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lunes, junio 08, 2009

Mitologías

Star Trek (2009, J.J. Abrams)

Terminator Salvation (2009, McG)

Comparten las nuevas entregas de Star Trek y Terminator su condición de ser precuelas y secuelas al mismo tiempo y por motivos relacionados con los viajes en el tiempo. El caso de la película de JJ Abrams es peculiar porque el dispositivo es la base de toda la película, la clave y su mayor hallazgo narrativo: más que un duelo clásico entre bien y mal, la película es un mecanismo de reinicio, propio de uno de los villanos de sus creaciones, como bien ha escrito Fran Benavente en el pasado Cahiers Du Cinema.

Todos los personajes son víctimas de este reinicio y Abrams escoge a Leonard Nimoy, presencia mítica de la serie al encarnar al famoso e icónico Mr. Spock, como guía para su teoría de los Universos Paralelos y en un hallazgo todavía más sorprendente, expande su visión ya lleva hasta Fringe, su otra serie en la que Nimoy también tiene un papel estelar y también explica la lógica de los viajes temporales y de sus posibilidades con una factura visual hermanada para que veamos el paralelismo, cuando no la totalidad, de dos narraciones que a bien seguro pueden constituir todo un discurso de una obra. Así su película no es tanto uno de esos afamados reboots destinados a que todo parezca mucho más realista, como una estimulante relectura que abunda en el duelo entre Kirk y Spock y lo resitua en un contexto emocional distinto (Kirk pierde a su padre en una escena de un romanticismo muy propio de su autor, con la declaración de amor eterna in extremis y resuelve el duelo de naves estelares con una tristeza musical, agónica y bellamente coreogafiada) en el que Spock lleva todo el peso metafísico de la historia, siendo su identidad su principal problema. Kirk (encarnado por un Chris Pine en plena revelació) se dibuja de un modo perfectamente aventurero, abundando en su humor y en detalles irresistibles como esa tradermark genuina que le situa siempre al borde de un abismo.

Abrams opta por tomas nerviosas, de giros abruptos y más largas en la nave, y se muestra mucho más calmado para filmar sus ya maestras set pieces, a la altura del mejor Spielberg sin despeinarse: el aterrizaje, duelo y rescate de la plataforma de Nero en Vulcano demuestra que Abrams ha optado por filmar sus acciones sin recurrir al exceso de movimiento, dejando respirar no a la secuencia, pero si a su estructura de tensión, abundando en el concepto y en su contrapunto, nunca forzando con el montaje rápido cuando ya no hace falta y la película se permite incluso hasta dosis de humor luminoso, impropias en la era del blockbuster forzado: ese Chekhov que confunde v y w parece sacado del Dickens de los Pitwick Papers y aporta sofisticación mientras que Kirk y sus reacciones alérgicas a las vacunas mientras descifra el plan maestro del villanos, releen el frenesí propio de las historias concebidas por Abrams con un sentido del humor muy agradecido pero nada reñido con la creación de mundos fascinantes, todos ellos con un tipo de iluminación determinado, destacando ese Vulcano que se diría sueño arquitectónico de Gaudí bañado en contrastes solares anaranjados propios del impresionismo.

Toda la película está saturada de referencias a la obra anterior de Abrams y desde un sucedáneo del monstruo de Cloverfield, pasando por los códigos numéricos de Lost hasta la sustancia roja importada de Alias, el sello permanece intacto: tal vez lo más estimulante sea su condición de narrativa episódica y su implacable talento para aprovechar lo mejor de sus habitualmente desaprovechados colaboradores, Alex Kurtzman y Roberto Orci, aquí tan inspirados como en Fringe para añadir la mitología de la serie (el incidente del Kobayashi Maru, el teletransporte, las razas alienígenas con Rachel Nichols encarnando a una postfeminista y sexy mujer de Orion, liberada de las cadenas, pero igualmente triunfando entre la tripulación) y construir personajes, presentados con claridad y jugando a su habitual historias de triunfo grupal, con mucho juego del que tal vez sea el mejor narrador en activo.

En todo caso, algo más que un blockbuster bien construido o un sofisticado aparato de narrativa y reconstrucción de viejos mitos de la cultura pop: es una obra que exige ser interpretada en paralelo y en directo y con un creador aprovechando su esplendor al máximo y sin caer en la complacencia.

**

Hay algo injusto en el recuerdo de Terminator (1984): parece que el único mérito fuera aportar a un villano y ya imparable Arnold Schwarzenegger y legar un par de frases inolvidables a la historia del Cine. Aunque es una serie B genuinamente ochentera y un ejemplo claro de cine absolutamente posmoderno, su guerra contra las máquinas representada en flashbacks breves, potentes de un futuro azul metálico provocaron una herencia estética en el género continuada orgullosamente por cintas más sofisticadas como Ghost in the Shell o Matrix e incluso su bella paradoja temporal fue asimilada y copiada por el inefable Toriyama con su trama de Trunks, además de ser fundadora del Technoir, nombre que recibe su mítico club nocturno, variante de la scifi en la que se engloban algunas de las obras más estimulantes como Dark City de Alex Proyas o las del citado Mamoru Oshii, además de, como otras películas de Cameron, ejercer una influencia cuando no obvia, si definitiva en los videojuegos.

