de diciembre de 2016

Rayuela, primera edición


Hace un par de años, mi gran amigo Miguel me dejó sin palabras al regalarme de pronto, al finalizar un acto celebrado con motivo del Día de las Librerías, su primera edición de Rayuela (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 28 de junio de 1963). Gratitud, esa palabra tan grande, se quedó en esta ocasión muy pequeña para expresar mis sentimientos ante un gesto como aquél. Miguel compró el libro en la capital de Argentina tiempo atrás, en una librería de lance. Le falta la portada, y Miguel imaginó una posible razón para ello: su primer propietario la habría arrancado cuando la dictadura argentina puso en su lista negra a Julio Cortázar y prohibió que se leyera su obra: incapaz de desprenderse de un libro que amaba, aquel desconocido tal vez creyó que hacer desaparecer su famosa portada en negro bastaba para disimular su identidad.

Rayuela es el libro que yo más amo, de modo que tener una primera edición está más allá de lo que me es posible explicar con palabras. Esta novela/contranovela de Cortázar es para mí, desde hace treinta años, una especie de «biblia», no un libro sagrado, entiéndase, no un libro en mayúscula que contenga la palabra de una divinidad o que pretenda imprimir en mi carácter unas creencias o unas normas de conducta. Es mi biblia por la forma en que he seguido leyéndola estos años, ya no pasando de un capítulo al siguiente o de acuerdo con el tablero de dirección situado al comienzo (eso ya lo hice tres veces), sino abriendo por cualquier sitio, al rayuelesco azar, o buscando un pasaje determinado como quien busca (sí, supongo que es así) un versículo, porque me ronda la cabeza y quiero comprobar su literalidad, o simplemente como quien quiere escuchar de nuevo una pieza musical: Rayuela es música tanto como literatura.

Llegué a ella muy joven, después de una apasionada iniciación en la lectura que comenzó más o menos a los diez años y me llevó a devorar en los siete u ocho siguientes libros de aventuras primero y de detectives después. En ese proceso evolutivo de mi vida como empedernido lector, a Raymond Chandler le sucede Vázquez Montalbán y a éste, en algún momento, Cien años de soledad: la novela de García Márquez me fascinó completamente, y al abandonar Macondo quise saber más sobre literatura hispanoamericana. En algún sitio leí que el otro libro más significativo de aquello que se llamó el boom era Rayuela, de Julio Cortázar. Acudí a sus páginas esperando la misma exuberancia expresiva del colombiano, los asombrosos prodigios del realismo mágico, pero me encontré con un libro muy diferente y bastante más complejo. En la biblioteca pública de mi ciudad (seguramente en depósito ya, tampoco la edad de los libros perdona) ha de estar el ejemplar en el que fracasó aquel primer intento de leerla. Pero persistí en Cortázar: adquirí una recopilación de cuentos suyos y ahí sí, ahí ocurrió el deslumbramiento, la revelación, la caída del caballo, si se quiere: a los muy cortazarianos se nos ha tildado alguna vez de adeptos, creyentes, devotos o feligreses de su obra; bueno, será así.

