Hace un tiempito que estoy como loco con la literatura brasileña.
Me parece que tienen "eso" que me cuesta encontrar en la escritura en castellano. Entonces me puse a leer todo lo que pude pero en portugués, porque en eso está la gracia: Machado de Assís, Joao Gilberto Noll, Ivana Arruda Leite, etc- y por supuesto-Clarice Lispector.
Mi portugués es, por decirlo delicadamente, más bien silvestre, aprendido a los porrazos en almacenes de barrio en Brasil y en charlas con pescadores, vendedores ambulantes, peluqueros, vagabundos y curas. Pero me da para leer. Digamos que es más fácil leer a cualquiera en Portugués que preguntarle la hora a un carioca por la calle y entenderlo. O pedir un paquete de cigarros en una "banca" y que te entiendan la marca. Por ejemplo vos pedís cigarros "Holliwood" y ta clavado, decís "jolibud" y te miran como si los estuvieras puteando y después de mucho transpirar el "cara" te dice: "Hein!! o senhor quer olibuyi!"
Bueno, pero así y todo, con mi portugués que no tiene nada que ver con la academia, me propuse traducir un texto de C.Lispector. Porque la mina me fascina. Y porque me hubiera gustado ponerlo en portugués, pero algún amigo hubiera entendido el texto, otros hubieran entendido poco y otros me habrían mandado a cagar porque no iban a entender nada y no lo iban a leer.
Así que por eso lo traduje, para compartirlo con ustedes, aunque pierda mucho el texto así, traducido por un atrevido. Pero es lo que hay, valor.
Y quedó largo como la gran puta, igual que esta pesada introducción.
Sí, ya sé, son cosas muy largas para blog.
Los que quieran lo leen.
Los que no, no lo leen.
Los más exigentes salgan a buscar una traducción como la gente en Google, que no sé si hay.
Y lo mejor es que busquen el texto en portugués, que si lo hay.
A mí me hubiera gustado traducir "Os desastres de Sofía", que es una joya, pero es muy largo y ese sí que ya está traducido por verdaderos traductores.
Aclaro también que respeté casi estúpidamente la puntuación original. Es una traducción casi literal.
MALESTAR DE UN ÁNGEL
Al salir Del edificio me poseyó lo inesperado. Lo que antes fuera solamente lluvia en el ventanal, empañado de cortina y abrigo, era en la calle la tempestad y la noche. ¿Todo esto se hizo mientras yo bajaba por el ascensor? Diluvio carioca, sin refugio posible, Copacabana con agua entrando en las tiendas bajas y cerradas, aguas espesas de barro hasta el medio de la pierna, el pie tanteando para encontrar calzadas invisibles. Hasta movimiento de marea había ya, donde se juntase bastante agua comenzaba a actuar la secreta influencia de la Luna: ya había flujo y reflujo de marea. Y lo peor era el temor ancestral grabado en la carne: estoy desprotegida, el mundo me expulsó para el propio mundo, y yo que sólo quepo en una casa nunca más tendré casa en la vida, este vestido ensopado soy yo, los cabellos chorreantes nunca se secarán, y sé que no seré de los escogidos para el Arca, porque ya seleccionaron la mejor pareja de mi especie.
En las esquinas los autos el motor paralizado y ni sombra de taxi. Y la alegría feroz de varios hombres finalmente imposibilitados de volver a casa. La alegría demoníaca de los hombres libres amenazaba aún más a quien sólo quería su casa propia. Caminé sin rumbo calles y calles, me arrastraba más que caminaba, lo peligroso era parar. Sólo conseguía disfrazar mi desmedida desolación. Alguien, radiante debajo de una marquesina, dice: -qué coraje, eh, doña! No era coraje, era exactamente miedo. Porque todo estaba paralizado, yo que tengo miedo del instante en que todo se detenga, estaba obligada a andar.
Y ahí es que en las aguas veo un taxi. Avanzaba cuidadosamente, casi centímetro a centímetro, tanteando el piso con las ruedas. ¿Cómo me apoderaría de aquel taxi? Me acerqué. No podía darme el lujo de pedir, me acordé de todas las veces en que por haber tenido la dulzura de pedir, no me dieron. Conteniendo la desesperación, lo que siempre me da una apariencia de fuerza, le dije al chofer: “usted me va a llevar para casa! es de noche! tengo hijos pequeños que deben estar asustados con mi demora, es de noche, oyó?!” Para mi gran sorpresa el hombre dice que sí. Todavía sin entender, entré. El auto apenas se movía en las olas barrosas, pero se movía-y llegaría. Yo sólo pensaba: yo no valgo tanto. Al rato ya estaba pensando: soy yo la que no sabía que valía tanto. Y al rato era el ama de casa de mi taxi, ya tomé posesión del derecho de lo que me fuera dado gratuitamente, y enérgicamente tomaba medidas útiles: torcía cabellos y ropas, me sacaba los zapatos ablandados, me secaba el rostro que más parecía haber llorado. La verdad, sin pudor, es que había llorado. Muy poco, y mezclando motivos, pero llorado. Después de ordenar mi casa, me recosté bien confortable en lo que no era mío, y desde mi Arca presencié acabarse el mundo.
