Sostengo por ello mi condición de ciudadano del mundo, como se declaró el viejo Diógenes, por encima de las fronteras arbitrarias, de las razas y etnias, ideologías o creencias, y me siento con el deber moral de exigir un presente libre de absolutos y de fundamentalismos; un planeta sostenible en el que reinen la justicia, la libertad, la paz y la solidaridad... porque sin ellas no concibo modo alguno de reivindicar la vida.
Manifiesto, igualmente, mi vocación de habitar el tiempo azaroso y complejo en que me ha tocado respirar y mi ambición por vivir en él despierto. Así como deseo hacer público mi compromiso íntimo de ser leal y coherente con lo que siento y pienso, de intentar estar a la altura mi humilde retórica y de defender mi posición con la palabra como único arma que acepto esgrimir, objetando el uso de cualquiera otra que hiera, atormente, destruya o mate.
Y cuando pregono mis deseos quiero hacerlo firme, sin gritar, pero con letra clara y minúscula. Pues es tristemente sabido que desde siempre se han perpetrado incontables fechorías en defensa de la Unidad, de la Justicia, del Partido, de la Libertad, de la Guerra Santa, de la Paz y de la propia Vida y, como dice Pániker, “en cuanto comienzan las palabras con mayúsculas, comienzan los crímenes”.
Y, cuando me manifiesto, lo hago también por honrar la grandeza del ser humano que hay detrás de cada una y cada uno de nosotros y para agradecer infinitamente el delicado regalo que es la vida, el despertar cada día y poder sentirme más o menos pleno, pero siempre vivo.
Y lo hago aquí, en estos días entrañables, asumiendo sin pretensiones la identidad que me confiere llevar el nombre que me nombra. Yo que soy lo que conozco y lo que ignoro; lo que digo y lo que callo; lo que hago y omito hacer. Yo que soy un poco lo que soy, y otro poco lo que persigo...
Uno más en el mundo, yo: vuestro amigo, humildemente vuestro igual y, en ese sentido, vuestro hermano.