1101 | «Vna ninna de nuef annos a oio se paraua»
Paño como este ni en sueños. Aljuba de llamarse don, zaragüelles de acariciar. Y no, no lo he robado. Nadie daría una piedra del camino por lo que se me ocurrió. Sin mal de nadie. Todo regalado. Por mi madre, que fue la que me contó que de niña a don Rodrigo Díaz vio cruzar Burgos. No le asustó la nariz arrugada de su caballo ni el relincho. Le habló. Mi madre era un caso. Tantas veces me lo contó que me puse a recordarlo el otro día en la plaza y no encontraban qué darme que tuviera más valor.
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1201 | João Soares de Paiva (c.1140) compone una cantiga
Abandonados para siempre los caminos que impregnan de parda compañía el manto azul, con apenas el bonete plumado y una gonela ligera, el señor de Castelo cruza la alegre cantinela del río Paiva por sus pasarelas de piedra. El verano canta en el coro de cigarras hasta confundir el fragor enemigo que aún restriega sus asperezas por las paredes de la memoria. Cuando el agua oscurece el guadamecí del calzado y la agreste soledad del monte se transforma en sensaciones y melodía, en mitad del cauce Joham Soares le arranca a la cítola las más estremecedoras, extrañas, palabras de amor.
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1264 | Berceo, «ya cansado», se despide de los novicios
Desde que rezo bajo esta techumbre, en el interior infinito de estos muros de antiguas piedras, el río Cárdenas no ha dejado de irse, y lo hace para mantener presente, cada una de las noches, el murmullo que salta la tapia tras las Completas. Tampoco la tinta en la que unto el cálamo a diario ha dejado de encaminarse pausadamente hacia las palabras y en ellas encarnarse para que permanezcan fijas, señeras, en el pergamino. Igual que la nieve cae en invierno para revivir en Nuestra Señora de Marzo, así su blancura cubre a los mortales para salvarles del tiempo.
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1340 | Juan Ruiz medita sobre las cuadernas vías escritas para que las cantaran los ciegos
No hay controversia menuda. Cuanto más altos los muros, mayor facilidad para saltarlos con el brinco de la imaginación; cuanto más anchos, mejores grietas. Todo los que veo con los ojos quietos del sueño lo vierten real los pasos de baile de la tinta oscura sobre la arena blanca. No se conoce báculo que no se combe ni río que se abstenga de zigzaguear. Las memorias inventadas cobran vida en la voz de quien no puede verlas. Nada hay como reírse para tomar en serio la demencia del mundo. Las calles en cuesta de Hita, en el llano del cautiverio.
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1432 | Íñigo López de Mendoza le escribe una carta a su amigo Ausiàs March
No ser señor de este tiempo ni de aquel. Oler el mar de Gandía en una gavilla de cebada. Escribir en castellano y cantar en provenzal. Montar a caballo una mañana que congela los alientos y añorar el azote de las llamas en el rostro que descansa sobre la caricia octogonal de una alfombra trenzada en Alcaraz. Pensar como un pastor en sus majadas y hablar como un caballero en sus dialectos. Ser del presente y no andar con las sombras. Haber ganado una batalla contra el silencio del bosque. Pero siempre, sin ser Pelayo, presto a abandonar la montería.
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1485 | Luisa Manrique de Lara Castañeda habla de su padre
No se me dan bien. Mi madre guarda entre paños las dos que le encontraron en la loriga, no hace mucho me lo confesó. Era una niña entonces, y aún no he dejado de serlo. Mi padre le hizo coplas a la muerte del suyo, que tan breve tiempo le precedió, pero qué coplas podría escribirle yo si ni siquiera me acuerdo de cómo era. Y además, nunca me casan los acentos. De su muerte apenas guardo algunos sonidos. La aspereza de unos golpes en plena noche, relincho de un caballo, tamborileo de pasos arriba y abajo, un estremecedor alarido.
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1493 | El estudiante Fernando de Rojas en el claustro de la Catedral
Bajo el colchón es el primer lugar donde buscarlos. En un manto envueltos. Ideal para el verano, pero ¿cómo salgo en noviembre? En el arcón mayor ni pensarlo, se abre solo ¿Qué haré con estos papeles? Soñarlos. Eso ya lo sé. Tan dulce como arisca, Melibea. No tenía ningún nombre y ahora no me lo quito de la cabeza. Menudo patán Calixto. He de volver a leerlos esta noche, a la intimidad de la vela les crecerá la emoción. Antes he de encontrar un lugar donde esconderlos, aunque papeles revueltos sobre la mesa en cuarto de estudiante, ¿quién muestra interés?
1505 | Renacimiento
Muere el que ha muerto y los que le entierran, ensayan. Y aunque el arcipreste eleve los brazos hacia el cielo, solo le sobrevivirá el anillo en el dedo de un ladrón de tumbas, que tampoco sentirá nada cuando se lo arranquen de un tajo. Así pensaba mi padre y el padre de mi padre, pero a mi hijo un revuelo le ha desordenado las témporas. Habla de que en la vida solo hay vida, presente, conquista, fruición. Habla de nuevos mundos y sus ideales se hinchan como nubes al final del día. La tontería se apodera de los débiles.
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1505 | Renacimiento
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1514 | Mocedades de Garcilaso
Hierática, la garza observa el temblor de las aguas mientras paciente espera que caracoleen en el remanso de la orilla. Un aroma a espliego, cuyas flores aún cuidan gotitas de rocío, se esparce en compañía de una luz a la que el caño de la fuente ha borrado todos los oscuros. El Tajo, silente, a lo suyo. ¿Tú eres el benjamín de los Lasso, quia?. La pregunta de la mujer desconocida le retrasa del grupo de pillos. Azorado, busca una respuesta al tiempo que los suyos se agazapan. La piedra, certera, astilla la mañana con el estremecedor graznido del ave.
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El viento del norte acuchilla los rostros, los llaga. Febrero. Por el cauce del Bidasoa discurre plomo. Las manos, tumefactas, prefieren la suciedad a sus aguas. Humean ascuas en las cocinas. Los centinelas patean el suelo por desentumecerse. El cielo abotagado amuralla ojos y pensamientos. Por una grieta el mío aún huele los orines en las callejuelas de Nápoles. Ante la evocación de su bochorno extiendo las manos para ofrecerles un poco de calor. Este silencio invernal se puebla de voces que convierten la grisura en verdor; la nada, en espera de contemplarla. De que me sonría. Que la bese.
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Lee el manuscrito en pie, junto a la ventana. Un mensajero acaba de entregárselo y a cambio le ha dado unos maravedíes. Rompe el sello de lacre y lo desenrolla. Está nervioso. Se aproxima a la ventana, el crepúsculo cuela reflejos rosados que atenúan lo marmóreo del papel. Relee aquel primer verso que envió en mitad de una hoja en blanco. Un endecasílabo prodigioso por el que andan peleándose todos los sonetos que ha escrito desde entonces. Se lo mandó a Ella, aunque nunca se hubiera atrevido a dirigirle la palabra cuando la veía, al otro lado de la calle,
amurallada por sus criados. Y Ella, algo que no podía ocurrir, días después, se lo devolvió. Iba otro endecasílabo, debajo, caligrafiado con la letra pulcra y menuda de las damas. Compuso de inmediato un tercer verso, rimado con el que había recibido, y lo envió con el correo de vuelta. Ahora, según lee a la luz menguante de la tarde, la caligrafía menuda y pulcra cierra el cuarteto con la rima que él había soñado para Ella. En sus manos, el manuscrito tiembla levemente. Cierra los ojos y recita para sí el cuarteto que han escrito entre los dos, y