Mi
padre tuvo en su juventud un amigo que era el vivo retrato de Kirk Douglas.
Recuerdo haber visto una fotografía, en tonos sepia y con un marcado doblez en
una esquina, donde el parecido quedaba patente: el mismo rostro, el mismo pelo,
la misma intensa mirada; todo, menos el hoyuelo en la barbilla. En aquella
Castilla rural de los años cincuenta, una semejanza tan notable con una
estrella del cine americano debió de significarle de algún modo entre todos los
muchachos de su quinta, y él, que por sí mismo podía constatar el parecido
mirándose al espejo, lamentaba la ausencia del hoyuelo. Con 17 ó 18 años creyó
que sería posible hacérselo con un alfiler, removiendo en la zona durante días,
y al final, como era previsible, no logró otra cosa que provocarse una herida
que tardó en curar. Aquel amigo de mi padre murió hace varios años, y la vieja
foto se perdió. Sé que cosas así actúan en nuestro inconsciente a la hora de
determinar preferencias, por eso apostaría a que la historia influyó para que
Kirk Douglas haya sido desde siempre el actor favorito de mi padre. Eso y su
inmensa estatura como actor, naturalmente, aquel magnetismo incontestable, su
vigorosa presencia, su fuerza interpretativa, la intensidad con que ha dado
vida a personajes de toda condición.
Sobre
estrellas cinematográficas de su magnitud solo se escriben, desde hace muchos
años, elogiosas necrológicas cargadas de nostalgia; sin embargo, todo lo que
hubiera servido para recordarle en su fallecimiento se escribe estos días para
conmemorar su centésimo cumpleaños. Alguno de aquellos titanes del cine
americano clásico tenía que ser el último, y la naturaleza ha seleccionado a
Douglas para preservarlo algo más de tiempo como testigo de un arte ya
desaparecido. Por jugar con el título de una de sus películas, la sombra
centenaria de un gigante se posa hoy sobre una industria más volcada que nunca
en una consideración que el cine siempre tuvo presente, pero que hoy es
prácticamente lo único que persigue: el entretenimiento.
Si se cierran los ojos y se piensa en Kirk Douglas, la memoria proyecta una casi ilimitada cantidad de imágenes, en blanco y negro y en color, de entre las que yo tomo dos, las dos que me pasan en este preciso instante por la cabeza: el rostro requemado por el sol de Espartaco mirando alternativamente a la esclava Varinia, con ternura, e inmediatamente, ahora con infinita rabia y dureza, al entrenador de gladiadores: los labios apretados, la mirada incendiaria, el mentón pétreo. Otra imagen, completamente distinta: Douglas conduce un coche por la autopista, entra en un túnel, dos grandes camiones circulan a un lado y a otro de su pequeño auto y él aparta poco a poco las manos del volante: es El compromiso, de Elia Kazan, y su interpretación está forjada en un registro completamente distinto.
Si se cierran los ojos y se piensa en Kirk Douglas, la memoria proyecta una casi ilimitada cantidad de imágenes, en blanco y negro y en color, de entre las que yo tomo dos, las dos que me pasan en este preciso instante por la cabeza: el rostro requemado por el sol de Espartaco mirando alternativamente a la esclava Varinia, con ternura, e inmediatamente, ahora con infinita rabia y dureza, al entrenador de gladiadores: los labios apretados, la mirada incendiaria, el mentón pétreo. Otra imagen, completamente distinta: Douglas conduce un coche por la autopista, entra en un túnel, dos grandes camiones circulan a un lado y a otro de su pequeño auto y él aparta poco a poco las manos del volante: es El compromiso, de Elia Kazan, y su interpretación está forjada en un registro completamente distinto.
Cuenta
la historia –lo cuenta él en su autobiografía- que mientras se discutía qué
nombre iba a figurar en los créditos de Espartaco
como responsable del guión, en lugar del de Dalton Trumbo, castigado a pena de
clandestinidad por el macartismo, Stanley Kubrick, el director, propuso sin
rubor el suyo. Fue tal la indignación de Kirk Douglas, productor de la
película, que aquella noche decidió que ya era hora de terminar con la lista
negra, y que sería el propio Trumbo quien firmase por fin públicamente su
propio trabajo. En una de las escenas más emocionantes de toda la historia del
cine, los supervivientes del poderoso ejército de esclavos y gladiadores que puso
en jaque al Imperio Romano durante meses quieren proteger a su líder de la ira
de Marco Licinio Craso, arrogándose uno a uno la identidad de Espartaco –I am Spartacus!-. Pero solo uno lo era,
y solo una estrella del firmamento del viejo Hollywood -con permiso de Olivia
de Havilland- brilla aún con vida en sus asombrosos cien años.
Inmenso
Kirk
Douglas; inmenso Issur Danielovitch Demsky, el hijo del trapero.