El escritor argentino César Aira se ha convertido en una figura singularísima de la literatura contemporánea en español. Y no solo por la comprobada calidad de su prosa, sino por la cantidad ingente de su producción, que resulta, por sí sola, más llamativa que cualquiera de sus obras individualmente considerada. Antes de empezar a teclear este artículo, he comprobado su bibliografía en Wikipedia —la página está actualizada el 25 de noviembre de 2021— y ahí consta que es autor de ciento doce libros: noventa y siete novelas, dos obras de teatro y trece ensayos. Aira tiene setenta y dos años. Su primer libro, Moreira, data de 1975. Si prorrateamos su producción desde entonces hasta hoy, el resultado es de dos libros y medio al año. Aunque esta ratio conoce, como todas las ratios, altibajos notables: entre 1976 y 1980, por ejemplo, no publicó ningún libro. Pero en 2010 publicó seis y en 2011, siete; y en 2021 lleva cinco, y aún le quedan cuatro semanas para añadir alguno más a la lista. Entre los que ha publicado en este año, figura La ola que lee. Artículos y reseñas 1981-2010, una recopilación de sus trabajos críticos. En uno de ellos, «Ars narrativa» expone la razón de semejante abundancia: «Con la novela, de lo que se trata, cuando uno no se propone meramente producir novelas como todas las novelas, es de seguir escribiendo, de que no se acabe en la segunda página, o en la tercera, lo que tenemos que escribir. Descubrí que, si uno hace las cosas bien, todo puede terminarse demasiado pronto; al menos pueden terminarse las ganas de seguir, el motivo o estímulo válido, dejando en su lugar una inercia mecánica. De modo que haciéndolo no tan bien (o mejor: haciéndolo mal) quedaba una razón genuina para seguir adelante: justificar o redimir con lo que escribo hoy lo que escribí ayer». Por eso, precisa Aira, «me siento vagamente insultado, siento el riesgo de una mutilación, cuando alguien se toma en serio un libro mío. Querría prevenirlo contra ese error, y no encuentro otro modo de hacerlo que publicando un libro más». Un lema de Osvaldo Lamborghini, uno de sus maestros, resume este procedimiento: «Primero publicar, después escribir». Ante una obra tan profusa como la de Aira, se cae fácilmente en la tentación de presumir que no puede ser buena (él dice que no lo es, pero los que lo hemos leído sabemos que miente), porque un tópico muy arraigado nos lleva a pensar que la cantidad está reñida con la calidad y que, si alguien escribe tanto —y, además, sin corregir nada, en la «improvisación absoluta», como también afirma en el artículo—, es en demérito de su valor. Pero este tópico —interesado, como todos los tópicos— los han difundido los perezosos, con la complicidad de los estreñidos. No por escribir más se es peor escritor; ni por escribir menos, mejor. Es decir, la cantidad no tiene nada que ver con la calidad. Goza de un prestigio no siempre merecido el autor que segrega unos pocos títulos a lo largo de su vida, o apenas alguno, o, en algún caso incluso, ninguno. Yo he conocido a unos cuantos que se proclamaban poetas y que —y esto es lo más sorprendente— eran reconocidos como tales por los demás, pero que carecían de obra, o cuya obra se limitaba a dos cuadernillos, una separata en una revista provincial o un librito de cuarenta y ocho páginas con un tipo catorce de letra, interlineado doble, márgenes generosos y un prólogo de doce páginas de algún amigo. Esos magros frutos de su magín, sin embargo, se presentaban como el precioso, como el exquisito destilado de un ingenio superior. El poeta demostraba con ello ser un espíritu creador en busca de la perfección, aplicado, como un orfebre obsesivo, a la talla y pulimento de una obra insuperable. Yo, en cambio, los veía más bien como a pigmeos estéticos que expelían, con gran esfuerzo y tras innumerables retortijones, una lacónica deposición. Es verdad que algunos autores de grandes libros han escrito poco o muy poco. El más conocido es Juan Rulfo, que con una novela y un puñado de cuentos se ha ganado un lugar indeleble en la literatura universal (aunque en la literatura universal no haya lugares indelebles; pero esto da para otro artículo). O, en España, Claudio Rodríguez, que, con seis libros en cincuenta y dos años, labró una poesía de altísimo vuelo y, a la vez, gran hondura. (No incluyo en esta breve lista a quien suele encabezar las nóminas de autores excelentes con muy escasa obra, Jaime Gil de Biedma, que solo publicó tres poemarios en vida, porque Gil de Biedma no me parece, ni mucho menos, un autor excelente, sino más bien mediocre). Pero también es verdad que otros escritores han sido prolíficos sin que la calidad de su obra se haya resentido. Marcel Proust escribió los siete gruesos volúmenes (más de 3.000 páginas de apretada prosa) de En busca del tiempo perdido con un aliento magnífico, que nunca decae. Juan Ramón Jiménez, autor de algunas de las cumbres de la poesía en español del siglo XX, como Diario de un poeta recién casado, Segunda antolojía poética o Espacio, publicó treinta y un poemarios en cincuenta y ocho años (a razón de uno cada año y medio), y tras su muerte han aparecido, hasta hoy mismo, más libros y poemas suyos. Neruda fue también hombre de creatividad incontenible y altura acreditada: sesenta y seis títulos, algunos tan extraordinarios como Residencia en la tierra o Canto general, llevan hoy su firma. Y Lope de Vega, cuya fecundidad era tal que alardeaba de que más de cien obras «en horas veinte y cuatro, / pasaban de las musas al teatro»: 3.000 sonetos y varios centenares de comedias (1.800, según el hiperbólico Juan Pérez de Montalbán) lo contemplan. Todos ellos hicieron lo que se supone que un escritor ha de hacer: escribir. Usaron de su convicción en el placer y el valor de la literatura, del talento que la naturaleza les había concedido, aguzado por la lectura y el estudio, y de su capacidad de trabajo para crear una obra sobresaliente, en cantidad y calidad. No disimularon la holgazanería ni la cortedad de sus aptitudes con la monserga de la obra escasa pero excelente. Cuando es escasa, suele ser también escaso el cacumen de quien la crea. César Aira lo sabe bien, aunque él diga que lo suyo es una huida hacia delante.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