La portada perdida
Fue entonces cuando apareció en los kioscos una colección de grandes obras literarias contemporáneas con el sello de Seix Barral, o para ser más exactos, dos colecciones casi simultáneas: ambas en el momento justo, al menos para mí. Rayuela fue el número 4 de la colección encuadernada en rústica y de color digamos crema pálido, con la firma de cada autor reproducida con letras doradas en la portada. Fue mi primer ejemplar de Rayuela, y con el tiempo me vi obligado a protegerlo con un forro trasparente y adhesivo sólo perceptible en el lomo, donde la curvatura cóncava del uso ha dejado el plástico un poco ahuecado. Al deslumbramiento de los relatos le siguió el de la novela, más acentuado aún porque venía acompañado del desconcierto, porque aquel libro me invitaba a formar parte del proceso de su composición, porque no parecía haber una historia que fuera intrigando al lector con su desarrollo, sino la negación de todas las demás maneras conocidas de contar quién sabe si una historia o varias embarulladas, donde estaban reunidos el juego y la filosofía, el humanismo y el humorismo, donde cada capítulo tenía mucho de fragmento autónomo dentro de una estructura narrativa libérrima, y a uno en tercera persona le sucedía otro en primera, o una carta, o lo que parecía una escena erótica en un idioma inventado, o un bellísimo poema en prosa que leí una y otra vez hasta aprender de memoria, toco tu boca toco el borde de tu boca, o un texto que alternaba una línea de Pérez Galdós con otra en la que el protagonista de Rayuela iba censurando para sí el tipo de novelas decimonónicas españolas que leía su amante; capítulos donde se hablaba tanto de jazz y de buhardillas parisinas, donde moría un bebé, bebé bebé Rocamadour, donde se reflexionaba sobre el propio acto de escribir y de cómo “escribir contra el capitalismo con el bagaje mental y el vocabulario que se derivan del capitalismo es perder el tiempo”, y se hablaba de “incendiar el lenguaje” y de ruptura con los elementos expresivos conocidos, y también de ritmo, de un balanceo rítmico al escribir: se hablaba del swing.

En ese ritmo narrativo-poético netamente musical, en esa libertad jazzística con que Cortázar deja sonar su prosa, en la complicidad que busca lograr por parte de quien abra el libro, en el encuentro con un lector que penetre la obra y no se deje dócilmente penetrar por ella…, en todo eso y en mucho más radica mi especial relación con Rayuela. Con los años compré otra edición, la de Cátedra, con introducción y notas del Andrés Amorós, y en mi vigésimo sexto cumpleaños, tal y como figura en la dedicatoria, otro buen amigo me hizo el regalo de la edición definitiva, la Rayuela total: de la Colección Archivos, bajo los auspicios de la Unesco, editada a partir de un acuerdo multicultural de investigaciones y co-edición adoptado por varios países europeos y latinoamericanos, en edición crítica coordinada por Julio Ortega y Saúl Yurkievich: un libro que contiene no sólo la novela tal y como Cortázar la dio a la imprenta, sino aquellos otros tanteos que dejó reflejados en el manuscrito que se conserva en la Universidad de Austin, Texas, y el famoso Cuaderno de bitácora, o diario de trabajo, que Cortázar regaló a Ana María Barrenechea y ésta editó en copia fotostática, y cinco capítulos descartados en la versión final de Rayuela (incluido el revelador de “La araña”, que estaba destinado a jugar un papel importante en el libro) y casi una treintena de estudios  sobre la obra. Curiosamente, leída hace tiempo la novela en los tres ejemplares, el que sigo manejando para las lecturas y relecturas constantes que llevo a cabo es el primero, con mis anotaciones y mi propia guía de lectura y alguna que otra foto metida entre las páginas y un billete de autobús de Santander que no recuerdo cómo llegó allí pero que en su interior sigue acogido.

Eso sí, aún no lo he leído en su primera edición.

 Julio Cortázar fotografiado por Sara Facio

sábado, 7 de junio de 2014

Centenario Cortázar IV: de la A a la Z, de Julio a Scott


Un ser humano sólo alcanza a lo largo de su vida cuatro edades en las que el segundo dígito duplica al primero. Quien esto escribe cumplió recientemente la cuarta y última de esas edades, y bien temprano le fue entregado el regalo que, con su conocimiento, llevaba varios meses envuelto y guardado en cierto lugar de la casa (todas las familias normales se parecen, las extravagantes lo son cada una a su manera). Se trataba de un libro, claro. Y no un libro cualquiera: el Cortázar de la A a la Z que Alfaguara ha publicado este año para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor argentino, con edición a cargo de Aurora Bernárdez, su primera mujer, y Carles Álvarez Garriga, un estudioso de su obra. Se trata de un libro de hermoso formato, un álbum biográfico, o, como se dice con más precisión en su interior, un diccionario biográfico ilustrado: fragmentos de sus libros o de cartas referidos a determinadas palabras y nombres propios, ordenados alfabéticamente y acompañados de fotografías, reproducciones de manuscritos y mecanoscritos, de objetos que fueron suyos, de primeras ediciones de sus obras… Un libro muy bello que tal vez no añada mucho a lo que un avezado lector de Cortázar ya conoce de su obra y su vida, pero que en cualquier caso hay que tener, tocar, explorar, habitar, vivir, recorrer en todas sus esquinas y recodos y pasillos y vueltas y revueltas.

