Aunque suene reiterativo, a nadie se le escapa que Costa Rica tiene un serio déficit en infraestructuras, una educación pública universalizada pero de calidad decreciente, al igual que la sanidad, amén de un problema creciente de inseguridad ciudadana. Tampoco se nos puede quedar atrás la cifra de ciudadanos que viven por debajo del umbral de la pobreza.
Todo ello, junto con otros datos macroeconómicos que omito destacar, hace que este sea un país de los denominados “subdesarrollados”. Odio el eufemismo “en vías de desarrollo”, calificativo que pudo ser aplicable hace años, pero, hoy por hoy, las “vías” no las veo por ningún sitio.
Pues bien, con ese panorama ciertamente desolador, nuestros diputados miran para otro lado y se dedican a aprobar leyes que promueven una falsa democracia participativa. Me refiero a la ley ambiental que crea el referendo cantonal (La Nación, pág. 4, sábado 1 de noviembre).
Resulta que ahora un 10% de los votantes de una comunidad –¡bendita palabra!– pueden convocar un referendo para que los vecinos opinen sobre la conveniencia, o no, de que se realice un proyecto.
Por “proyecto” se entiende cualquier tema que previamente haya pasado por todo el tortuoso proceso de permisos, incluida la Setena. Desde construir una casa en un lote hasta realizar una mina a cielo abierto.
De esta forma, las ya maltrechas economías municipales tendrán que consignar en sus presupuestos las correspondientes partidas para la celebración de referendos. ¿O es que alguien pensó que estos plebiscitos los iban a sufragar los solicitantes?
En algunos casos se me antoja que le van a faltar fechas al calendario para su realización, a no ser que se permita agruparlos. Sin hablar de que muchos presupuestos municipales no alcanzarán para tanto llamamiento a la “democracia participativa”.
A todas luces, esta ley supone el fin del desarrollo en este país. Ahora ya no bastará con invertir cientos de millones de colones en todo el ya de por sí kafkiano proceso de obtener la aprobación de unas catorce administraciones públicas, incluidas las municipalidades, por cierto. Procesos que, en no pocas ocasiones, tienen un período superior a los dos años. Con la espada de Damocles del referendo popular todo será más caro, más lento y, lo peor de todo, más incierto, dada la inseguridad jurídica que genera.
Como decía al principio, en Costa Rica hay mil problemas que solucionar con un presupuesto muy limitado. Sin embargo, en lugar de destinarlo a mejorar infraestructuras, seguridad, educación o salud, estamos pensando en dedicar recursos a entrabar aún más el desarrollo, en otras palabras: a profundizar aún más en el subdesarrollo.
Las consecuencias de continuar por este camino de autodestrucción las explicó magistralmente aquí el doctor Jaime Gutiérrez Góngora ( Página Quince , sábado 1 de noviembre). Y es que aquí algunos, como mi paisano el diputado Merino del Río, impulsor de esta ley, se han empeñado en llevar a Costa Rica al borde del colapso.
Subidos a los estrados políticos, universitarios y mediáticos, nos hacen creer que el desarrollo y el progreso es cosa de ricos. Nuestros políticos, todos, les hacen la ola, dado que aquellos se encuentran investidos de una falsa superioridad moral que es aceptada de facto por estos.
Los diputados, esos señores que se dedican, entre otras cosas, a quedarse en la puerta del plenario para no hacer quórum, nos están dejando claro que sacar a Costar Rica del subdesarrollo no les interesa. Aprueban por unanimidad leyes en contra del desarrollo, mientras dejan dormir el sueño de los justos a leyes como la de concesión de obra pública, o frenan a toda costa la definitiva aprobación del TLC. Esta gente, si no la detenemos, nos va a llevar del subdesarrollo al surrealismo.
Publicado en La Nación de Costa Rica el 20 de noviembre de 2008.
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