sábado, 29 de enero de 2022
Menos no siempre es más; a veces, es menos
lunes, 24 de enero de 2022
Un día en Urgencias
Me van a hacer socio de honor del servicio de Urgencias del Hospital Universitario Mútua Terrassa. Mi madre murió aquí en mayo. Hace diez días pasé yo ocho horas para que me hicieran unas pruebas por el covid que sufría. Y ayer pasé otras ocho, pero esta vez por el ingreso de un hijo, que se había descuajeringado la espalda haciendo escalada. La escalada es lo que tiene: que el costalazo que te pegas puede ser de órdago, o que las torsiones inverosímiles del cuerpo a que obliga te lo pueden dejar hecho un nudo marinero. (Yo probé un día la escalada, persuadido por Pablo, que quería aligerarme de mi modorra escrituraria y ponerme, ay, en forma, y si no me estampé contra el suelo fue, precisamente, porque, con la habilidad que me caracteriza, caí sobre él; para ser exactos, caí sobre su dedo pulgar, que se doblegó a mis más de cien kilos y requirió otra visita a Urgencias, donde ya nos tratan de tú). Ayer domingo apareció su novia, Júlia, en casa, cinco minutos después de que me hubiera levantado, para anunciarme que desde las ocho de la tarde del sábado estaba en el hospital, sin poder moverse apenas. Cuando miré por la mirilla de la puerta quién podía llamar en un día y a unas horas tan improbables, no la reconocí —la mirilla no es la mejor del mundo y yo aún no me había quitado las legañas— y hasta pensé que podía tratarse de un mormón o un testigo de Jehová que quisiera devolverme al recto camino, pero enseguida caí en la cuenta de que estos infatigables soldados de Cristo no trabajan en domingo y, además, siempre van en parejas, como la Guardia Civil. Cuando, temerariamente, abrí la puerta, vi que era ella, y me explicó lo que había pasado. Nos fuimos para el hospital, que está a unos veinticinco minutos de casa, no sin antes pasar por un trastero que tengo alquilado para recoger el andador y las muletas que empleó mi madre en sus últimos meses de vida, y que yo había guardado porque estaban en buen estado y nunca se sabía lo que podía pasar. Por una vez, alabé mi espíritu previsor. Aunque no me había imaginado que fuera a utilizar aquellos artilugios un hijo mío; más bien me imaginaba a mí adentrándome en los melancólicos predios de la vejez apoyado en ellos. La entrada en Urgencias del hospital de Terrassa es de una sordidez singular. Está en un sótano al que se accede desde el aparcamiento. En una pequeña habitación que hay antes de llegar a la entrada —y que supongo debe de dar paso a algún cuarto de luces o limpieza—, dos jóvenes indigentes pasaban el tiempo acostados en sendos colchones, arrebujados en unas mantas mugrientas y jugando al móvil. Antes, los mendigos chupaban afanosamente colillas recogidas del suelo o bebían de un brik de vino Don Simón. Hoy tienen móvil y lo manejan con pericia de millenials. Ya en las instalaciones de Urgencias, te recibe un espacio exiguo y un mostrador acristalado con dos empleadas detrás, bajo el rótulo de "Admissions". El primer contacto con estos muros burocráticos es delicado y revelador. Quien te atiende al otro lado puede ser un robot, un ogro o un ser humano. A veces, puede ser hasta todo eso junto. En algunos centros, ser borde constituye un requisito para que te contraten: ¿Tiene Ud. los estudios correspondientes? ¿Habla inglés? ¿Es Ud. desagradable, o, mejor aún, muy desagradable? Si a todo responde que sí, el trabajo es suyo. Nos acercamos, pues, dubitativos, a la ventanilla que ha quedado libre y constatamos que la empleada que nos ha tocado en suerte, sin ser la versión nosocomial de Arcadi Espada, no es un dechado de simpatía: respuestas breves, cuando las hay; mirada entre escéptica y torva; gesto avinagrado. Le exponemos que Pablo lleva ingresado, en una camilla situada en un pasillo, desde las ocho de la tarde del día anterior, que no le han dado nada de comer desde entonces y que, siendo diabético, no nos consta que se le esté controlando la glucemia. Pedimos que nos dejen pasar, a uno al menos, para verlo (y darle un bocadillo de queso que ha traído Júlia), pero la respuesta es la que preveíamos: no se puede pasar, que es lo que a uno le han dicho, tradicionalmente, en los pasos fronterizos, las entradas a los cuarteles y los vestuarios de las chicas. Solo se podría si el médico lo autorizara, añade la cancerbera. Pero es que no hemos podido hablar con ningún médico, respondemos, porque ninguno nos ha llamado ni facilitado información, desde el ingreso. La guardiana se ablanda entonces un poco, marca resueltamente unos números en el teléfono y habla con alguien. Luego nos manda esperar en un rincón de la sala hasta tener noticias de los galenos. Cuando, pasados tres cuartos de hora, le pregunto si habría alguna forma de que esperásemos sentados, nos dice que no. Urgencias no tiene sala de espera, ni sillas que ofrezcan algún descanso al cliente (porque así se llama por todas partes al que de siempre ha sido el paciente o el ciudadano). En Urgencias se espera de pie. Y se espera mucho. Tanto que al cabo de una hora y media de aguardar infructuosamente, exigimos la presencia de un médico que nos informe del estado de Pablo. Y le anunciamos que presentaremos una reclamación formal en el impreso que la compañera de la empleada que nos atiende nos ha facilitado (la compañera parece más simpática, o, por lo menos, tiene un rictus menos desapacible, pero vete tú a saber: a lo mejor ayuda menos, en realidad, bajo aquella capa de amabilidad, que su colega, la malcarada). Relleno la reclamación mientras volvemos a esperar (de pie). Y, mientras lo hago, una médica se sienta delante de mí, al otro lado del cristal, y habla por teléfono. Le oigo decir: "Mira, tengo aquí a gente que se está muriendo y está sola. No voy a cambiar ninguna norma". Luego se levanta y se va, con la misma tranquilidad con la que ha informado a su interlocutor del cataclismo de la pandemia que nos envuelve a todos, aunque cada cual esté