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Grün

1

Cuando me levante de donde, tumbado, contemplo las nubes, alcance el camino y me ausente de este paraje, nada me añorará. Durante un rato mi paso por aquí será un tenue dibujo en el prado, cuyas briznas de hierba ha hundido mi cuerpo. Pronto la brisa las peinará. Es lo que me impresiona del lugar. Su ausencia de compromiso con los mortales. Diría su indiferencia, pero en eso me equivoco. Nunca al paisaje se muestra insensible hacia los elementos que lo forman. Cada pieza, desde el mínimo insecto, le resulta esencial. Compone el instante. En el siguiente, ya no estaré.

2

Hay algo en lo que se parece la mecánica del carrusel a las ideas que existen sobre la belleza. A las niñas y niños les excita el movimiento constante, pero madres y padres, sin embargo, están tranquilos, charlando, porque saben que tanta agitación no va a ninguna parte. Ni se mueve de lugar. Lo mismo ocurre con la naturaleza. Su carácter agreste y su permanencia cíclica excitaron a los filósofos, grandes constructores de tiovivos. A su semejanza se forjaron los ideales de la hermosura, y a semejanza de estos ahora se moldea el paisaje, tan inofensivo como quien lo admira.

3

La maraña es el estado natural del paisaje igual que la razón es la vocación artificial del ser humano. Ambas parecen avanzar por sentidos opuestos, si hay alguien que se anime a recorrerlos. El bosque por sí mismo cada vez se vuelve más intrincado y el pensamiento más diáfano. La utopía consiste en juntarlos. Bien el filósofo andariego, bien el excursionista sensible. Como experimento, no está mal. Lo cierto, sin embargo, es que, con el tiempo, todo parece acabar en tránsitos paralelos. Las espesuras desaparecen al mismo tiempo que las ideas, y ambas han pasado a manos de los coleccionistas.

4

La altura es una aspiración natural. Se empareja pronto al verbo crecer. Lo que se ensancha hacia el horizonte, lo que se eleva hacia el cielo. Una acción que no conoce límites, solo los descubre. Lo alto desviste. Convierte algo en singular. Contra el cielo cualquier elemento parece la esencia de sí mismo. Frente a la tierra, no es más que un cromo que se repite. Lo religioso asciende. Lo corpóreo cae. Es el algoritmo que ordena las metáforas. El alerce erguido suspira, el fresno talado gime. La indiferencia de las nubes no atiende ni a uno ni a otro.

5

Los símbolos han alejado de los ríos a quien los piensa. La mirada que se posa en la superficie, como una hoja otoñal cualquiera, parte. Una marcha cuya finalidad se pierde de vista del mismo modo que la broza desaparece arrastrada por la corriente. De ahí que se confunda lo que está, el agua que fluye, con la idea de un destino que se desconoce. Los cauces, sin embargo, trazan caminos en el laberinto. Antes que gurús, se comportan como filósofos. Algo despreciados, tal vez, porque el bosque ignora las enseñanzas, tenaz en su quedarse y en su caótico porte.

6

Lo que no ocurre se tumba en la hierba con una brizna en los labios y una sinfónica de aves entre los árboles. Las adivinanzas que le plantean las nubes al pasar le entretienen la mirada. De vez en cuando entorna los ojos ante las páginas de un libro tan primoroso que ningún autor ha sido capaz de escribir. El sol matiza la temperatura con delicadeza de confitero mientras la brisa cursa un ciclo de peluquería. El tiempo que no refrendan los relojes acaricia el brazo descubierto de quien le acompaña. Lo que se digan no ha sido pronunciado todavía.

7

La luz corteja de modo caprichoso la realidad. Se adentra en la fronda para pintar lunares. Rotula sombras y esclarece minucias. Trabaja en un desangelado estudio, sin aire acondicionado, y a cualquier hora tiene paciencia para avanzar, viñeta a viñeta, el dibujo de lo vivido. Acaso, si siente apetito, se alimente de bocadillos sin levantarse del restirador. Migas, que aliadas con el carboncillo, se pasean por el tablero como algo más que amigos. La luz lo transforma todo a su antojo. Para que haya o no haya. Y a su hora, sin recoger nada, se larga nunca se sabe dónde.