En mi caso, la existencia de esta curiosa obra es doblemente especial, pues significa un nuevo punto en común con el otro escritor a quien más amo, Francis Scott Fitzgerald. En 1974, su hija Scottie Fitzgerald Smith y Mathew J. Bruccoli, un experto en su obra, publicaron un libro titulado The Romantic Egoists, descrito como A Pictorial Autobiography from the Scrapbooks and Albums of F. Scott and Zelda Fitzgerald, es decir, una autobiografía gráfica de tan legendaria pareja contada a través de sus fotografías, libros de recortes y álbumes varios: un libro a-som-bro-sa-men-te similar a este de Julio CortÁZAR, no publicado nunca en España, y que más de una vez he tenido a un clic de ratón de comprármelo por Internet.


Tan extraña coincidencia se suma a otras que al cazador de señales que he sido siempre no le han podido pasar inadvertidas; por ejemplo: ambos viajaron a Europa en el barco Conte Biancamano, Scott y Zelda desde Nueva York en 1929, Julio desde Buenos Aires en 1950. Y luego está el apellido Gregorovius: sólo me lo he encontrado en dos libros de ficción, en Suave es la noche y en Rayuela; en el primero es Franz G., un médico que atiende en un sanatorio mental de Suiza a Nicole, la protagonista femenina de la novela. En el segundo, Ossip G, un miembro del Club de la Serpiente.


Finalmente, están esas dos aventuras automovilísticas hacia el sur emprendidas por ambos escritores en compañía de sus respectivas mujeres y convertidas después en sendos libros de viaje. Scott y Zelda llevaron la suya a cabo en julio de 1920, en un vehículo lamentable, un Marmon de segunda mano al que no dudaron en apodar Rolling Junk, Chatarra Rodante. Con él recorrieron los mil ochocientos kilómetros que separan Westport, Conneticut, de Montgomery, Alabama, donde estaban seguros de encontrar a los padres de Zelda sentados en su porche; El crucero de la Chatarra Rodante fue publicado por entregas en la revista Motor, entre marzo y mayo de 1924, y en 1990, con traducción al español de Enrique Murillo, por Anagrama. Por su parte, Julio y Carol (Dunlop, la última mujer de Cortázar) se lanzaron en 1982 a recorrer la autopista París-Marsella durante un mes, deteniéndose en cada uno de los 65 paraderos/parkings/áreas de descanso, a razón de dos al día: una expedición “un tanto alocada y bastante surrealista”, completada a bordo de una furgoneta Volskwagen de color rojo vivo a la que habían dado el  wagneriano nombre de Fafner, el dragón que guardaba el tesoro de los Nibelungos; tan cronopiesca aventura  se convirtió en un libro no menos cronopiesco, titulado Los autonautas de la cosmopista. Que tales viajes se emprendieran y tales libros llegaran a existir –ambos con fotografías de las expediciones- es ya de por sí harto significativo en el orden de las casualidades, pero hay que leer los textos para darse cuenta de hasta qué punto el tono utilizado por los dos escritores es similar: no sólo son fundamentalmente divertidos, sino que en uno y otro caso el vehículo utilizado forma parte de la narración como un tercer protagonista. 