preocupado solo por el problema que le aqueja. A la una y media sale por fin una traumatóloga —muy joven; es una residente en formación— que nos da cuenta del diagnóstico —lumbalgia mecánica—, la sintomatología —sobre todo, un dolor muy intenso, incapacitante— y el tratamiento —reposo, analgésicos y calor local— de Pablo; que toma nota de que, siendo diabético, no se le ha dado nada de comer desde hace dieciocho horas; y que nos informa de que, dado que apenas puede moverse, va a pedir una ambulancia para que lo devuelvan a casa, pero que la ambulancia puede tarde entre dos y cinco horas en llegar. El hospital ha intentado varias veces que fuésemos nosotros, por nuestro propios medios, los que lo hiciéramos, pero se ha topado con una dificultad insuperable: el menor movimiento hace que Pablo sienta un dolor agudísimo, mareos y ganas de vomitar, e incluso, por lo que nos ha dicho por guasap —el móvil es nuestra forma de comunicación—, que esté a punto de desmayarse. Al hospital le gustaría que nos lo lleváramos nosotros, para ganar tiempo y ahorrarse el servicio de la ambulancia ("si se lo quieren llevar Uds...", nos dicen cada vez que nos interesamos por su estado), pero, aunque nosotros estamos deseando llevárnoslo, resulta físicamente imposible: necesita un transporte profesional. Sabiendo que la ambulancia ha de llegar por la tarde, Júlia y yo nos vamos a almorzar cerca del hospital. Lo hacemos en un restaurante vegetariano, donde me como, por primera vez en mi vida, una hamburguesa vegana. Ah, quién me ha visto y quién me ve. De aquellos Big Macs dobles con queso, chorreantes de mostaza y catsup, y de los que invariablemente se escurría el pepinillo, acompañados de una ración, también doble, de patatas fritas muy saladas y de un barreño de Coca-Cola, que me atizaba en el McDonalds de adolescente, a esta no-hamburguesa de tomate, pimiento y otras hortalizas que ingiero civilizadamente tras una crema de verduras y antes de un té verde, para rematar. Los tiempos cambian que es una barbaridad. Para hacer tiempo, Júlia y yo damos luego un largo paseo por el parque de Vallparadís, que está junto al hospital y que cruza Terrassa entera, y vemos de lejos varias de las iglesias de Sant Pere, el conjunto románico de la población —que dibujan un vigoroso contraste con el carácter industrial de la ciudad—, y de cerca a dos hipopótamos de piedra en uno de los arroyos del parque, que recuerdan que aquí hay un yacimiento paleolítico en el que se han encontrado restos de estos animales. Pero hace frío, y decidimos prolongar la espera en una cafetería también adyacente al hospital, en la que esta mañana ya nos hemos tomado un café y una pulga de jamón (yo; Júlia, de queso). A eso de las seis y media, cuando ya se han superado las cinco horas máximas para la llegada de la ambulancia sin que tengamos noticias de ella, volvemos a nuestro rincón preferido, Admisiones de Urgencias, y preguntamos, una vez más, cómo están las cosas. Nos vuelve a tocar en suerte la menos simpática de las dos empleadas, que, no obstante, averigua que la ambulancia ya está en el hospital, descargando a un enfermo (así lo dice: descargando), y que, cuando lo haya hecho, se llevará a Pablo (es decir, lo cargará hasta casa). También le dice a su interlocutor telefónico que agilice las cosas, porque la familia está histérica. No, no estamos histéricos. De hecho, hemos sido, me parece, un modelo de paciencia y gentileza. Solo estamos agobiados por un hijo (y novio) enfermo, un día interminable y un servicio deficiente. En cualquier caso, nos toca seguir esperando (de pie). En el largo rato que pasa todavía hasta que Pablo aparece, tumbado en una camilla y con una expresión en la que se mezclan el dolor que siente y el placer que también siente por salir finalmente de aquel lugar, no puedo dejar de observar el triste espectáculo de desgracias que pasa por allí. Si uno repara en esa comitiva, entiende, en alguna medida, que los trabajadores que la soportan se endurezcan hasta el punto de resultar impermeables o adustos. La constante visión del sufrimiento y la no menos continua presión de los familiares y los enfermos tiene que ser devastadora. El acarreo de camillas con ancianos envueltos en mantas no cesa. A veces son tantos que no pueden entrar en la zona médica y se forma una fila a lo largo de Admisiones, como coches esperando a entrar en un aparcamiento abarrotado. También arriban camillas con hombres o mujeres, más jóvenes, que lloran de dolor. Llega una pareja de veinteañeros. Ella, apoyada en él y saltando a la pata coja. Se ha doblado el tobillo. Una sudamericana muy gorda acude con un hijo en brazos, gordo también, porque tiene el ojito mal. El niño no para de repetir la palabra "tirita", quizá porque la madre le ha dicho que lo lleva a un sitio para que le pongan una. Un hombre sale de la zona de triaje, tras una mampara traslúcida, con una Santa Biblia en la mano y dando gritos: "¡Denme de baja! ¡No puede ser que para una PCR te tengan aquí cuatro horas! ¡Solo hay un médico! ¡Qué vergüenza!". Y se marcha furioso. Uno de los dos guardias de seguridad —que me recuerda mucho a Leontxo García, el periodista de ajedrez de El País: mondo y enorme; se valora mucho a los seguratas grandotes, aunque este tiene hasta tripita— se activa ligeramente, movilizado por los gritos, y le dice al hombre que esto es Urgencias, y que funciona así. Pues no debería, pienso yo. Debería funcionar mejor. Oigo a nuestra entrañable recepcionista decirle a un hombre: "¡Pero no me venga cada cinco minutos a pedir información!". "No", le responde el hombre, "será cada veinte minutos". "¡Ni cada veinte minutos! ¡Aquí tenemos muchísimo trabajo!", zanja la empleada. Una pareja de mujeres, madre e hija, también está esperando. La madre tiene 79 años y camina con una muleta. No tiene dónde sentarse. La aparición final de Pablo, llevado por dos ambulanceros amabilísimos, nos libera de la insufrible espera y el espectáculo de las Urgencias de Terrassa, donde hay trabajadores competentes e incompetentes, amables y antipáticos, como en todas partes, pero donde hay todavía muchas cosas que mejorar.
