Viernes, madrugón y metro. La historia de todos los viernes, aderezada con calor, final de curso, noche sin dormir. Madrugón y metro. Y sentada. No sé por qué, hoy los asientos de este tramo son cabales: nadie de pie, ningún asiento vacío. Frente a mí, un tipo lee
Sistemas emergentes. El libro viene a mi cabeza muy recomendado, el tipo no le quita ojo, no levanta la vista ni una vez. A ver si una sonrisa tímida de madrugón de viernes. Me lo tomo vagamente como algo personal. Como aquellos domingos en que competía con tu quiniela en directo y tu carrusel deportivo. Como aquellos domingos por la tarde en que siempre ganaba yo. Pero hoy es viernes. Viernes, metro y a pesar del madrugón de mi sonrisa por encima de esos sistemas emergentes, no hay manera.
Surge una distorsión en el apacible trayecto al trabajo. Entra un mozo con gorra y se aclara la voz. Y yo me digo: Perdonen la molestia, señoras y señores, pero no. Dice bien alto: Hermanos y hermanas. Despierto del letargo de inmediato. Me giro a derecha e izquierda con exagerado gesto de indignación, pero no obtengo ninguna complicidad. El lector de Sistemas emergentes se levanta del asiento y se sujeta en la barra frente al muchacho de la gorra, que ya va diciendo: Jesucristo es el único que te salva. Jesucristo es el único que te condena. La iglesia de Cristo es la única que te puede salvar, a lo que el del libro pregunta: ¿Y es la única que te puede condenar? El predicador, confuso, contesta que sí, por lógica. Pues qué putada, se oye al fondo del vagón.
Los sistemas emergentes y su portador se bajan en la parada de la Universidad y el predicador invita a rezar por las tardes, puesto que una señora con bolso verde había aclarado que llevaba el tiempo justo para llegar al trabajo y que, por muy adorable que fuera, no tenía tiempo de adorar a nadie en el transbordo.
La línea era circular. Yo me habría quedado. La conversación se estaba poniendo interesante. No fui testigo de ninguna falta de respeto, sólo la exposición de la ley y la objeción de parte del personal, nada más. También yo trabajaba. Ya no recuerdo la cara del que se levantó primero. Ni sus ojos. Sólo su voz y su calma. Me pregunto si podré reconocerle por el libro, aunque se termine éste. Me pregunto si tendré que ponerme a predicar, para que levante la vista.