Habrá quien niegue la relevancia de estos puntos en común, pero a mí me bastan para reafirmarme en esa teoría planteada por Cortázar en el cuento “Una flor amarilla”: que todos somos inmortales porque nuestras vidas se van reproduciendo, con ligeras variaciones, en otras vidas destinadas a ir sucediéndose en una serie de inacabables biografías sutilmente –muy sutilmente- vinculadas.

domingo, 5 de junio de 2011

Edades

Estos primeros días de junio, quien esto escribe superaba en edad a Francis Scott Fitzgerald, en tanto que su hija alcanzaba los ocho años que no le permiten ya, de acuerdo con las ordenanzas municipales debidamente señalizadas, seguir haciendo uso de los juegos instalados en el parque infantil al que acude desde que empezó a andar; circunstancias ambas que bien merecen un aparte.
Papá 2009. Aida Fernández
En febrero de 2006, ella y yo llegamos a un acuerdo: todos los años, por las mismas fechas, me haría un retrato. En 2009, como puede apreciarse, me inmortalizó disfrazado de bombero. ¿Se había dado cuenta ya de mi tendencia a ser varios y mal avenidos, a multiplicarme en identidades disímiles, a ocultarme en el desdoblamiento? Cuando cumplí doce años, un desorientado profesor puso en antecedentes a mi padre de lo que al parecer constituía un rasgo preocupante de mi carácter: tenía varias maneras de escribir, de tal manera que le era imposible identificar mi caligrafía entre la caligrafía de tantos. He sembrado mi vida de pistas falsas: he jugado a combinar mis dos nombres y mis apellidos de todas las formas posibles, y para cada una de esas variantes hay como una existencia distinta, un yo que se repitiera en un laberinto de espejos; puedo lucir barba o no, llevar gafas o no llevarlas, estar eufórico o taciturno. Sólo un detalle he sido incapaz de modificar: mi altura. Resulta difícil explicar que no siempre desea uno ser quien peor disimula su presencia. En eso me ganó por la mano el detective Philip Marlowe, el único personaje -que yo tenga noticia- que ha sido capaz de parecerle alto y bajo a otro personaje.


(Al comienzo de la novela El sueño eterno, de Raymond Chandler, leemos este diálogo:
        -Es usted muy alto – le dice Carmen Sternwood.
        -Ha sido sin querer – responde Marlowe.
En la versión cinematográfica, la estatura de Bogart no permitía mantener el insinuante juego en los mismos términos, de manera que el diálogo quedó así: 
        CARMEN (Martha Vickers): No es usted muy alto, ¿verdad?
        MARLOWE (Bogart): Hice lo que pude.)


Ella
Ahora bien: quisiera quedarme en una única identidad sin ficciones, la del padre en que ella me convirtió apenas seis horas después de que en nuestra zona horaria acabara mi trigésimo séptimo cumpleaños, ser el que ella necesita, merecerla, ganarme de verdad cada una de sus sonrisas, retener la magia que ejerce en mí sin que la trampa y el cartón en que vivimos los adultos me distraiga de su estar en el mundo y ser única y perfecta, maga natural, maga sin dobles fondos ni prestidigitación, maga de nacimiento, maga siempre cruzando el puente entre el pasado y un futuro que será ella pero ya no niña ni tan nuestra, será la forma en que siga siendo ella pero moldeada por dentro y por fuera a cada minuto, creciendo ante nuestros ojos tan despacio y tan rápido a un tiempo, tan sutilmente pero tan cierto, de pronto un gesto que no le conocía, una nueva canción y su forma atropellada de cantárnosla, una predisposición a la teatralidad; de pronto, como un extrañamiento, la sensación de que es más alta que ayer, más estilizada, el boceto de la que acabará siendo sin que nos demos cuenta, y cada instante que la miramos es irrepetible, y cada instante de su vida que me pierdo es del todo irrecuperable.


Aquí está, sobre estas líneas, asomada a su rayuela: yo la releo, ella las juega y vive, yo admiro su técnica narrativa, ella asciende a sus alturas horizontales y desde allí atisba el desasosegado quehacer de los mayores, que viven, que vivimos sin que al parecer nos demos cuenta ya de lo maravillosa que es la vida. Ojalá ella no lo olvide nunca.
Foto: JFH

martes, 31 de mayo de 2011

¿Encontraría a La Maga? (2)