miércoles, 19 de enero de 2022
Libros naufragados
Cuando entro en casa, me recibe Winston Churchill. Su cara de bulldog me mira desde la sobrecubierta de Churchill. La biografía (Planeta, 2019), el monumental trabajo de Andrew Roberts, el primero de una larga fila de libros que descansa en un pequeño mueble biblioteca que tengo al lado de mi sillón de lectura. Pero ese mueble es, hasta cierto punto, un mueble maldito, porque a él van los libros que empiezo a leer y luego abandono, aburrido, decepcionado o enfadado, y también los que he comprado, impulsado por una crítica entusiasta (yo todavía leo crítica; es uno de mis muchos defectos), por ser obra de un escritor al que sigo o por tratar de un tema que me interesa, pero cuyo interés, al cabo de algún tiempo, ha decaído hasta, en muchos casos, desaparecer por completo. No obstante, rara vez abandono a su suerte estas lecturas frustradas o ni siquiera iniciadas: me niego a dar por muerta la razón que las motivó —reconocer los errores propios nunca es fácil— y mantengo los libros cerca de mí, con la vaga esperanza de que vuelvan a hablarme: de que regresen a mi vida, como las mujeres que me han dejado. Pero eso no suele pasar, claro: ni los libros hablan, a menos que tú los abras y labres, ni las mujeres vuelven, a menos que cambies. Cuando repaso los volúmenes que me esperan —hasta que algún día, casi sin mirarlos, acepto la cruda realidad y los inhumo en la biblioteca, su lugar de descanso eterno—, me sorprende la calidad de casi todos y el hecho de que muchos de ellos responden a un interés objetivo por mi parte: por ambas razones, deberían haberme gustado. En algún caso, incluso, se trata de relecturas —eso que dicen que hacen los buenos lectores, pero a lo que yo siempre me resisto, habiendo tanto todavía por leer—, pero relecturas fallidas, que no han despertado la misma emoción que la primera vez. Ahí están ahora, por ejemplo, los dos tomos de las Epístolas morales a Lucilio (Gredos, 1986 y 1989), de Séneca, a los que recurrí hace meses para mitigar algunos reveses personales, recordando cuánto bien me habían hecho años atrás, cuando los leí sin pesadumbres ni tristezas, solo por curiosidad filosófica —fue como tomarme un válium, o muchos, aunque no los necesitara—, pero que esta vez no han surtido el efecto deseado, y me han dejado solo con el placer de una prosa bien templada, lo que no es poco, pero insuficiente para rendirme otra vez a la alegría, o ni siquiera a la resignación. Veo, en este purgatorio de libros, varios de historia, como Llamadme Stalin (Crítica, 2007), de Simon Sebag Montefiori, otra biografía, pero esta vez de uno de los grandes asesinos de la historia, que me regaló un excuñado militar —comandante de la Guardia Real, nada menos— afanoso por convencerme de los males infinitos del comunismo, como si yo, pese a mi condición de rojo irredento, no estuviera ya convencido de ellos, y devolverme al recto camino; un recto camino que él identificaba, pobre, con los uniformes, la familia (con muchos hijos) y Dios. También están, entre los momentáneamente desechados, La invención de España, de Henry Kamen, que compré para fortalecerme en la convicción de que todas las naciones son eso, invenciones, construcciones, que levantamos cada día, y que poco o nada tienen que ver con eternidades, inmanencias u organismos, pero del que solo llegué hasta el capítulo «Modesto Lafuente y la unidad de España», en la página 109: me resultaba todo, recuerdo, demasiado parsimonioso; y El expolio nazi (Galaxia Gutenberg, 2020) de Miguel Martorell, un documentadísimo estudio del robo y tráfico de obras de arte por parte de los nazis antes y durante la Segunda Guerra Mundial, en el que se me acabó indigestando, precisamente, la erudición y el detalle de tanto pillaje. Si estos libros de historia transcurren en el tiempo, otros lo hacen en el espacio. Son los libros de viajes, como La frontera (Tusquets, 2017), de Erika Fatland, un recorrido alrededor de Rusia —desde Corea del Norte hasta las repúblicas bálticas— que aún está esperando que me asome a él (necesitaré abrigarme para ello: la cosa se promete fría); La selva borracha (Alianza, 2006), otra entrega de las andanzas del felicísimo naturalista y escritor que fue Gerald Durrell, que está diciendo «¡léeme!», pero que sospecho nunca alcanzará las descacharrantes pero a la vez sutiles alturas de Mi familia y otros animales; y, hasta cierto punto, Madrid (Destino, 2020), el reciente tocho de Andrés Trapiello, en el que el fera/oz vate madrileño-leonés mezcla la biografía propia —el viaje vital que hizo a la capital cuando, siendo adolescente, lo echaron (o se fue) de casa— y la biografía de la ciudad en la que ha vivido desde entonces. Pero Madrid es lo que parece: un ladrillo, en el que no está bien resuelta, a mi juicio, la convivencia entre ambas tramas —la personal y la urbana— ni se hace especialmente simpática la figura del protagonista, sino más bien arisca, soterradamente vanidosa y, a menudo, aburrida. En el mueble-purgatorio tengo también novelas, como la novela pleonásmicamente titulada Novela (Adriana Hidalgo, 2014), del enorme poeta que fue Arnaldo Calveyra (otro argentino que se marchó a París, como Cortázar, del que era buen amigo; y a quien conocí en esa ciudad, delicado y encantador, en un apartamento pequeño, lleno de estufas), o Memoria de cenizas, de Eva Díaz Pérez (El Paseo Editorial, 2020), sobre Casiodoro de Reina, el protestante autor de la mejor traducción al castellano de la Biblia, la Biblia del Oso —así llamada porque en su portada aparecía un oso, logotipo del impresor, y publicada en Basilea: en España no se podía—, prologada por Félix de Azúa, un autor cuya potencia intelectual no ha decaído, y que sigue orientándome en el bosque de las ideas (o de la falta de ideas) que nos rodea, pero que ha asumido la causa del españolismo mohoso y el conservadurismo botarate, y ha estropeado así el prestigio alcanzado con una poesía metálica y muchos libros inteligentes. Todos estas obras descartadas, interrumpidas o aún vírgenes seguirán esperándome. Y Churchill continuará escrutándome desde la balda infausta: «¿Por qué no vuelves? ¿Por qué me tienes olvidado?», parece preguntarme con su gesto perruno. En su caso, llegué a la página 338, de las 1468 que tiene.
