Los que hemos tenido la suerte de ir pasando los filtros, de haber sobrevivido a la píldora del día después y al aborto pre adolescente, es decir, los que nacimos no debemos confiarnos demasiado. Estamos aquí. Pero aún queda mucho tajo por delante.
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Los de mi generación superamos la apendicitis con peritonitis, colegios donde algún pederasta deseó encularnos, la sufrida mili y sus accidentes letales, los aniquilantes viajes por rutas infernales con el 600, también evitamos militar en organizaciones revolucionarias totalitarísimas, los suicidios por amor, la lotería del Sida, enfin, que superamos muchos de los riesgos de una sociedad en vías de desarrollo.
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Pero años más tarde viene otra criba. Ésta más científica. Infartos empujando en casas de putas, cáncer de colon o de pulmón aunque nunca lo hayas usado contra natura ni te hayas fumado un mal porro, cirrosis hepática de los bebedores sociales, aristocráticos accidentes cerebrovasculares. Y, desde luego, la plaga de suicidios por quiebra, paro o pánico a un futuro arruinado en España.
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La otra noche, cenando con amigos, salió
el tema. No la muerte. No. Peor.
Los entierros. Ya saben, el abanico se ha abierto y hay quién desea el panteón familiar de toda la vida, otros un nicho muy alto con vistas y bien oreado. Otro, una lápida en la hierba, tipo americano. Y finalmente, los amigos del fuego, los que se adelantan a las llamas del infierno. Yo soy de esos.
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Los unos, una vez muertos dejan problemilla sin resolver, fundamentalmente de ego. Esquelas y epitafos. Verdadera labor de literatos para la que el Ocaso debería tener contratados negros con oficio. Los otros, los de la incineración, también tocamos los huevos. Que si me aventen en la cumbre del Mont Blanc, que si me esparzan en la bahía de Deiá, que me tiren al estanque del Retiro o me entierren en las arenas del Sáhara.
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En uno y otro caso, lo importante es intentar ser originales incluso después de palmar. Joder, no demos tanto el coñazo, ¡sólo son cenizas! ¿Ustedes son más de tierra o de fuego?