Amanecimos
a las nueve. En la reducida habitación del hotel. Enrecovecada en una esquina
de la octava planta. Mientras C. se aseaba, uno le echa una ojeada en la tablet
a las noticias de Yecla, por ver si hay algo de lo nuestro, lo que aquí nos
trajo. Encuentro unas cuantas fotos. Se las envío a Chlelo Sierra. Responde
pronto agradecida. Paseamos luego por las orillas del Segura. Este sí que
parece un río y no el Vinalopó. Pasamos de nuevo por delante de las puertas del
Museo Gaya y dan ganas de apurar en sus salas lo que nos queda en la ciudad. Y
hasta nos acercamos hasta la plaza de la catedral, animada por el sol y con sus
terrazas concurridas. Luego, en poco más de una hora llegamos al aeropuerto.
Retornamos el coche alquilado. No se ha portado mal. Tampoco la semana con
nosotros. Día
luminoso. Luz mediterránea, o casi, por primera vez desde que llegamos a estas
tierras, y justo cuando ya nos vamos. Hacemos tiempo antes de coger nuestro
vuelo de regreso. A través de las cristaleras del aeropuerto se ve el mar,
quizás a no más de un kilómetro en línea recta. Se asoma como puede entre la
dentadura desigual de las urbanizaciones de apartamentos. Resalta su azul
intenso bajo el cielo desvaído por el frío.
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sábado, enero 28, 2017
viernes, enero 27, 2017
Estampas levantinas (V)
Murcia.
Hemos preferido cenar un tentempié en el hotel. Nos sentimos cansados. Esta
itinerancia nos ha ido mermando fuerzas.
C., además, se ha constipado. Quizás fue el frío que pasamos mientras comíamos
en Guadalest hace un par de días. Hoy hemos madrugado. Después de la
presentación del libro ayer en Yecla y de la cena posterior, cuando nos fuimos
a la cama eran la dos de la mañana. Así que haberse puesto en pie a las ocho no
ha sido poco madrugar en esta habitación definitivamente espaciosa, bien
calentada, con un baño también amplio, pero decorada como la alcoba de una
abuela de pueblo, donde sólo se echa en falta una muñeca que pestañee sobre la
colcha y un tapete de ganchillo bajo el televisor. Largos pasillos de suelo encorchado. Pinturas de una vanguardia que arrastra
una retardo irremediable. Y en la recepción un anciano de cara redonda, pelo
escaso, encanecido, cortado a lo cepillo. Cuello corto. Figura contundente en
volumen, pero atemperada por su propensión a la circularidad: rostro hogazudo,
manos gordezuelas y panza redonda. Con traje gris marengo que le tiraba por las
costuras y con brillo de uso en las coderas. Como comprado unos kilos antes.
Camisa blanca, amarillenta ya de mucha plancha, y corbata negra y estrecha. En
conjunto, casi uniforme de tanatorio. Cachazudo. Al verlo, lo supuse uno de
esos propietarios de negocios que siguen, a pesar de su edad avanzada —por
encima del umbral de la jubilación—, cuidando de lo suyo con recelo de patrón
hecho a sí mismo. Y sin embargo, cuando sin mucho reparo pegó la hebra y contó y dejó rodar —circularidad
oral— sus recuerdos, venimos a saber que no es señor sino vasallo, que su
elegancia es la de un portero anticuado y que como tal permanece por culpa de
sus hijos, cuatro, a los que no pudo encauzar a tiempo y le han robado salud,
alegría y años de retiro. Que hasta tiene uno en busca y captura por tierras
catalanas. O eso entendemos antes de que cortemos bruscamente la conversación
por no amargarnos ni ayudar que este buen hombre se abra las venas de pena
sobre la recepción. Una vez dejada la estancia, y tras desayuno de
aliño, nos fuimos al Instituto Castillo Puche, que era mañana de gachamigas y nos
habían invitado a compartirlas. Las gachamigas, según vimos, se hacen
calentando en fuego de lumbre una sartén con aceite, añadiendo un puñado de sal
para que no salten los ajos que van después y que han de sofreírse. Echando a
continuación un puñado de harina que ha de chupar todo el aceite formando un