La película original suma a su legado estético, una poderosa dirección de un inspiradísimo James Cameron capaz de rodar un asalto a la comisaria y un clímax final con presupuesto parquísimo, aprovechando al máximo la iluminación y el trabajo de Stan Winston, contando con una paradoja temporal bella y clara, más oculta en la trama, una variación clásica de la chase movie típica del cine negro. Las dos secuelas fueron irregulares, siendo la segunda una transición forzada al blockbuster y una aburrida reescritura luminosa de la primera, siguiendo el espíritu de los noventa sintetizado por "el fin de la Historia" predicado por Francis Fukuyama y puntuado por un James Cameron que se soñaba Spielberg tras rodar Abyss. La tercera entrega fue dirigida por un inspirado Jonathan Mostow que falló con el villano, pero acertó con todo lo demás, siendo una estupenda persecución con grua la cumbre de su poderío y jugando con la física pesada de cyborgs y transportes grandes como centro de la destrucción masiva y con un guión mucho más estimulante, rescatando el pesimismo de la primera entrega y añadiendo una nueva y mucho más estimulante paradoja temporal al asunto.

Incluso en la algo insatisfactoria Terminator: Las Crónicas de Sarah Connor se resuelven muy bien los temas de continuidad que afectan a la saga: la posibilidad de cambiar el futuro, los problemas interiores de unos androides progresivamente más importantes para sus protagonistas. La película de McG venía precedida de mucha expectación, pero también de cierto escepticismo, no ya tanto por el vicio del director de mostrarse renacido y maduro estilísticamente, alejado de sus Ángeles de Charlie, sino por su tumultoso proceso de producción que, más allá de pataletas y gritos ya míticos de un Christian Bale, cuenta con un guión reescrito por hasta cuatro guionistas distintos, más allá de que sólo Ferris y Brancato sean los acreditados.

La película presenta a un nuevo protagonista, encarnado por un deslumbrante Sam Worthington, y empieza con algunas de las mejores escenas de acción del cine reciente: desde esas naves de Skynet impasibles y omnipresentes hasta un plano secuencia larguísimo que implica la destrucción de un helicóptero, que pese a su falsedad demuestra la plasticidad de esta técnica digital ya empleada por Alfonso Cuarón en Hijos de los Hombres y que aquí hace la acción absolutamente inmersiva, sin abusar de un sentido arbitrario del montaje.

En la persecución de las Motos Terminator sintoniza al George Miller de Mad Max 2, empequeñeciendo la narración y dando espacio a la tensión y a la acción, creando frenesí de la pura velocidad con tomas fijas y movimientos pequeños y con la aparición del robot gigante demuestra una opción mucho más estimulante a la estética de Transformers. El estupendo trabajo del habitual colaborador de su director, Shane Hurblust, es magnífico con los escenarios diurnos, jugando con una estética plateada absolutamente posnuclear y con una textura de descolorido incluso más sofisticada que la empleada por Ridley Scott en Black Hawk Derribado, con las explosiones brillando como pequeños oasis de contraste en un mundo de textura uniforme.

Lamentablemente esto cambia en su segunda mitad, donde ni tan siquiera un estimulante giro sorpresivo con el personaje de Wright es aprovechado. La historia acumula momentos de un sentimentalismo atroz y el director se diluye entre momentos de épica postbakala (la segunda charla de radio y la repetitiva frase Tú corazón, Late Fuerte) que no ocultan agujeros de guión y forzadas referencias y relecturas a las entregas anteriores y a otras películas de un modo obvio, pero al menos coherente (la niña construida desde la Newt de Aliens) o directamente perezoso y mediocre (la Skynet visualizada como Los Ángeles de Blade Runner).

Christian Bale vuelve a ofrecer lecciones magistrales de histeria y voz ronca y Helena Bonham Carter está en su peor papel desde El Planeta de los Simios, ejerciendo de variante cibernética de Mad Doctor, pero sin un plan maléfico llevado hasta sus últimas consecuencias. Lo peor de esta película está en el abandono de su director, en que se diluya en la mera complacencia y en una oscuridad que a veces obvia la condición lúdica de casi toda B-Movie y que se ve contrastada por referencias cuasichistosas incorporadas porque si, sin ningún tipo de condición de alivio (el Volveré de Bale, Guns'n'roses sonando cuando aparece Connor mirando a una moto, etc.)