S.S. Conte Biancamano

Sus miradas habían coincidido por primera vez en el salón de tercera clase del Conte Biancamano. Edith, con 23 años, regresaba a Europa para reencontrarse con su padre, del que su madre y ella se separaron poco antes de que comenzara la II Guerra Mundial. Julio, con 36, atravesaba el Atlántico por segunda vez, muchos años después del primer viaje, el que le llevó a la Argentina siendo muy niño aún (el trabajo de su padre había determinado accidentalmente su nacimiento en Bruselas, al comienzo de la I Guerra). Era enero de 1950. A ella le llamó la atención aquel joven alto y delgado que tocaba tangos en un piano, acompañado por otro pasajero.  Hubiera querido que se sentara a su mesa, pero esto no llegó a suceder, y acabada la travesía desembarcaron en Cannes siendo dos perfectos desconocidos y emprendieron caminos distintos. Un tiempo más tarde, sin embargo, Edith le vio al otro lado del cristal de una librería del Boulevard Saint Germain, en París. Él, desde la calle, la reconoció también, le hizo un gesto con la cabeza, tal vez se cruzaron unas breves palabras. El segundo encuentro se produjo en un cine, el tercero en los  Jardines de Luxemburgo, donde prácticamente tropezaron el uno con el otro y Julio decidió que no tenía sentido seguir dándole la espalda a tan evidente cúmulo de coincidencias. Un café, los primeros paseos por las calles de París, la primera cita para otro día. Antes de que Julio regresara a Buenos Aires acudieron a escuchar a Bach, contemplaron juntos un eclipse de luna desde la plaza de Notre-Dame, botaron en el Sena un barquito de papel.

De nuevo en Argentina, Cortázar le escribe a un amigo acerca de su incesante nostalgia europea: “si pudiera irme por siempre allá lo haría sin vacilar (…) me elijo europeo, y me siento un cobarde por no cumplir mi elección. No quiero decir: tal vez un día… porque ésa es la más repugnante de las cobardías. Un día me iré y eso será todo.” Esa oportunidad se presenta a mediados del 51, cuando obtiene una beca del gobierno francés para estudiar diez meses en París. En los preparativos del viaje, sin embargo, se intuye que su voluntad es la de  permanecer más tiempo: las emotivas despedidas, las cartas que echa al fuego, la colección de doscientos discos de jazz que tan arduamente ha ido reuniendo y que ahora vende.

Edith Aron
En París se reencuentra con Edith e inician una relación: recorren la ciudad en bicicleta, acuden a un concierto de Louis Armstrong, enormísimo cronopio, descubren los axolotl en el Jardin des Plantes, recogen de la calle, y posteriormente entierran, un viejo paraguas abandonado. Ella estaba impresionada por su cultura y su creatividad, y de alguna forma él ejercía de maestro con ella.  Pero aquella Navidad Julio se decidió por Aurora Bernárdez, a la que él ya admiraba. Edith lo entendió (“Edith no se engañaba sobre mis sentimientos y en ese sentido nunca nos mentimos”); no fue ésa la causa por la que ella dio por concluida su amistad, ni tampoco el momento.

En los sesenta, Edith tradujo al alemán varios cuentos de Cortázar, así como Historias de cronopios  y de famas; pero surgieron problemas con Los premios y, sobre todo, con Rayuela, cuya traducción, en opinión de Cortázar, no podía ser hecha por ella: “su naturaleza es profundamente anti-intelectual, anti-lógica, es decir, un alma de cronopio (…) nadie traducirá nunca los cronopios como Edith, y en este sentido soy formal y definitivo (…). Ya hace mucho que le dije a Edith en París que ella no estaba capacitada intelectualmente para traducir Rayuela, y tuvimos una de esas escenas que mejor no hablar. No necesito decirte quién es Edith, vos lo habrás adivinado, ¿verdad? Entonces, ¿vos te imaginás Rayuela traducida por ella? (…) En Rayuela la Maga confundía a Tomás de Aquino con el otro Tomás. Eso ocurriría a cada línea…”.

Cuando en 1978 se encontraron casualmente en el metro de Londres (él iba acompañado de Carol Dunlop, su última esposa), Edith aún pensaba que Julio simplemente no había sabido defender su trabajo ante los editores alemanes. Fue años más tarde, leyendo una carta que él le envío al editor Paco Porrúa en el 64, cuando supo sus razones.