pasta seca que debe aligerarse, poco a poco, con agua, revolviendo la mezcla en
el sentido de las agujas del reloj justo hasta que se despegue del fondo,
dorándola por un lado entonces y luego por el otro. En esa especie de torta
resultante se van untando, en la misma sartén, trozos de buen pan y se come
así, caliente y jugosa. Tan sabrosa con esos cuatro ingredientes que parece
imposible esa maestría de lo humilde. Había a lo largo y ancho de los patios del
instituto un montón de hoguerillas y sartenes donde alumnos y profesores se
esmeraban en la preparación de las gachamigas. Y hasta algún abuelo sentado
sobre trébede y con gorrilla de campo en la testa enmendaba con mano experta
los titubeos en la cocción de los adolescentes. Probamos de varias y todas
estaban buenas, aunque excelente era la que compartían en una mesa aparte la
mayoría de los profesores, trufada de ajos tiernos, con una textura temblorosa
de tetilla novicia y un sabor glorioso. Por allí compartimos impresiones con el
hijo de Castillo Puche, al que se le veía acumular catas con gusto y conversar
por cualquier rincón, que es persona afable y tertuliano ameno. Y con algunos
docentes que habíamos conocido el día anterior y que nos pusieron al corriente
de lo que era aquella tradición. Nos despedimos agradeciendo a José Antonio
Ortega, director del centro, sus atenciones y llevándonos encima un olor a humo
de trashumante. Pusimos rumbo a Murcia a través de un paisaje muy árido hasta
Jumilla, donde el viñedo da vida al suelo.
Nada más dejar los bártulos en el
hotel, caminamos hasta el museo de Ramón Gaya, que teníamos casi al lado, en la
animada Plaza de Santa Catalina. Ocupa una casa solariega pintada en colores
amarillo pálido y blanco, con balcones enrejados y unos óculos laterales que
iluminan su escalera interior. Tiene frente a la entrada, por guardia de corps,
unas jacarandas espigadas. Gaya había donado en los ochenta un centenar de sus
obras a la ciudad de Murcia cuando fue homenajeado allí por algunos de sus
amigos al cumplir setenta años. Se le nombró entonces también Hijo Predilecto
por el ayuntamiento. A esa primera donación, siguió otra compuesta por una
serie de cuadros de su época mejicana. El municipio adquirió entonces la
llamada Casa Palarea, que se convirtió en el Museo Ramón Gaya en el año 1990. Nada
más entrar, nos paseamos por la exposición temporal instalada en la planta
baja: Los sernas de Ramón Gaya y los
gayas de Pedro Serna. Óleos y acuarelas entre los que se incluyen el
retrato que Gaya realizó a Pedro Serna, o los numerosos homenajes que le
dedicó, al incluir en sus bodegones pequeñas reproducciones de sus obras. Así
que, casi en un juego de espejos, se puede contemplar el original de Serna y
los homenajes que le rinde el maestro, Gaya, quien también firmó el cartel de
una exposición de Serna en la galería Chys, colgado junto al boceto en tinta
sobre papel de un Serna dibujando. Qué diálogo más emotivo ese en el que, a
través de los cuadros, se escuchaba hablar a los dos amigos pintores en un
mismo tono de voz, pausado, bajo, justo de palabras, pero cálido y afirmado en
certezas compartidas. Y allí y así andábamos, viajando de la huerta murciana a
Roma y Venecia, guiados por los apuntes de los pinceles de Serna y Gaya, cuando
para nuestra sorpresa se nos acercó un hombre enjuto, de frente más que
despejada, ligeramente vencido de hombros, con una mirada que casi pedía
permiso para alcanzarnos, una voz suave, una sonrisa contenida, bondadosa, y un
deambular dubitativo. Pedro Serna. No recuerdo exactamente qué fue lo que nos
dijo. Sólo sé que durante unos minutos me sentí dichoso de que alguien que nos
estaba dando tanto placer a través de su pintura tuviese la enorme humildad de
acercársenos y compartir su gratitud por la atención que poníamos en sus
lienzos. Hablamos de Gaya, de Trapiello, de los lugares evocados por sus
