El aparador de la salita en casa de la abuela, ya no tenía más hueco para guardar recuerdos. Con los años, tantos ya, la abuela había ido acumulando tarjetas, platitos de viajes, dedales, juegos de café incompletísimos, sorpresas de roscón, frascos de colonia bonitos y vacíos, cientos de cacharritos que a Mónica le encantaba mirar, repasar, tocar.
A Mónica la dejaban algunas tardes con la abuela, mientras sus padres se ocupaban de alguna tarea en la que la niña sólo sería un estorbo. Y a ella eso le encantaba. Solía mirar a su abuela desde abajo. Ponía su barbilla apoyada en la mesa de camilla, y elevaba su mirada de aguamarina hasta que se topaba con la cara serena de su abuela.
-Me gusta tu color azul del pelo abuela
- Ah, eso ha sido un capricho de mi peluquera, dice que los reflejos azules son más elegantes. A mí me da igual, la dejo hacer.
La niña se embobaba escuchándola. No se cansaba de oirle sus historias, mil veces repetidas, pero le pasaba como con los cuentos, mil veces escuchados y mil veces sorprendentes.
Las manos de la abuela eran blancas y firmes. Con qué delicadeza le despejaba la frente de aquel flequillo rubio que se empeñaba en cubrirle los ojos color del mar.
-Así está mejor.
Merendaban siempre naranjas y nueces. Su abuela cogía la naranja y empezaba a pelarla por uno de los polos, iba deslizando el cuchillo por toda la fruta, rodeándola, sin romper la cáscara, y eso era fascinante.
Un sitio donde ir poniendo mis pensamientos, sentimientos, mis relatos, ahora que estoy en esa edad que dicen que es la mitad de la vida.
GRACIAS
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A todos los que visitan Mi Rincón, me dejáis vuestros comentarios: ¡¡Gracias!!. No suelo contestar a vuestros comentarios en las entradas, así que quede aquí mi gratitud.
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lunes, 10 de enero de 2011
jueves, 20 de mayo de 2010
Nostalgia
El viaje siempre lo hacíamos en verano. Cuando llegaba Agosto, nos mudábamos del calor de Sevilla al otro calor. El tren resultaba siempre una aventura. Para nosotros, que éramos pequeños, todo podía llegar a ser fantástico. Recuerdo por ejemplo, que esperábamos con expectación el gran toro de Osborne asomarse por la ventanilla, y eso era más emocionante que el resto de las horas viendo paisaje, los ocres de Andalucía, los riscos de Despeñaperros, los túneles...
La llegada al pueblo era maravillosa. Ya antes de llegar a la casa de mi tía-abuela, nos habían saludado por la calle. Las gentes del pueblo nos conocían de los otros años y se mostraban tan cariñosos como si de alguien de su familia se tratara. "¡Pero qué grande están los chicos!", exclamaban. A mi verdaderamente me sobraba el plural, porque el grande era mi hermano, yo siempre pequé de chiquitita.
Y por fín la plaza, los soportales, el Corral de Comedias, todos los recuerdos de otros años se volvían a plasmar en mi retina infantil. Y volvían los olores a mosto, a pan, a las migas, olía, sentía en mi piel, me zambullía en su luz, por fin Almagro.
Y la casa. Un gran patio de piedrecitas. Algunos vecinos. Una tienda que olía a gloria. Por la tarde nos sentábamos en el patio. Y yo me quedaba embobada escuchando los recuerdos de mi madre. Las anécdotas, el repaso, en el buen sentido, a los familiares, se solían repetir año tras año, pero no me importaba, siempre escuchaba con toda la atención, por un momento yo formaba parte del pasado, de la infancia de mi madre, podía viajar en el tiempo a través de ella.
Los días iban pasando tranquilos, larguísimos. La infancia alarga las horas. Cada día podían ser como dos o tres de ahora. Días completos en un sólo día completo, parenteseados por las horas de las comidas.
Al fin llegaba el momento de visitar a mi tía Nieves. Ella vivía con su marido y sus hijos en el campo. Cerca de Almagro, un pueblo pequeñito que se llama Bolaños. El campo lo cultivaba la familia. Todos trabajaban la tierra. Y nosotros, mi hermano y yo, también. Nos decían como teníamos que recoger las patatas y nos embarrábamos con gusto con el agua que servía para regar.
La única niña era yo, y me mimaban. Me paseaban en el trillo, y yo me sentía feliz. Descubrí la dureza del campo en las manos de mis primos que aún siendo de niños como nosotros ya calleaban. Detrás de la dulzura inmensa con la que acariciaban mi cara había aspereza de piel, manos endurecidas por el trabajo y yo me sentía, quizá insensatamente, un poquito privilegiada por ser de ciudad. No olvidaré nunca aquellas manos y aquellos hombres, ni los ojos verdes de mi tía.