[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 12 de noviembre de 2021]
viernes, 14 de enero de 2022
Coronavirus, mon amour (continuación)
Esto no acaba. El bicho es insidioso y tenaz. Aunque la proliferación vírica y la fase aguda de la enfermedad hayan pasado ya —o eso creo—, las consecuencia del trastorno que ha supuesto la COVID en el cuerpo continúan. La neumonía sigue así, con malestar en el pecho y tos persistente, y, sobre todo, un cansancio que no remite y, paradójicamente, no me deja descansar. No obstante, ayer me levanté algo mejor, sin haber tosido apenas por la noche, y me sentí más animado. Fortalecido por ese espíritu, y ansioso por romper este nuevo confinamiento en el que me encuentro desde hace casi un mes, decidí lanzarme a la aventura: ir al súper a hacer media compra. Un verdadero jolgorio. Hay un híper, abierto los 365 días del año, al lado de mi casa, pero ese lo reservo para urgencias o cosas concretas que, de repente, me faltan; es demasiado caro para llenar la cesta semanal. Así que, como en los viejos tiempos, me encaminé al supermercado habitual, que dista unos 600 o 700 metros de casa; y si antes lo hacía con pesar y resignación, esta vez acometí la tarea con alegría, como si abordara una empresa adolescente o me fuese a encontrar con una mujer atractiva. Me hice con fruta, pan y, algo esencial, cerveza. Todo ello ocupó dos bolsas. No era demasiado peso, pero pronto descubrí que, para alguien debilitado como yo, era una monstruosidad. La ida había sido un paseo agradable, más o menos. La vuelta fue una tortura. Cubrí el poco más de medio kilómetro de regreso al hogar como si atacara, sin oxígeno, la cumbre del Kanchenjunga, y llegué al portal sudoroso y jadeante, y también lo habría hecho colérico si me hubiesen quedado fuerzas para encolerizarme: por el mal rato que había pasado y por haber sido tan idiota de creer que podía volver a hacer como si nada lo que antes hacía como si nada. Por la tarde pagué el esfuerzo con tos, dolor de cabeza y ese malestar general que el coronavirus espolvorea por el cuerpo como una sábana de alfileres. Y con malhumor, desde luego, que, eso sí, logré calmar con una cerveza.
La combinación de soledad y enfermedad es explosiva. Cuando uno vive solo, los males del cuerpo —y del alma— se experimentan con una intensidad mayor, como si la ausencia de compañía recondujera nuestra atención a nosotros mismos, como si la falta de diálogo y contacto hiciera que solo viviésemos en un monólogo permanente, exacerbado por las dolencias y ensombrecido por la tristeza. Y ese inevitable soliloquio no hace sino engrandecer tenebrosamente al yo: el yo, aislado, enfrentado solo a sí mismo, sin contrapeso ni matiz, sin la obligación de atender a otras necesidades, cobra dimensiones monstruosas, colma el espacio, se nos impone como una losa mucho mayor de lo que ya es. Y, en esa plenitud enfermiza del yo, como estamos doloridos, parece que no hubiera otra cosa en el mundo que lo que nos duele. Si nos duele el pecho, somos nuestro pecho; si nos duele la garganta, somos nuestra garganta; si nos duele el silencio que nos rodea, somos el silencio. Y el sufrimiento no se diluye, ni se atempera, en los ojos de quien nos cuida, o de quien nos mira, o de quien, simplemente, está ahí, porque nadie nos cuida, ni nos mira, ni está ahí, sino que pervive como el tirano que es, como el cabrón egocéntrico que es, y se regodea en su majestad y nuestra flaqueza. Cuando uno está solo y enfermo, la cercanía de los hijos, si los tiene, y los amigos, si los tiene también, se vuelve imprescindible. Mis hijos me han respondido con preocupación y cariño, y mis amigos también. Me considero afortunado, pese a la desgracia, o precisamente por ella, de contar con unos y con otros, que han aliviado los pesares de la enfermedad. No obstante, la obligada distancia que impone el coronavirus ha constituido un reactivo muy revelador del temple de cada uno: de su, digamos, mayor o menor exposición a la situación. Los que más feliz me han hecho, han sido aquellos amigos, acaso no tan cercanos como otros, que han demostrado una benemérita perseverancia en la atención. Y casi todos, debo decir, han sido mujeres. Gente que me ha llamado o que me ha puesto guasaps cada día o con mucha frecuencia, que no ha dejado de preguntarme cómo estaba, o si necesitaba algo. Era muy improbable que, dadas las circunstancias, pudieran hacer nada más por mí que demostrarme por teléfono su cariño, pero su ofrecimiento y su presencia infalible me han dado mucha fuerza, es más, me han dado todo lo que necesitaba. Otros amigos (y hasta un excuñado, que se empeña, el muy jodido, en llamarme "cuñado" todavía), sin esta perseverancia diaria, se han revelado próximos y afectados por la situación: me han llamado o escrito a menudo, incluso, en algún caso, tras algún tiempo de alejamiento, que parecía indicar cierto enfriamiento de la relación. Pero no: seguían ahí, apartados acaso, pero sin dejar de latir. Ha habido incluso desconocidos o gente a la que he tratado poco, que siguen mi blog o leen mis libros, que se han tomado la molestia de desearme suerte y un pronto restablecimiento, y eso también me ha ayudado: saber que sigues importando para los otros —para el mundo— fortalece. Mucha gente, pues, con la que he ido labrando, consciente o inconscientemente, una relación cordial a lo largo de los años, ha respondido con lealtad a mi necesidad de consuelo, que yo no he proclamado, pero que se desprendía de lo que les contaba o lo que escribía en esta bitácora. Aunque quizá los que más me han llamado hayan sido unos pocos amigos cercanos que no han chistado ni se han hecho presentes de ningún modo. Llevo semanas, o meses, sin saber nada de ellos; o lo que he sabido ha sido fugaz y superficial. Pero, probablemente, la razón por la que están ausentes, si es que han llegado a enterarse de mi situación, es el pudor. No quieren marearme, ni obligarme a dar fatigosas explicaciones o compartir una situación desagradable, ni invadir una intimidad que suponen, con acierto, especialmente convulsa por la enfermedad. Algunos también pensarán que la cosa no es tan grave, que esto es un percance pasajero, que hay que guardar lo mejor de nosotros mismos para tribulaciones mayores. Es seguro, además, que todos tienen sus propios problemas, y que a lo mejor son peores que el que estoy sufriendo yo. Yo no le reprocho nada a nadie, por muy callado que haya estado, o por leve que haya sido su reacción. Por otra parte, cuando caigo en la tentación de sentirme defraudado, pienso en qué he hecho yo cuando ha sido un amigo mío el que ha caído en las redes de una enfermedad, sea esta o cualquier otra. ¿Me he mostrado lo suficientemente próximo? ¿Le he transmitido el suficiente calor? ¿Me he ofrecido a echar una mano? Hace tiempo que aprendí que los reproches solo revelan las propias debilidades, y también que el mundo no nos debe nada. Estamos aquí por azar, y el indiferente azar rige nuestra vida. Por eso me siento feliz de contar con tanta gente para la que significo algo, y con la que puedo hablar con franqueza sobre lo que me aflige o perturba. Agradezco de corazón la preocupación que muchos me han demostrado, sobre todo esos —esas— que han derrochado afecto. Y a los que no, les agradezco igualmente que existan, que sigan ahí, un poco agazapados quizá, pero palpitantes y queridos.