acuarelas. Y parecía a gusto en la conversación y sin prisa por dejarnos aun
estando, como estaba, requerido por, creo, unos periodistas que iban,
suponemos, a entrevistarlo y a los que terminó acompañando ante nuestra
insistencia de no demorarle en la cita pendiente. Fue un encuentro breve y
hermoso. Fue una lección de generosidad y de sencillez. No le extraña a uno que
Gaya, que se había prometido no hablar de pintores vivos, rompiera su promesa
para hablar de Serna, para decir que “lo
primero que diría de estos trozos de pintura es que están vivos, sencillamente
vivos (en una obra de creación verdadera, el hecho de estar viva no viene a
ser, exactamente, un valor, uno de los muchos valores que la componen, que la
forman, sino una categoría, su categoría máxima, suprema, y, claro, su
condición indispensable, porque sin el misterioso y diminuto soplo de lo vital
no hay obra alguna de creación, sino mero artefacto); estas pequeñas pinturas
han sido dichas como en voz baja y, al mismo tiempo, con fuerza, con un vigor,
diríase, tiernísimo, primaveral; la dicción es de trazo muy fuerte, muy
enérgico, aunque amansado, quizá, por una decidida hermosura, ya que la
pincelada de esa dicción, de ese trazo, aparte de expresiva, es de una gran
belleza, ¡como en los buenos tiempos!; no de una belleza estética, esteticista,
sino natural. En la naturaleza, en el paisaje real de la naturaleza parece como
si, de pronto, se formaran unos pequeños nudos, es decir, unos pequeños
enigmas; a veces es tan solo un acento especialísimo de la luz, o una...
musicalidad de la distancia , o del aire. Pedro Serna es muy sensible a todos
esos misterios a pleno sol; en su pintura parece haber querido, con inspirada
modestia, ir desatando los nudos que encontrara en la realidad del paisaje”.
Insistía mi mujer para que me acercase hasta el hotel, donde habíamos dejado
algunos ejemplares de mi novela presentada el día anterior en Yecla, y le
acercase uno a Pedro Serna. Es un texto que tiene por protagonista a un pintor,
así que quién mejor que un pintor para leerlo. No me atreví. Por lo que seguimos viendo el museo, su
colección permanente, dividida por épocas en salas, pasillos y escaleras. Lo
que más aprecio de la pintura de Gaya es siempre lo más ligero, sin que ello
signifique que esté esto falto de peso —que lo tiene, el de la experiencia con
la que llega a esa ligereza—, sino desprovisto de nada que ya no sea esencial
(“…la vida no puede ser espiada,
indagada, investigada, juzgada, ni siquiera entendida, sino... comprendida,
aprehendida. Comprender es acoger, acoger algo en su totalidad esencial, o
mejor, en una esencialidad que resultaría ser su totalidad”). La obra de
madurez, casi de vejez, es una maravilla de simplicidad y perfección. Los
bodegones, los paisajes, los autorretratos, alguno de los muchos homenajes con
que honró la huella que en él dejaron Velázquez, Cézanne, Degas, Murillo...
Pasa en un suspiro la visita por mucho que uno se quede junto a algunos
cuadros. La alegría siempre nos parece escasa. Ya era hora de cierre y salimos
a la busca de un restaurante del que habíamos leído buenas opiniones, El girasol, vegetariano. Dimos con él,
pero ya tenían reservado todo su aforo. Así que encontramos cerca un local
pequeñito, también de inspiración vegetariana, El Mallorquín, y allí probamos.
No estuvo mal el menú: ensalada y tabulé, conos de verdura, fajitas de pavo y
yogur artesano. Sabroso, a buen precio y con unas cañitas bien tiradas. Al
salir llovía y estaba frío. Nos quedamos en el hotel un buen rato. Quisimos a
la tarde ver el museo Salzillo, pero cierra tan pronto que nos fue imposible
(no parece que las cinco de la tarde sea una hora prudente para echar la
persiana). Paseamos entonces por la ciudad hasta la Plaza del Cardenal Belluga,
en el centro histórico.
