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domingo, 11 de enero de 2009

Rebajas

Estaba yo con el cautivo en una tienda elegantilla del centro, por ver si le compraba algún harapo decente para llevarle a un próximo evento al que hay que asistir con los esclavos, cuando me encontré, de cuerpo presente, con el emperador-dor-dor, que estaba comprándose una túnica nueva.

Fue casi como una aparición espectral, fantasmagórica, que me dejó en suspenso, casi en la estupefacción, durante unas milésimas de segundo.

Buscando una determinada prenda, llegue hasta el último rincón del local, por lo que a mi izquierda sólo había una pared y al frente los expositores repletos de mercancías.

De pronto, tal como debió de aparecérseles la virgen de Fátima a los pastorcitos, así se me apareció a mí, entre camisas y jerseys, el emperador.

Le vi como en plano americano. Estaba rígido, embutido en un traje oscuro, mirando al frente con una expresión extraña, escrutadora y a la vez perdida en el vacío. Una luz cenital le iluminaba el rostro y acentuaba las sombras bajo los huesos del craneo. Salvo por lo bajito, era la viva imagen de Boris Karloff en el instante previo a que Frankenstein le infundiera vida.

Me quedé clavada, con una camisa en la mano, sin comprender muy bien qué es lo que pasaba, y por qué aparecía de improviso esa visión donde sólo debía haber estanterías.

Mi adiestrado cerebro de lógica implacable, casi silícica, halló pronto la explicación. Acababa de ver la imagen de un espejo, no al emperador en sí. De acuerdo, ahora sólo me faltaba saber cómo había aparecido el espejo.

Observé que la pared de la izquierda no llegaba hasta el final, sino que había un hueco de ocho o diez centímetros que comunicaba con el fondo de un probador situado al otro lado del tabique. Allí, justamente, debía de haber un espejo que no debería ser contemplado por nadie, excepto por el que se reflejaba, pero que, por un azar imprevisto, yo había llegado a vislumbrar. En efecto, fue el hecho de que yo tuviera que acercarme mucho y ponerme de puntillas para alcanzar una de las prendas lo que permitió que la imagen de lo que sucedía en ese sancta-sanctorum entrara en mi campo de visión.

Resuelto el misterio. El emperador se estaba probando un traje y yo le había sorprendido cuando se contemplaba escrutadoramente en el espejo.

Ahora la cuestión era si él me había visto a mí. Y ahí no pondría la mano en el fuego. Cuando más conmocionada estaba por la aparición, me pareció detectar que el espectro miraba de reojo hacia donde yo estaba. Y comprendí que, si yo había podido ver la imagen del emperador, el emperador también podría haber visto mi imagen, ya que la reflexión óptica es lo que tiene, que existe simetría.

Comprendí más: Si yo me había quedado de piedra cuando le vi aparecer entre las estanterías, ¡cómo se habría quedado él, cuando yo se le aparecí mientras que se dedicaba a la propia contemplación en un espacio tan íntimo!

Aunque bastante divertida por la situación, también me sentía algo cortada, consciente de haber invadido su privacidad, aunque fuera involuntariamente. Si es que, cuando una se deja gobernar por la ética pofesional, pasan estas cosas.

Así que opté por abandonar el local antes de que el emperador saliera del probador, ya que en ese momento no me apetecía nada un encuentro.

Quedaba la cuestión de si los harapos elegidos servían o no servían para el cautivo, pero ya se los probaría tranquilamente en su mazmorra -que el cautivo es muy suyo para esas cosas- y, si no le convenían, siempre cabía el recurso de la devolución.

Me dirigí a la caja y mientras esperaba a que nos atendiera la cajera, le expliqué al cautivo el motivo de nuestra salida apresurada, además de comentar algunas otras cosillas sobre la forma y color de los harapos y su posible utilidad.