-¡No vale tirar piedras!- No creía que fuera justo. Nos teníamos que encontrar sin trampas. Buceando por las hojas, rastreando, afinando bien el oído, hasta la respiración se podía oir con un poco de atención. Los maizales nos subían en altura, y era el sitio perfecto para escondernos. Una isla verde y ocre en el campo donde desaparecer.
El calor mesetario, la chicharra, la tierra...
La llegada al pueblo era maravillosa. Ya antes de llegar a la casa de mi tía-abuela, nos habían saludado por la calle. Las gentes del pueblo nos conocían de los otros años y se mostraban tan cariñosos como si de alguien de su familia se tratara. "¡Pero qué grande están los chicos!", exclamaban. A mi verdaderamente me sobraba el plural, porque el grande era mi hermano, yo siempre pequé de chiquitita.
Y por fín la plaza, los soportales, el Corral de Comedias, todos los recuerdos de otros años se volvían a plasmar en mi retina infantil. Y volvían los olores a mosto, a pan, a las migas, olía, sentía en mi piel, me zambullía en su luz, por fin Almagro.
Y la casa. Un gran patio de piedrecitas. Algunos vecinos. Una tienda que olía a gloria. Por la tarde nos sentábamos en el patio. Y yo me quedaba embobada escuchando los recuerdos de mi madre. Las anécdotas, el repaso, en el buen sentido, a los familiares, se solían repetir año tras año, pero no me importaba, siempre escuchaba con toda la atención, por un momento yo formaba parte del pasado, de la infancia de mi madre, podía viajar en el tiempo a través de ella.
Los días iban pasando tranquilos, larguísimos. La infancia alarga las horas. Cada día podían ser como dos o tres de ahora. Días completos en un sólo día completo, parenteseados por las horas de las comidas.
Al fin llegaba el momento de visitar a mi tía Nieves. Ella vivía con su marido y sus hijos en el campo. Cerca de Almagro, un pueblo pequeñito que se llama Bolaños. El campo lo cultivaba la familia. Todos trabajaban la tierra. Y nosotros, mi hermano y yo, también. Nos decían como teníamos que recoger las patatas y nos embarrábamos con gusto con el agua que servía para regar.
La única niña era yo, y me mimaban. Me paseaban en el trillo, y yo me sentía feliz. Descubrí la dureza del campo en las manos de mis primos que aún siendo de niños como nosotros ya calleaban. Detrás de la dulzura inmensa con la que acariciaban mi cara había aspereza de piel, manos endurecidas por el trabajo y yo me sentía, quizá insensatamente, un poquito privilegiada por ser de ciudad. No olvidaré nunca aquellas manos y aquellos hombres, ni los ojos verdes de mi tía.
-¡No vale tirar piedras!- No creía que fuera justo. Nos teníamos que encontrar sin trampas. Buceando por las hojas, rastreando, afinando bien el oído, hasta la respiración se podía oir con un poco de atención. Los maizales nos subían en altura, y era el sitio perfecto para escondernos. Una isla verde y ocre en el campo donde desaparecer.
El calor mesetario, la chicharra, la tierra...
jueves, 13 de mayo de 2010
Limonada
Inevitablemete el invierno se iba instalando y casi sin permiso. Había estado lloviendo todo el día, y empezaba a hacer algo de frío. La lluvia que limpia las calles, los tejados, los toldos olvidados, también va limpiando y arrastrando las ganas al sumidero de la pereza. Elena se había instalado en el sofá, cobijándose con placer en su mantita de lana, buscando el calor que le proporcionaba. Sin querer se quedó dormida. Soñó con su infancia. Soñó con su abuelo, alto, rubio, cariñoso. Soñó con su pueblo, lo vió con total claridad, allí arriba, sobre la montaña, blanco, luminoso. El monte.. y olió en sus sueños la jara, el romero, la lavanda, aromas que nunca podría olvidar y que asociaba siempre a su niñez. Saboreó el refresco, de zumo de limones y muchísima azúcar, que su abuelo le preparaba para saciar su sed infantil. El tintineo de la cucharilla chocando con el cristal del vaso la despertó.
viernes, 26 de febrero de 2010
Infancia
¡Por mí primero y por todos mis compañeros!
Rebañar el flan con los dedos
Arrancarle risas al llanto
Mamá ¡te quiero tanto!
Sana, sanita, culito de rana
Dormir como si no pasara nada
Hacer amigos
Jugar hasta reventar y sentir que no se ha jugado
Sentirse protegido
Pan con chocolate
Pelos revueltos, churretes
Vivir como si la vida no existiera
Como si el mundo no fuera con nosotros
Olvidar lo vivido
Despertar un día sin los juegos
Y sentir que la infancia ya se ha ido.
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