A diferencia de Abrams, la reinvención de McG no añade nada significativo a su mitología, más allá de un sacrificio forzado y hollywoodiense, incoherente con lo planteado previamente, y no otorga a sus personajes ni la condición de luchadores aguerridos en medio de una narrativa esencialista (Como el Miller de Mad Max 2), ni la posibilidad de ampliar y desarrollar unas personalidades sólo esbozadas por Cameron con habilidad, ya sea por el frenesí de Reese en su primera entrega, como por la brevedad de Connor en su aparición como líder en la segunda y tercera entregas. En definitiva, una oportunidad perdida de aportar algo interesante.

martes, marzo 31, 2009

La salvación del espacio como cúmulo de confusiones

Bill no se dio nunca cuenta de que el sexo fue la causa de todo

Así empieza, traducido por Luís Vigil, Bill El héroe galáctico, novela que he leído divertido gracias a Sincriterio y que ustedes pueden descargarse aquí. La novela es básicamente un choteo de la scifi militarista y aventurera de un Robert A. Heinlein y de las pretensiones serias de Isaac Asimov, pero al final cobra una relevancia mayor: es el comentario más acertado sobre la space opera hecha en mucho tiempo. El universo no lo salvan los héroes, sino los asnos entrenados por el campo León Trotski y que casi siempre pasaban por allí. Los relatos mitológicos están forjados en la mitificación de la chorrada, sobretodo los galácticos, llenos de naves espaciales y batallas bigger than life. De hecho, el libro de Harrison abre muchos interrogantes porque la space opera no parece haber muerto después de que terminara su más aparatoso ejemplo, la saga de Star Wars.

Viendo el delicioso trailer del Star Trek de J.J. Abrams vienen dos interrogantes: ¿está preparado el público para lanzarse en las redes de una aventura galáctica absolutamente nueva y cuyo fandom siempre ha sido secundario y reducido? ¿Puede la space opera sobrevivir al hecho de que, en el fondo, es una chorrada tomada demasiado en serio? Quizá la segunda pregunta quedó respondida por Battlestar Galáctica que se alejó de su referente anticuado y camp, y llenó ese hueco con dilemas morales y búsquedas metafísicas, algo que, como dice José Luis Guarner en Autorretrato del cronista, es lo que hace interesante a la literatura de ciencia ficción. La serie acaba de terminar y ahora veremos si Abrams puede articular algo capaz de convencer a un público acostumbrado a tramas complejas y valientes, pero también habituado a las búsquedas del héroe de Joseph Campbell. Puede que la segunda sea la opción más agotadora, aunque conviene esperar: la prometida trama de viajes temporales, premisa ideal para un reboot lanzado como blockbuster definitivo, puede dar muchas y sugestivas posibilidades.

jueves, noviembre 20, 2008

Abrams again


Tiene razón Liana cuando dice que la relación de amor/odio más notable que mantengo es con J.J. Abrams. La mayoría de días puede parecerles que estoy dispuesto a ahorcarle. Sin embargo, mataría porque alguien pudiera alcanzar los grados de locura de la primera, segunda y cuarta temporadas de Alias (serie que le redimió [casi] para siempre de haber creado Felicity) o la valentía, evidentemente, estructural de Lost. Abrams será objeto de estudio y escrutinio crítico, imagino, pero me fascina su capacidad para tejer una carrera nada Spielbergiana, pese a la tentación comparativa: a diferencia del cineasta que se creó el sello mediante el cine, el joven Abrams está más ocupado de ser un creador fructífero a un autor total. ¿Nuevos signos de autoría líquida? No estaría de más rebuscar en su currículum, con una carrera inicial de guionista en producciones post-televisivas (Forever Young o A propósito de Henry, dos ejemplos de cómo los noventa pasaron para bien), algún blockbuster sin alma pero indudable ruido (Armageddon) hasta llegar a una genuina B-Movie como Joy Ride, dirigida por el casi siempre menospreciado John Dahl.

No creo que haga falta recordar su responsabilidad evidente a la hora de alinear según que astros en Cloverfield. ¿Autoría compartida? No, cómo dijo John Tones a propósito de Alien: una reunión de talentos imposible de recontextualizar. Tampoco me olvido de su debut como director: Misión Imposible 3 es una síntesis perfecta para amar y odiar a JJ Abrams. La película es una repetición estructural del primer (y muchos, entre ellos el célebre retelling de Die Hard) episodio de Alias, pero narrado con situaciones muchísimo más grandes y espectaculares. Después de 110 minutos invencibles llega un epílogo espantoso, casi destinado a estropear el resto de la película. Y llega ahora la que posiblemente sea la única esperanza, dictamina el Focoforo oigan, del cine espectáculo: más allá de polémicas absurdas por parte de cineastas asombrosamente poco dotados para la acción y la tensión que presupone a la grandeur, llega esto. Poco que añadir al grito de guerra.