En esa novela
monumental que es Submundo, de Don
DeLillo, hay una escena particularmente significativa para mí, que amo las
palabras, y que, como Juan Ramón Jiménez, quisiera pedirle a la “intelijencia” que me diera el nombre
exacto de las cosas: el anciano padre Paulus habla con un alumno que lo visita
en su despacho, en 1955, y mirando sus botas húmedas le pide que enumere sus
partes. Cordones, empieza el chico. De acuerdo, dice el sacerdote, uno en cada
bota, sigue. Suela y tacón, y al ser instado a continuar añade: La parte de
arriba y la de delante. Es para echarse a llorar, dice el padre Paulus, que
pregunta: ¿Y lo que hay bajo los cordones? Lengüeta, el chico cae ahora: no la
había visto, dice. “No la viste porque no sabes mirar. Y no sabes mirar porque no conoces
los nombres”. Entonces el jesuita alza la pierna, apoya el pie en el borde de la mesa y comienza a ilustrar al muchacho en las partes del
calzado: la pieza que recorre la parte superior es la ‘vuelta’, y esta sección
rígida sobre el talón es la ‘contra’, y esta que está en medio el ‘cuarto’, y
la pieza que hay sobre la suela el ‘cinto’, y la zona frontal que cubre el
empeine la ‘pala’, y las perforaciones a ambos lados de la lengüeta son los
‘ojetes’, y el pequeño anillo de metal que refuerza el borde del ojete
‘virola’, y las fundas de metal en los extremos del cordón ‘herretes’…
Todo cuanto nos
rodea tiene su propio nombre, pero desconocemos muchos de ellos, y por tanto,
según el personaje de DeLillo, no sabemos mirar las cosas que nombran. Esto de
aquí o aquello de allá son invisibles en su imprecisión, realmente. Tengo la
sensación de que cada vez mueren más palabras, y de que por tanto va creciendo
el número de voces que Oliveira y Traveler, personajes de Rayuela, de Julio Cortázar, podrían usar para sus juegos en el cementerio, siendo
cementerio la necrópolis de la Real Academia Española de la Lengua. De ser así,
cada vez más cosas se estarían volviendo invisibles a nuestros ojos. Peor aún:
muchas son ya meros espejismos, pues, al margen del empobrecimiento expresivo
propio de los jóvenes que cada vez han de referirse a menos cosas que no se
designen en inglés o con un neologismo deportivo, al margen de esto, digo, un
número asombrosamente elevado de palabras han perdido su verdadero sentido al
contacto con el lenguaje político, ámbito donde todo vocablo es susceptible de
sufrir el retorcimiento, mengua y transmutación de su forma o significado al
objeto de encajar en el correspondiente argumentario
ideológicamente correcto.
Hace unos pocos años
leí en El País sobre veintitantas
cosas que no sabíamos que tenían nombre, por ejemplo, la cresta de gallos y
pavos (‘carúncula’), la raya del pelo (‘crencha’), el espacio entre los dientes
(‘diastema’), la espuma de la cerveza (‘giste’), la parte del cuchillo opuesta
al filo (‘recazo’), la parte hundida del brazo opuesta al codo (‘sangradura’) o
el llanto del recién nacido (‘vagido’). Se diría que nada de todo esto se ha
hecho visible en el preciso momento de conocer sus verdaderos nombres, y es
casi seguro que no encontraremos el modo de usarlos en una comunicación eficaz,
y sin embargo cada una de estas palabras representa la auténtica identidad de
aquello a lo que distingue, esa cresta concreta, esa raya, esa espuma, ese
llanto primero, como el oculto nombre real de alguien llamado de muchas formas;
y el modo en que veníamos refiriéndonos a todo ello hasta ahora es, de pronto,
impreciso (porque hay otras crestas, otras rayas, otras espumas...).
Es por esto que
guardo como un tesoro las dos ediciones del Diccionario
de Palabras Olvidadas editado en 2008 y 2009 por la Biblioteca Pública de Burgos y elaboradas con las aportaciones de los propios usuarios, palabras que
se perdieron porque desaparecieron los objetos a los que daban nombre (aperos
de labranza u oficios extinguidos, por ejemplo), o bien términos que cayeron en
desuso o han sido sustituidos por otros (‘chisquero’, pongamos por caso, que no
sobrevivió a ‘mechero’, que a su vez casi ha sido relegado ya por ‘encendedor’).
No sé si llegó a haber una edición en papel de este peculiar y maravilloso diccionario;
yo los tengo los dos en pdf (¿pedeefe?),
más complicado para consultar o leer, pero de un inmenso valor testimonial, en
cualquier caso. Palabras, muchas de ellas, plenamente vivas en la conversación
de mis padres, pero que acabarán por volverse fantasmas, esas sombras
espectrales del pasado que de tanto en tanto acaso cruzan una calle de
cualquiera de los muchos pueblos de las Castillas o de Aragón ya despoblados o
a punto de estarlo… Maquila, destral, mentidero, esbarar, ligaterna, pollopera, morapio, perillán…