Allí se dan la mano poder civil y eclesiástico; palacio
episcopal, ayuntamiento y catedral. Una vendedora de lotería era por esos pagos
la viva imagen de la corte de los milagros, una corte resumida, singular e
irrecuperable —no había milagro para ella—: cantaba su mercancía vestida con
unas ropas de mujer que, si bien le asentaban en el tronco, resultaban muy
desproporcionadas para un cuerpo que de cintura para abajo estaba como
menguado, jibarizado por un severo daño óseo. La desventura siempre ha
limosneado en este país a la puerta de la iglesia, o de sus palacios, como este
de Belluga, caviar napolitano de paredes tintas y faroles cálidos que comparte
escenario con un actor joven, que luce envarado y tiene aristas de galán en su
rostro: el edificio levantado por Moneo para acoger algunas dependencias
municipales y que se hace sitio, un poco a codazos, en esta hermosa plaza. A
las gachamigas tempraneras no llegó a tiempo María Victoria, que me llama a la
noche por teléfono por disculparse, aunque no haya motivo alguno para ello. Me
había regalado un catálogo de la obra de su padre, Fernando Carpena, a propósito del que escribí un correo por el
que parece complacida. Decía yo en ese mensaje que gracias al catálogo, de una
muestra a la que se le dio por título Ritos
y costumbres, había podido conocer la pintura del artista yeclano:
“Había quedado uno con la curiosidad por
conocer su obra y he podido cumplir así ese deseo. Y desde luego ha sido muy
grata la impresión que me han producido los lienzos y plumillas que en esta
compilación se incluyen. Leí primeramente la rigurosa introducción de Concha Palao,
que contextualiza bien la vida y la producción del pintor. El mérito de su
constancia en circunstancias tan adversas y aun cuando la vida lo obligó a
labores nutricias que poco tenían que ver con su arte. El arraigo en su tierra.
La visión que de sus gentes, paisajes y sobre todo de sus costumbres plasmó en
cuanto pintó. Y, desgraciadamente, su tan temprana muerte. Sobre esas
costumbres se explaya Liborio Ruíz, a mi juicio demostrando más erudición que
comprensión de la obra del artista, una obra de la que, sin embargo, sí hace
una interpretación muy interesante Vicente Chumilla (al que, sin conocer, le
presumo persona de carácter). A la luz
(o al claroscuro, quizás podría decirse) de lo que se muestra en el catálogo,
el legado de Fernando Carpena merecería, si no lo tiene, un reconocimiento
acorde a su calidad, que uno cree no deba juzgarse con baremos localistas o
regionales, sino en comparación con la pintura que se hacía en el país en esos
años. Hay originalidad y magisterio, un pulso expresionista que quizás beba
fuentes solanescas o goyescas (pinturas negras), una turbadora visión de los
ritos festivos, de la práctica religiosa o de la vejez. Una luz de un levante
interior (nada sorallesco), sino mucho más castellano. Un levante azoriniano.
Personalmente, me ha subyugado La bajada del Cristo, esa inclemencia climática,
ese árbol desnudo que todo lo preside, esos rostros ocultos (salvo el del
propio autor, atento en su frío moral a lo que le rodea), esos colores
apagados, ese cielo opaco y ese sarcófago que brilla entre tanto abatimiento,
pero que, sin embargo, parece casi vacío. Gracias por este regalo inesperado
que guardaré con mucho cariño. Tienes que estar orgullosa de la obra de tu
padre y lamentar que se fuera tan pronto.” Que de mi novela hubiese
apreciado María Victoria seguramente más de lo que en realidad tiene, se debía,
según pude saber en esa conversación telefónica de última hora, a ciertos
paralelismos entre la vida del protagonista y la de Fernando Carpena, que murió
demasiado joven y a quien, como al Héctor Bueres de Vísperas de nada, lo
consumió quizás la falta de reconocimiento a su obra, un vacío que a veces se conjura entre copas y que siempre vuelve infinitas las
noches.