Foto: Antonio Gálvez

Edith Aron tenía 80 años cuando la entrevistó, en el 2004, Juana Libedinsky para La Nación, de Buenos Aires, y 81 cuando lo hizo Juan Cruz (¿para El País Semanal? Yo la he encontrado en el periódico argentino Página/12). Esas dos entrevistas, los dos primeros tomos de cartas de Cortázar publicadas en el 2000, con edición a cargo de Aurora Bernárdez, por Alfaguara, y la propia Rayuela, claro está, son las fuentes de este texto.

No tengo constancia de que Edith -y lo que en ella perdure de la Maga- no haya cumplido los 86, y es por ello que en el Loser levantamos nuestras copas y brindamos por su salud.


Foto Conte Biancamano: Fotografía Vera

jueves, 26 de mayo de 2011

¿Encontraría a la Maga? (1)






"No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo."

RAYUELA




Julio Cortázar. 1914-1984




 
¿Es Rayuela una novela de juventud, como a veces se oye decir? Tal vez así se lo parezca a quienes se apartaron de ella en algún momento de sus vidas y no supieron reconocerse años más tarde en sus páginas. Yo, por  mi parte, no he dejado de leerla en estos casi veinticinco años que llevamos recorriendo juntos el camino: la he leído completa tres veces, una por cada edición que tengo, y lo he hecho, además, en cada una de esas ediciones, de las dos formas principales que propuso Julio Cortázar, primero de corrido hasta el capítulo 56 y luego siguiendo el tablero de dirección, asombrándome de estar construyendo una novela diferente, otra vez. A partir de ahí, me convertí en un frecuentador constante de capítulos sueltos, y en esa situación sigo estando. Así no es de extrañar que tan a menudo me encuentre repitiendo para mí pasajes del libro, no con el ensimismamiento devoto de un cuáquero apegado a sus versículos bíblicos, sino distraídamente, tal y como uno puede ser asaltado de pronto por una melodía: “Sí, pero quien nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer…”; “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso…”; “Toco tu boca, toco el borde de tu boca…”; y, naturalmente, ese “¿Encontraría a la Maga?...”, que es, a mi juicio, el “Llamadme Ismael” de la literatura latinoamericana.

En cualquier caso, el propio Cortázar ya pudo advertir, no sin sorpresa, que su libro fue amado fundamentalmente, y desde su misma aparición, en 1963, no por los lectores de su generación, a quienes, con cuarenta y nueve años, él creía estar dirigiéndose, sino por los jóvenes; y acaso la Maga, precisamente, no sea del todo ajena a este hecho. Un personaje enigmático que es todo un mundo de “torpeza” y “confusión” en el que apenas ingresabas “te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un  alfil”, una mujer a quien no podía planteársele “la realidad en términos metódicos” y para la que el desorden no existía en oposición a un orden y por tanto no existía en modo alguno, aun envolviéndola, aun generándolo como una consecuencia inevitable de vivir; un puro cronopio a quien “le encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por causa del fracaso de las leyes en su vida”, intuitiva entre intelectuales de buhardilla parisina, ajena a sus angustias existenciales y a sus spinozas pero ágil y alucinada golondrina en los ríos metafísicos que Horacio Oliveira tan solo alcanzaba a describir, definir, desear; espontánea, irreflexiva, “perfecta en su manera de denunciar la falsa perfección de los demás”. “Ella sufre en alguna parte”, le dijo una quiromántica a Oliveira leyéndole la mano con que la había acariciado. “Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts”.


Mis tres Rayuelas

Hace unos tres años supe que la Maga estaba inspirada en una mujer real, de apellido inequívocamente judío: Edith Aron. Nacida en el Sarre -un territorio situado entre Alemania y Francia cuyo dominio se disputaron durante siglos ambos países-, su relación con Cortázar estuvo marcada por el azar. Antes ya de presentarse se encontraron varias veces sin buscarse, como la Maga y Oliveira, y pasados los años, en la madurez de ambos y alejados el uno del otro desde hacía años, sus vidas volvieron a cruzarse fugazmente en un vagón del metro de Londres...


Dibujo: Escolástico Fernández