El otro día fue a hacerme un análisis de sangre al ambulatorio que me corresponde. Me sorprendió que la auxiliar de la entrada, tras comprobar que, en efecto, tenía cita para la extracción, me diese un papelito con un número escrito a mano, el 44, y me dijese que pasara a la sala de espera, donde me llamarían por ese número. Y, en efecto, al cabo de poco me llamaron por el número: "¡El 44!", gritó una enfermera; y yo obedecí su aritmética orden y pasé a que me pincharan. Pensé que, luego de un rodeo de cincuenta años, habíamos vuelto a la Seguridad Social del franquismo. Cuando, de niño, mi madre me llevaba al ambulatorio para visitarme, a todos los pacientes se nos daba un número y se nos llamaba por ese número: "¡El 63"!, gritaba, por ejemplo, la enfermera, y el 63 se levantaba y entraba en la consulta. El número, por suerte, no se nos tatuaba en el antebrazo, como en los campos de concentración nazis, pero surtía en nosotros un efecto vagamente parecido: deshumanizaba; te convertía en un dato, en una abstracción, en un engranaje de aquella primitiva y lúgubre máquina de prestar atención médica. Cuando, sentado en el sillón de los pinchazos, le pregunté a la enfermera por qué habían vuelto a aquel sistema tan arcaico y despersonalizador, me contestó que "por protección de datos". Se conoce que un honrado ciudadano se había quejado de que lo identificaran por el nombre antes de hacerle una prueba. Su nombre era un dato privado y nadie tenía por qué saber que iba a hacerse una radiografía, o a entregar un bote de orina, o a ser visitado por un médico. Pero lo que es un dato, es el número: el 44, o el 63, o cualquiera. A nadie debería perturbar que un profesional al que acudimos voluntariamente para que se ocupe de nuestra salud nos llame por nuestro nombre. La protección de datos nos llena cada día de parlamentos interminables y pringosas advertencias, pero no ha podido evitar que una horda de piratas llamados grandes empresas nos siga llamando a la hora de la siesta para ofrecernos taimados descuentos u ofertas tóxicas. Sin embargo, le ha dado la oportunidad a alguien patológicamente preocupado por su identidad de devolvernos a los tiempos tenebrosos de la atención aritmética e impersonal, de la relación entre números y no entre seres humanos.
Ayer murieron 247 personas por coronavirus en España. En un solo día. Las cifras de fallecidos vuelven ser abrumadoras, cuando ya las creíamos superadas. Y eso que la variante ómicron, según dicen, es menos letal que las anteriores. Pero no llego a acostumbrarme a esta contabilidad macabra. 247 personas son más que las que murieron en el atentado del 11-M, una cuarta parte de todas las víctimas de ETA en cuarenta años, casi una décima parte de las fueron asesinadas en las Torres Gemelas de Nueva York. 247 es una cantidad enorme de gente que ha perdido la vida, que integramos como un dato más en las siniestras estadísticas del coronavirus. Pero esas 247 personas no son solo un número, la evidencia empírica de un virus desatado, un factor a tener en cuenta en el diseño de un plan antipandémico eficaz y la sostenida mejora de la sanidad pública. Son 247 existencias que desaparecen: 247 amores que mueren, 247 conciencias que nunca más volverán a ocupar un sitio en el evanescente pero glorioso escenario del mundo, 247 seres que ya no volverán a ver amanecer ni anochecer, ni a dar un beso a nadie, ni sentir felicidad ni tristeza, ni ayudar a quien lo necesite, ni a experimentar un orgasmo ni una caricia. Son 247 nadas, que han ingresado en este estado irrevocable, al que todos estamos destinados, por el zarpazo inesperado de algo microscópico que hace dos años ni siquiera existía. Y esas 247 desapariciones, que se suman a las más de 90.000 en España que ya constan en los registros oficiales, y de las que nos enteramos sin querernos enterar realmente, me pesan como si fuera la mía propia. No, no consigo acostumbrarme.
domingo, 9 de enero de 2022
Mi biblioteca
Una biblioteca es un caparazón: contiene la vida y la protege. Y, como los buenos caparazones, luce surcos, melladuras y excoriaciones, pero también armonía. Hasta las bibliotecas más caóticas revelan, con los años, un equilibrio subyacente que encauza las turbulencias del carácter, los meandros del gusto y los accidentes de la vida. La mía empezó en lo alto de un armario: allí guardaba mi padre los pocos libros que conservaba, junto con alguna revista sueca de señoras sin ropa. Mi padre era un lector voraz, pero también un hombre con poco apego a las cosas. Así que revendía los libros o los regalaba. Salvo algunos: aquellos que yo descubrí un día en el armario y uno que siempre rondaba por casa, y que ambos pasábamos muchas tardes leyendo: Las mil mejores poesías de la lengua castellana, de la editorial José Bergua, en su decimocuarta edición. De aquel hallazgo mobiliario y los versos compilados por Bergua nació mi amor por los libros y, sospecho, también por la literatura; y mi biblioteca, en cuyos primeros estantes había no pocos títulos de Agatha Christie, Vicki Baum, Lajos Zilahy y Sven Hassel, amén de las beneméritas entregas de Asterix, pero que, poco a poco, fueron sustituidos —no todos: aún conservo al galo irreductible y los polvorientos ejemplares de Agatha Christie, de la editorial Molino— por autores menos bestseléricos. Para formar mi biblioteca adulta, la que ahora me rodea —y me protege—, nunca he seguido un plan preconcebido: he obrado por acumulación. Una acumulación que a veces ha tenido carácter de riada, y otras de flujo freático o de goteo. Primero amontoné libros de prosa, sobre todo, novelas y cuentos. Luego, conforme me enredaba en la feliz telaraña de la poesía, me decanté por los libros de versos, que crecieron, metastásicamente, hasta ocupar la mayoría de los anaqueles; a su rebufo crecieron también los libros de ensayo literario. Y así han seguido, en esencia, las cosas hasta hoy. Toda biblioteca es un ejercicio de crítica literaria, decía Borges. Por eso tengo a la poesía más cerca que a la prosa. Y por eso algunos autores, poetas o narradores, ocupan mis baldas centrales: Juan de Yepes, Cervantes, Proust, Paz, Gamoneda, Borges, Valente, Perse, Álvarez Ortega, Vallejo, Neruda, Juan Ramón, Whitman. Estos ocupan sus metros cuadrados por derecho. Todos los demás lo hacen por orden alfabético, que es el único orden que ordena algo, a mi juicio, aunque implique periódicamente un gran esfuerzo físico: el que requiere esponjar el espacio para que cada libro encaje en su sitio. En esos momentos de mudanza, me siento como un estibador de la literatura. Pese a la división general por géneros —aunque la poesía no lo sea— y al sostén del abecedario, reservo secciones para temas concretos que son o han sido de mi interés: historia, arte, novela policíaca, filosofía, tebeos, Inglaterra, ateísmo. No mantengo ninguna sección erótica —el sexo está sobrevalorado—, pero sí una en la que conservo todos los libros que publiqué cuando era director de la Editora Regional de Extremadura. Durante mucho tiempo, he mantenido también una egoteca y una bodrioteca. La primera la conservo, cómo no. De la segunda me he deshecho: aunque era divertido, y muy didáctico, picotear de vez en cuando en aquella bazofia, al final me dio pena ocupar tanto espacio con basura y no disponer de más para, por ejemplo, Paul Celan, Alejandra Pizarnik u Olga Orozco.
