Hay una sensación circunstancial, que los
propios músicos refieren algunas veces, cómo un sentimiento de que la música no
fluye como debería; que la interpretación no ha traído consigo ese conjunto de
sensaciones que proporcinan plena satisfacción. Un día poco inspirado lo tiene
cualquiera y aunque podamos suponer que en el momento de realizar una grabación
el interprete debería estar bajo la influencia de las musas, éste no deja de
ser un procedimiento mecánico como pudiera serlo cualquier otro y, por ello, sujeto
a la afectación anímica.
Sintiendo subjetivamente que esta es una
cuestión que resulta difícil de percibir para el melómano, puedo llegar a
valorar si un álbum me gusta o no, sin llegar a reconocer si el músico sintió la magia del momento; aunque hay músicos
sobre los que uno, como degustador de melodías, no se plantearía jamás estos
cuestionamientos pues a través de su obra demuestran la infinita magnitud de
sus cualidades. Si para mí hay un músico representativo de ello, este es Chet
Baker: su música suena exacta en la asimetría de escalas y progresiones,
narcótica, tan relajante y cautivadora que hace difícil, por no decir
imposible, sucumbir a su belleza.
El instrumento puede ser de mayor o menor
calidad de acuerdo con el mimo y la nobleza del material con el que haya sido
construido, pero ante el sonido de dos instrumentos de similar calidad, hay una
cosa que distingue al buen intérprete y esa es la entrega que demuestra en la
ejecución y el feeling que emana de las notas ejecutadas. Chet fue un
grandísimo trompetista, más grande como músico que como persona, y otra
evidencia más de lo primero es Jazz in
Paris: Chet Baker Quartet Plays Standards.
Corría el año 1955 y Chet Baker había compartido
escenario con los restantes integrantes de su cuarteto -Jimmy Bond, al bajo;
Peter Litman, a la batería, y Dick Twardzik, a los teclados- escenarios en
Alemania y Suiza, hasta que a primeros de septiembre recalaran en Paris con el
encargo de ofrecer un concierto en la Sala Pleyel. La magia de aquella velada
colocó a Baker bajo el mecenazgo de varios amantes del jazz parisinos, quienes
se ofrecieron a financiar la grabación de sus próximos proyectos. Puesto a la
tarea de grabar un nuevo álbum, la muerte por sobredosis de su pianista y la
marcha repentina del batería hicieron que el sueño del trompetista se convirtiese
en una verdadera pesadilla, obligándole a improvisar sobre la marcha para poner
remedio inmediato al descalabro sufrido; fichando para las sesiones de
grabación a dos músicos locales. La otra cuestión importante era el repertorio.
Solo Jimmy Bond era conocedor de los temas y ante la inmediatez de las
sesiones, Chet decidió recurrir a los Standards.
Se
puede decir que Jazz in Paris: Chet Baker
Quartet Plays Standards es fruto de la improvisación por la inmediatez, pero
creo que no habrá nadie que pueda decir que las elecciones, aunque aceleradas,
no fueran las correctas. No hay más que introducirse en el sonido conmovedor de
temas como You Go to My Head o en la
belleza sensual de These Foolish Things, en
el swing colorista y delicado de Summertime; para sentir ese feeling
inconmensurable que Chet tenía como interprete y su capacidad para transmitir con
elegancia y delicadeza sensaciones a través de su trompeta.
Un
álbum al que la familiaridad melódica de los standards facilita el abordaje y en el que la música cautiva en
cada instante en el que la aguja roza contra el surco; un disco de los que te
pone más aún en la consciencia de la belleza de la música.