Bal du moulin - Renoir
Hoy es un día apacible de noviembre y estoy, al
ordenador, en mi estudio. El tibio sol de primera hora de la tarde lamina oblicuamente
sus rayos sobre el parquet, mientras percibo una cierta mística en cuanto me
rodea, ese leve flotar de las notas de otoño, y de fondo suena el piano de Einaudi.
Algo me dice que el momento es completo, que nada sobra; y que, más allá de
cuanto ahora siento, no hay gran cosa que buscar.
Pienso que cuanto nos rodea contribuye a crearnos
la conciencia de lo que somos, y tal vez por eso celebro la importancia de saberme
bien aquí, donde estoy, con lo que hago y tengo. Cosa de extraer el encanto que
guardan las cuestiones prácticas de la intendencia diaria, rutinas entre cuyos
pliegues uno descubre los pequeños e íntimos placeres que arropan el trajinar de sus
días. Y, porque sé que están ahí, hablo de ellos. Así sucede que cada vez que,
con un gesto impremeditado, provoco una sonrisa en la persona con quien me
cruzo me siento bien. Como bien me siento cuando cedo el paso con el carro de la
compra en el supermercado y recibo un breve reconocimiento de labios juntos y ligera
inclinación de la cabeza. O si salgo de buena mañana por el parque, alguien pasea
con su perro y nos damos los buenos días (lo que a otras horas, con más gente
por allí, seguramente no haríamos). Por cierto, detengo el coche delante de cualquier
paso-cebra, cruza un chiquillo y me agrada ver que me mira y, agradecido, alza
ligeramente su mano. Dos de cada tres niños dicen “gracias”, si en la puerta del
gimnasio les invito a pasar delante de mí. Por mí mismo, pero también por esos dos-de-cada-tres,
lo hago. Como seguiré saludando cada vez que me ponga a la cola de la pescadería,
me dirija al camarero de un bar antes de pedirle un café o entre en cualquier
librería y pase junto al dependiente.
Nada hay de privativo en todo esto que relato; nada
especial, porque bien poco cuesta ser atento y añadir una sonrisa a muchos de los
momentos diarios. No en vano, el trato que nos prodigamos construye el paisaje
por el que terminamos transitando, y la amabilidad ayuda a levantar esos segundos
rasos que entretejen lo cotidiano...
Por eso, igualmente, creo que la felicidad es también un lugar
que uno visita con más frecuencia de la que parece registrar. Y que no es
desatinado nombrarla, hablar de una felicidad inadvertida, pero felicidad,
que sazona nuestro modo de vida: la felicidad que nos procuran estos instantes
y los pequeños e íntimos placeres que, entre gestos, sonrisas y discretas complicidades,
visten de gratitud nuestros días.