martes, 4 de enero de 2022
Coronavirus, mon amour
Después de dos años de evitar al bicho, me ha tocado. El coronavirus no decae. Y para no decaer, se transforma. La variante que me ha tocado en (mala) suerte a mí ha sido la ómicron, cuya capacidad de adaptación al mundo que la rodea es extraordinaria: ella solita ha variado 55 elementos de su genoma para eludir las defensas de las vacunas —yo he recibido la pauta completa de Pfizer, aunque no he llegado a tiempo a que me pusieran la tercera dosis— e infiltrarse en las células del cuerpo. Si la inteligencia es la capacidad para adaptarse con éxito a nuevas situaciones, el coronavirus es un cabrón muy inteligente; y su hijuela, la ómicron, una superdotada. Pillé el bicho —o, mejor, el bicho me pilló a mí— en Madrid, con ocasión de un reciente viaje para presentar un libro de poemas. Ah, la poesía trae a veces estas consecuencias desagradables, aunque no es lo peor que me ha deparado en la vida: algunos libros que he leído me han causado más dolor que el COVID. Los trenes en los que viajé iban abarrotados; en el propio acto de presentación del poemario, muy concurrido también, me quité la mascarilla para hablar; y el restaurante en el que cenamos tras la presentación y los bares en los que me tomé algo con varios amigos al día siguiente, estaban asimismo llenos de gente que, menos los camareros, iba a cara descubierta. Tomarse una caña en la capital es un ejercicio incomparable de libertad (uno se siente allí, bebiendo cerveza, mucho más libre que en ningún otro lugar de España, y aun del mundo), pero también para el virus, que circula libérrimamente, con regocijo sin igual. Pero quizá sea injusto atribuir a la hostelería capitalina la principal responsabilidad de mi contagio. Porque también es posible que trincara el bicho en la Cuesta de Moyano. Como me quedaban unas horas muertas antes de coger el AVE de regreso a Barcelona y había agotado la lectura que me había traído de casa, decidí pasarme por el mercadillo para comprar algún libro con el que entretenerlas. Yo soy de los que no sabe esperar sin leer. Unas horas sin nada que hacer, y sin un libro en la mano, se convierten en una tortura insoportable. Así que recorrí los puestos de la Cuesta cogiendo libros, hojeando libros, sopesando libros, acariciando libros, todos perfectamente polvorientos, y comprando por fin Once relatos ingleses de humor, editados por Jorge Herralde, en Anagrama. Pensé que me haría bien reírme (o sonreír) un rato. Y, sí, me hizo bien, pero quizá también me inoculó el virus. Porque seguramente aquellas superficies de papel estaban empapadas de él y no puedo asegurar que no me llevara después las manos a la nariz o la boca, con lo que el ciclo de transmisión de la enfermedad se habría completado fatalmente. Lo cierto es que, dos días después de volver de la capital, empecé a tener síntomas: un dolorcillo de cabeza al que no di mayor importancia al principio, pero que por la tarde se había convertido ya en un malestar gripal, que fue creciendo irremisiblemente, pese a los frenadoles que me asesté de urgencia. Lo primero que pensé es que los viajes literarios a Madrid no me están sentando nada bien en estos últimos tiempos: en el anterior que hice, en marzo, se murió mi madre; en este, me atrapa el coronavirus. Por otra parte, en los medios de comunicación no dejaba de leer y oír que la ómicron se contagia más que las variantes anteriores, pero que causa un cuadro más leve. No digo yo que no, pero, en mi caso, el cuadro ha sido de órdago. El bicho ha debido de reservarme —y estoy seguro de que no he sido el único— sus síntomas más contundentes, que me han zarandeado hasta dejarme hecho un trapo. Cuando peor me encontraba, con fiebre, dolor en el pecho, tos, agotamiento y unas sudoraciones nocturnas que dejaban la cama convertida en una piscina, me anegaban pensamientos sombríos: recordaba los casi 90.000 muertos oficiales (que seguramente sean, en realidad, bastantes más de 100.000) que el coronavirus ha causado en España (y los más de cinco millones en todo el mundo), y se me encogía el escroto. Todavía mueren en España docenas de personas al día por la enfermedad, en un drama sobrecogedor al que, no obstante, nos hemos acostumbrado y ya casi no damos importancia. Para el muerto y su familia, en cambio, tiene mucha importancia. Vivimos todos con normalidad, con toda la normalidad que nos permite la pandemia, y, en estas fechas tan entrañables, con toda la alegría que la sociedad nos obliga a sentir, sin acordarnos de que en los hospitales sigue desarrollándose, desde hace dos años, una tragedia: la de mucha gente que sufre y muere, a pesar de todos los esfuerzos de la ciencia. ¿Voy a ser yo también uno de ellos?, no dejaba de pensar. Por suerte, he pasado —estoy pasando todavía— el mal en casa. La médica que me atendió en Urgencias, en mi primera visita por la enfermedad, dudó si hospitalizarme —aunque luego he sabido que los protocolos aplicables establecían que sí, que debería haberme hospitalizado—, pero al final decidió que podría llevarse el tratamiento y la supervisión desde el propio CUAP —centro de urgencias de atención primaria— de Sant Cugat, y yo, la verdad, se lo he agradecido, a pesar de la molestia que ha supuesto tener que ir a Urgencias, en muy precarias condiciones, para que me hicieran las pruebas y controles necesarios. Solo de pensar que, si hubiera ido al hospital, habría estado solo, habría compartido habitación y baño con otros covidosos, y habría tenido que engullir la horrible comida nosocomial, me daban escalofríos, más de los que ya sufría por el coronavirus. Y eso por no hablar de