Para
los hombres de hoy, que hace tiempo excluimos del vocabulario la palabra «seguridad»
como un fantasma, nos resulta fácil reírnos de la ilusión optimista de aquella
generación, cegada por el idealismo, para la cual el progreso técnico debía ir
seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz. Nosotros, que en el
nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de
bestialidad colectiva, nosotros, que todos los días esperábamos una atrocidad
peor que la del día anterior, somos bastante más escépticos respecto a la posibilidad
de educar moralmente al hombre. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando
afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan sólo una capa muy
fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras
del infierno; hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo
bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad. Para
salvaguardar nuestra propia existencia, renegamos ya hace tiempo de la religión
de nuestros padres, de su fe en un progreso rápido y duradero de la humanidad;
a quienes aprendimos con horror nos parece banal aquel optimismo precipitado a
la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil
años de esfuerzos humanos. Sin embargo, a pesar de que nuestros padres habían
servido a una ilusión, se trataba de una ilusión magnífica y noble, mucho más
humana y fecunda que las consignas de hoy. Y algo dentro de mí no puede
desprenderse completamente de ella, por alguna razón misteriosa, a pesar de
todas las experiencias y de todos los desengaños. Lo que un hombre, durante su
infancia, ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre,
perdura en él y ya no se puede eliminar. Y, a pesar de todo lo que resuena en
mis oídos todos los días, a pesar de todas las humillaciones y pruebas que yo y
mis innumerables compañeros de destino hemos padecido, no puedo renegar del
todo de la fe de mi juventud y dejar de creer que, a pesar de todo, volveremos
a levantarnos un día. Desde el abismo de horror en que hoy, medio ciegos,
avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba
en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me
consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá
como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante.
domingo, 26 de octubre de 2014
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