Una señora se acercó entonces al auto. Como éste avanzaba lentamente, ella pudo acompañarlo agarrada en aflicción al pestillo de la puerta. Y literalmente me imploraba compartir el taxi. Era demasiado tarde para mí y su itinerario me desviaría de mi camino. Recordé sin embargo mi desesperación de hacía cinco minutos y resolví que ella no pasaría por lo mismo. Cuando le dije que sí, su tono implorante cesó, sustituido por una voz extremadamente práctica: “Bien, pero espere un poco, voy hasta aquella transversal a buscar en la casa de la costurera el paquete del vestido que dejé allí para que no se mojara”. “¿Estará ella aprovechándose de mí?”, me pregunté en la vieja duda de si debo o no dejar que se aprovechen de mí. Terminé cediendo. Ella demoró lo que quiso. Y volvió con un enorme paquete apoyado en las manos extendidas, como si hasta su propio cuerpo pudiese manchar el vestido. Se instaló totalmente, lo que me dejó tímida en mi propia casa.
Y comenzó mi calvario de ángel, pues la mujer, con su voz autoritaria, ya había comenzado a llamarme ángel. No podría ser menos conmovedor su caso: aquella era la noche de una première y, si no fuese por mí, el vestido se estropearía en la lluvia o ella se atrasaría y perdería la première. Yo ya había tenido mis premières, y ni las mías me habían conmovido. “Usted no sabe el milagro que me acaba de pasar”, me contó con firmeza. “Comencé a rezar en la calle, a rezar para que Dios me enviara un ángel que me salvase, hice la promesa de no comer casi nada mañana. Y Dios me la mandó a usted.” Con embarazo, me revolví en el asiento. ¿Yo era un ángel destinado a proteger premières? la ironía divina me avergonzaba. Pero la señora, con toda la fuerza de su fe práctica, y tratábase de una mujer fuerte, continuaba autoritariamente reconociendo al ángel en mí, lo que sólo poquísimas personas han reconocido hasta hoy, y siempre con la mayor discreción. Intenté con torpeza la liviandad de un sarcasmo: “No me sobrevalore, soy solamente un medio de transporte”. En tanto que a ella ni se le ocurrió comprenderme, yo a disgusto percibía que en verdad el argumento no me exoneraba: los ángeles también son un medio de transporte. Intimidada, me callé. Me quedo muy impresionada con los que me gritan: la mujer no gritaba, pero claramente mandaba en mí. Imposibilitada de enfrentarla, me refugié en un dulce cinismo: aquella señora, que hablaba con tanto vigor de su propio éxtasis, debía ser mujer habituada a comprar con dinero y seguro terminaría por agradecer al ángel con un cheque, teniendo en cuenta que la lluvia habría lavado ya toda mi distinción. Con un poco más de confortable cinismo, en silencio, le declaré que el dinero sería un medio tan legítimo como cualquier otro de agradecer, ya que su moneda era verdadera moneda. O bien-me divertí- me podría dar en agradecimiento el vestido de la première, ya que lo que ella debería agradecer no era tener un vestido seco, sino haber sido alcanzada por la gracia, es decir, por mí. Dentro de un cinismo cada vez mejor, pensé: “Cada uno tiene el ángel que merece, vea qué ángel le tocó; estoy codiciando por pura curiosidad un vestido que ni siquiera vi. Ahora me gustaría ver cómo se arregla su alma con la idea de un ángel interesado en ropas”. Me parece que, en mi orgullo, yo no quería haber sido elegida para servir de ángel a la estupidez ardiente de una señora.
La verdad es que ser ángel había comenzado a pesarme. Conozco bien ese proceso del mundo: me dicen bondadosa, y por lo menos durante algún tiempo se me complica para ser mala. Comencé también a comprender cómo los ángeles se fastidian, ellos sirven para todo. Eso nunca me pasó. A menos que yo fuese un ángel muy por debajo en la escala de los ángeles. Quién sabe, incluso, si no era yo solamente aprendiz de ángel. La alegría satisfechona de aquella señora comenzaba a dejarme sombría: estaba haciendo de mí un uso exorbitante. Hizo de mi naturaleza indecisa una profesión definida, transformó mi espontaneidad en deber, me encadenaba, a mí, que era ángel, lo que a esta altura yo ya no podía negar, pero ángel libre. Quién sabe, sin embargo, si yo solamente había sido mandada al mundo para aquel instante de utilidad. Era eso, entonces, lo que yo valía. En el taxi, yo no era un ángel caído, era un ángel que caía en sí. Caí en mí y fruncí el ceño. Un poco más y le hubiera dicho a aquella de quien yo era con tanto rechazo el ángel de la guardia: hágame el obsequio de bajarse ya e inmediatamente de este taxi! Pero me quedé callada, aguantando el peso de mis alas cada vez más aplastadas por su enorme paquete. Ella, mi protegida, seguía hablando bien de mí, o más bien, de mi función. Me enojé. La señora lo notó y se calló un poco molesta. Ya a la altura de Viveiros de Castro la hostilidad se declaró, muda, entre nosotras.
-Escuche, le dije de repente, ya que mi espontaneidad es cuchillo de dos filos también para los otros, el taxi me va a dejar en casa antes y recién después sigue con usted.
-Pero, dice ella sorprendida y comenzando a indignarse, después voy a tener que dar una vuelta enorme y me voy a atrasar! es solamente un pequeño desvío para dejarme en casa!
-Será, respondí seca. Pero no puedo entrar en el desvío.
-Yo pago todo! me insultó ella con la misma moneda con la que había recordado agradecerme.
-Yo soy quien paga todo, la insulté.
Al saltar del taxi, como quien no quiere la cosa, tuve cuidado de olvidar en el asiento mis alas plegadas. Salté con la profunda falta de educación que me pone a salvo de abismos angelicales. Libre de alas, con la gran estela de una cola invisible y con la altivez que sólo tengo cuando para de llover, atravesé como una reina los anchos umbrales del Edificio Visconde de Pelotas.