la posibilidad de que me metieran en la UCI, me pusieran en decúbito prono y me intubasen. En Urgencias me diagnosticaron positivo por COVID, con neumonía bilateral. La ómicron no se había limitado a causarme un catarrillo, sino que me había regalado una hermosa neumonía. No demasiado intensa, por suerte, pero sí lo suficiente para sufrir una constante opresión en el pecho, aunque no me impidiese respirar. Una consecuencia aciaga de mi contagio ha sido la necesidad de inyectarme cada día en la tripa una sustancia llamada enoxaparina, que evita que se formen trombos, algo que el COVID parece también suscitar. Clavarse uno mismo una aguja en el vientre, como un yonqui cualquiera, durante una semana, no es una experiencia recomendable. Aunque lo peor del tratamiento no ha sido esto, sino la sensación de vulnerabilidad y dependencia que lo invade a uno. Nos creemos, en la gloria de la adultez, capaces de enfrentarnos a cualquier cosa; nos sentimos dueños de nuestro cuerpo y de nuestra vida. Pero nuestro cuerpo es mucho más frágil de lo que pensamos, y nuestra vida está siempre en el alero, aunque no nos demos cuenta. Por otra parte, las visitas al CUAP me han permitido conocer algo mejor el funcionamiento de los centros de urgencia y el estado general de la población. En cada visita —y he hecho cuatro— me han tratado médicos diferentes, con criterios asimismo diferentes. Varios de ellos se han mostrado sorprendidos por que no me hubiesen hospitalizado, pero yo he defendido a la médica que no me había hospitalizado. Algunos han dejado que entrara conmigo Júlia, la novia de mi hijo Álvaro, que es médica y que me ha acompañado en todas las visitas; otros, en cambio, se lo han prohibido. Un auxiliar de admisiones, incluso, me impidió sentarme en la sala de espera en la que me había sentado siempre, y me hizo ocupar un sitio en una zona más apartada. En cualquier caso, todos han sido diligentes y profesionales, aunque era evidente la presión terrible a la que estaban sometidos. En mis primeras visitas, las colas eran soviéticas, y prácticamente todo el mundo estaba allí por COVID o sospecha de COVID. Solo recuerdo a una señora que no dejaba de alegar, en el mostrador de admisiones, que ella no estaba allí por COVID «ni aquellas historias», sino por un problema gravísimo que le afectaba a un dedo. Me dieron ganas de abofetearla. Otra señora montó un pifostio en el mismo mostrador porque «tenía un viaje» y no podía esperar varios días a conocer el resultado de la prueba que había ido a hacerse. En su ardorosa discusión con el pobre auxiliar de la ventanilla, se giraba hacia el resto de la nutridísima cola en busca de solidaridad ciudadana, pero no consiguió ninguna. Era demasiado evidente que era una pija poco o nada consciente de la gravísima situación que se estaba viviendo. Otra usuaria del servicio de salud —antes se nos llamaba, con más propiedad, pacientes— también se quejó de viva voz cuando vio a un sanitario acabar su jornada laboral e irse del centro: «¡Mira qué bien! Ellos se van y nosotros aquí...». Una más a la que me habría gustado darle un sopapo: se conoce que, para ella, los trabajadores de la Sanidad pública no tienen derecho a cumplir su jornada laboral, sin duda extenuante, y volver a su casa, sino que han de seguir encadenados, como galeotes de bata blanca, al duro banco del ambulatorio hasta que el último enfermo, de los cientos que lo necesitan, haya sido atendido. Jodida yo, jodidos todos, parecía pensar aquella usuaria desconsiderada. Los análisis de sangre se practican en Urgencia en seco, es decir, como en las tintorerías, sin necesidad de estar en ayunas y sin tener que esperar varios días al resultado. Una maquinita prodigiosa arroja los resultados correspondientes en veinte minutos. En una ocasión, no obstante, tuvieron que pincharme dos veces porque la máquina se había vuelto moderadamente loca y daba resultados surrealistas. Tuve que poner otra vez la vena. En otra ocasión, me tocó esperar en un box al lado de un señor muy mayor que no dejaba de toser con tos perruna y esputar. Se quejaba a las enfermeras de que se mareaba y de que no podía respirar. También decía que la noche anterior no había dormido nada. Obviamente, vivía solo, y me daba una pena infinita. Cuando me hacían las radiografías —que revelaban las difusas manchas blancas de la neumonía, como una metralla filiforme en los pulmones—, yo recordaba las que me hacía de niño en su consulta el médico de la familia, aunque ahora ya no me emparedaban entre dos placas radiológicas, ni sentía el frío de aquellas superficies heladas. Y me preguntaba si aquel galeno, un hombre muy bajo y desapacible, al que mi madre llamaba el pequeñito, no habría muerto de cáncer a causa de la radiación de su antigua maquineja, que tenía en su despacho y de la que no se protegía de ninguna manera: él disparaba la radiografía allí mismo, al lado del paciente, y supongo que lo hacía muchas veces a la semana. Para él debía de ser un factor de prestigio hacer aquella prueba in situ, cuando el enfermo se visitaba, y dejarlo asombrado con el uso privado de tan alta tecnología. Hoy, en cambio, se sabe que estos aparatos te achicharran vivo, y las radiólogas del CUAP se encierran en un pequeño búnker para estar protegidas. Tras más de dos semanas de enfermedad, ya me encuentro mejor, aunque sigo excepcionalmente cansado. La tos tardará en desaparecer, y la neumonía también llevará su tiempo. Pero el cuerpo, me han dicho, reabsorberá la mucosidad y toda la porquería que el COVID haya dejado dentro, si no hay complicaciones. Esto ha ido lento, y seguirá yendo lento. Pero peor es morirse.