Estaba ya preparando la tarjeta, cuando oí un alegre “feliz año nuevo” y sentí una palmadita en las espaldas. Me volví, con un respingo. El emperador, sonriente, se acercó para darme dos besos. “Aquí el cautivo, aquí el emperador”, dijo yo, educadamente. “José Miguel”, corrigió el emperador con simpatía. Y dirigiéndose a una mujer que llevaba un buen rato haciendo cola junto a nosotros, nos la presentó como su esposa.

Y ahí es donde yo noto que me falta malicia, la verdad. Durante la espera, había visto fugazmente a la señora, pero no presté atención a dos detalles importantes: El primero, que la señora me había mirado con bastante curiosidad y hasta como si me conociera y esperara algún gesto por mi parte. El segundo, que la señora llevaba en las manos un traje azul a rayas, clavadito a los que el emperador suele llevar corrientemente y al que yo había visto en el espejo, dato que no había pasado desapercibido a mi incosciente pero al que no presté mucha atención.

Resumiendo: Que la señora me conocía a mí y creía que yo la conocía a ella. Más aún, que la señora debía de haber escuchado todo lo que yo le decía al cautivo sobre cómo había sorprendido a su marido probándose un traje. Item más, que si el emperador no me vio por el espejo, ya se encargaría de contarle su mujer que yo sí le había visto a él.

Si es que, cuando se conjuga un verbo, hay que conjugarlo en todas las personas del tiempo verbal: Yo te sorprendo, tú me sorprendes, él nos sorprende, nosotros os sorprendemos, vosotros nos sorprendéis, ellos nos sorprenden.

No se qué hacer, si repasar la gramática o leerme ese libro de Goleman que todo el mundo recomienda sobre la inteligencia emocional.

jueves, 23 de octubre de 2008

La túnica del emperador

No es que yo sea una rousseaoniana irredenta. No. Sé la tela que corto y el suelo que piso. Pero flipo con el nivel de ensoberbecimiento y estupidez que puede llegar a alcanzar el Mandarín de turno, y con el grado de servilismo, en los límites del envilecimiento, de algunos de los que le rodean.

Los pelotas profesionales no cuentan, ni los trepas, que ya sabemos que alrededor de un poderoso, por mínimo que sea su poder, siempre hay una Corte de los Milagros dispuesta a todo, a mayor gloria del Mandarín y en legítimo beneficio de los pelotudos.

Tampoco cuenta, o cuenta poco, esa mayoría que se vuelve muda, sorda o ciega, según y cómo. ¿Qué culpa tienen ellos, pobrecitos, de estar mirando para otro lado justo en el momento en que dicen que cuentan que pasó no sé qué? ¿O de estar tan abstraídos en el trabajo que ni se enteraron de aquello que dicen que se dijo pero que no les consta? Y, claro, no constándoles, seamos serios, ¿cómo pueden alzar su voz en contra?


Lo que hoy me cuenta es que haya tantos que cultiven el correveidilismo y hasta la delación y la calumnia, por puro deporte. Con eso, no es que flipe, es que me quedo patidifusa.

He aquí a un hombre culto, afable, simpático y dispuesto siempre a ayudar, llamado A, compañero y amigo de otro hombre, llamado B, que pertenece a la misma organización pero a un área profesional distinta, por lo que no compiten entre sí. A toma café asiduamente con C, jefe de ambos y mandarín rín rín. ¿Qué razones tiene A para irle cotorreando a C todo lo que B ha dicho sobre él?

Allí tenemos a E, una mujer inteligente y preparada, con un futuro prometedor, que mantiene relaciones de amistad con una de sus subordinadas, F. En una de sus conversaciones, F. le confiesa a E que se siente algo discriminada por una decisión que ha tomado C, pero que prefiere no protestar porque espera que éste cambie pronto de opinión, como suele suceder. ¿Qué motivos tiene E para “dejar caer” esa confidencia en una reunión presidida por C, de modo que el mandarín, dios viviente donde los haya, monta en cólera y se la jura a la pobre F para una buena temporada?

¿Qué ganan y qué pierden A y E en esa transmisión de información, aparentemente inútil para ellos?, me pregunto. ¿Es un reflejo condicionado, porque otra gente ha hecho con ellos lo mismo y ya se han acostumbrado, o lo hacen por otros motivos? Cuestión filosófica o cuestión científica -simple balance de materia y energía-, ahí la dejo, por si alguien tiene la respuesta.

En fin, que yo no soy A, ni B, ni E ni F. Soy una X que pulula por ahí, procurando moverme por mi propio impulso, sin quedar atrapada en el orden alfabético que los atrapa a ellos. Pero eso no obsta para que –franchute que me siento hoy- reniegue del “buen salvajismo” del Jean-Jacques Rousseau y me sienta más cerca, aunque sólo sea por el título, de “La Náusea” de su semi-tocayo, Jean-Paul Sartre.

Y, para no dejar las cosas con ese sabor frío, pedante y gabachero, termino con el cuento que tanto me gustaba, ése de un niño clarividente e insobornable, que le gritó a un Mandarín, y de paso a toda la Corte aduladora y comulgante con ruedas de molino: “¡Majestad, estáis desnudo y con el culo al aire!

Para los que se hayan perdido, aquí dejo un esquema del trasiego informativo:

B --> A -->C
F-->E--> C

C = el Mandarín Rin Rin de Sable y Cornetín.
A, E = los correveidiles
B, F = los paganos

sábado, 6 de septiembre de 2008

Su Excelencia, Don Atlante

También yo, como Arwen, tuve el viernes un ataque de risa por algo que pasó en el trabajo.

Fue así: Yo estaba en el antedespacho del "Mandamás Más Más", charlando un ratillo con la chica que trabaja allí. De pronto, vimos entrar por la puerta a Su Excelencia, Don Atlante, cual titán bigotudo y bronceado.

A mí me sorprendió, porque desde que estoy en ese edificio nunca lo había visto por allí. La otra se quedó de piedra y se levantó como un resorte para recibirle.

- Buenos días - dijo él con determinación, como hombre que sabe lo que hay que hacer y va dispuesto a hacerlo.

Se dirigió directamente hacia una pared situada tras de mí, preguntándome, al pasar:

- ¿Qué hay, L.T.@C? ¿Te tratan bien aquí?

No tuve tiempo de contestar, antes de ver cómo abría la puerta de un armario empotrado y se metía dentro, diciendo con autoridad:

- José Miguel, luego no digas que…

Al volverse, su cara era un poema, confusa y desencajada, la seguridad de cemento armado por los suelos.

Logré mantener la compostura, poniendo mi “expresión impenetrable", mientras escuchaba a la otra, que decía:

- No, no. Ése es el cuartito de los abrigos. José Miguel está por aquí.

El mentado, hombre de rápidos reflejos, cual perro de Pavlov, había reconocido la voz de su amo y salió escopetado del despacho para recibirle.

Hice mutis por el foro y corrí a los servicios, para soltar la carcajada. Tras de mí, siguiéndome los pasos, vino la otra “testiga”. Qué jartá, pero que jartá de reír.

Moraleja cervantina: los oficios y cargos graves, o adoban o entorpecen los entendimientos.

miércoles, 9 de abril de 2008

Very Important Person

A veces, cuando paso por allí, le veo al fondo de un despacho, muy serio, ensimismado en su tarea cotidiana… Reconozco que le he observado con curiosidad, preguntándome a quién o a qué me recordaban sus gestos, su forma de mover las manos, de mirar mientras escribe... hasta su manera de no hacer nada a derechas… El que yo digo, trabaja en su portátil, con un oído puesto en la blackberry y otro en el teléfono, es más gordo y más feo que J.L., y lleva corbata, no pajarita. También es muchísimo menos simpático. Pero, por lo demás, ¡clavado!



La música se llama “The Typewriter”, y es de Leroy Anderson.
(Por cierto, que busqué en wikipedia la biografía de Leroy. Si le echáis un vistazo, fijáos en la última oración del último párrafo).

P.D.
Esto de la denuncia, aunque sea jocosa, funciona. En el artículo de wikipedia antes ponía, como colofón, "Y comía carne con frijoles". Ahora alguien ha suprimido ese importante dato biográfico. :)