jueves, enero 26, 2017
Estampas levantinas (IV)
Paramos enseguida en Novelda. Muy cerca de su iglesia de San Pedro. Que es
bonita por fuera, con sus cúpulas vidriadas y sus muros en tono cálido, tan propios
para el lucimiento del sol mediterráneo. Tiene palmeras que la custodian y una
plaza encantadora a sus pies. Por dentro está muy decorada y recargada de
imágenes y suntuosidades barrocas. La capilla de la Aurora lucía iluminada y en
ella rezaban con devoción varias ancianas y una monja. Novelda se declara
modernista. Tiene esa inspiración por sello propio. Esta tierra fue y es pródiga en mármol,
azafrán y vides. Hubo aquí a principios del XX una burguesía terrateniente
adinerada e influyente, que obtuvo pingües beneficios de la explotación
agrícola, el comercio y las actividades financieras. Y ya se sabe que cuando el
diablo no tiene que hacer… Las moscas fueron en este caso labrarse distinción a
través de esa estética mundana, de ese lujo más que arquitectónico, mobiliario
que es el modernismo. Y de ello se da muestra en un museo que merece visitarse
y que permite recorrer las estancias de la casa que se hizo construir doña
Antonia Navarro Mira. Una patricia que se casó y enviudó joven. Que pertenecía
a una familia liberal moderada. Que viajó a París y Viena. Y que en 1899,
siendo su padre alcalde, encargó el proyecto de su hogar al arquitecto murciano
Pedro Cerdán, que había estudiado en Barcelona y construido edificios
modernistas en Murcia. Si bien se la tiene por una empresaria que gestionó con
tino la fortuna heredada, no se sabe a ciencia cierta el verdadero origen de
esa cuantiosa hacienda. Un descendiente de la saga familiar apuntó hace unos
años, en una entrevista concedida a un periódico, cómo podía haber
crecido de pronto aquel patrimonio: “Luis
y Francisco Navarro eran el padre y tío de Antonia Navarro. Ambos, antes de la
construcción de la Casa Modernista, ya tenían dinero y cada uno vivía en su
casa y demás con su familia, aunque en los asuntos de negocios eran como uña y
carne. También a los dos les gustaba el juego, y mucho. El caso es que hubo un
momento en que se organizó una súper timba en Crevillent, y hasta allí se
desplazaron en una calesa muy majestuosa, desde Novelda. Las timbas por
entonces estaban prohibidas, pero aquélla debió ser increíble, duró día y pico,
y Luis y Francisco tuvieron que ir turnándose para jugarla y no desatender los
negocios. El caso es que tuvieron mucha suerte, y ganaron. Las ganancias fueron
enormes, por el dinero y las propiedades que se llevaron. Y fue tanto el dinero
y propiedades que ganaron, que Luis y Francisco le pagaron 5.000 pesetas de la
época a la Guardia Civil para que les custodiaran hasta su llegada a Novelda.
Con las ganancias, Luis, el padre de
Antonia, dijo de invertir en acciones en un banco, creo que en el Banco de
España. Su hermano Francisco no estaba muy convencido, y aunque entró con
algunas acciones, no fue tanto como lo hizo Luis, al que le advertían
constantemente, porque lo podía perder todo. Sea como fuere, las acciones del
banco se multiplicaron. Se hicieron millonarios.” Cuando el padre murió, doña Antonia se hizo
cargo de toda la fortuna heredada. Se casó con Luis Navarro Abad, y quedó viuda
ocho años después. Tuvo tres hijos: Carmen, Antonio (que murió de tuberculosis)
y Luisa. Daba limosnas, atendía las demandas laborales y gustaba de la vida
tranquila, con largas estancias en sus propiedades de La Romana, antigua aldea
noveldense cuyo progreso fue empeño suyo. Allí organizaba chocolatadas en las
que invitaba a amigos y familiares para que sus tres nietas, que padecían una grave
deficiencia mental, pudieran relacionarse socialmente. Así que recopilada la
historia, uno cree que tiene una novela dentro. Una folletín de muchas páginas.
Una saga con juego, amores, lujo, viajes y desgracias. Un friso histórico, que
diría un crítico ortodoxo. En lo más alto del museo, vimos también una
exposición sobre el legado de Jorge Juan, marino y científico nacido en estos
pagos y del que uno, ha de confesarlo, nada sabía. Quizás por eso —no poco uno
no supiera de él, sino porque tal desconocimiento debe de ser general—, se le
conoce como el hijo pródigo de nuestra Ilustración. Sus trabajos lo
convirtieron en miembro de la Royal Society de Londres y de la Real Academia de
Ciencias Francesas, ejerció de espía en Londres y rediseñó el sistema de
construcción de los barcos españoles. Participó en la expedición científica que
en el XVIII determinó la forma del mundo. En 1734, es designado por la Corona
junto con Antonio de Ulloa, como miembro de la expedición organizada por la
Real Academia de Ciencias de París para medir un grado del arco del meridiano
terrestre a la altura del Ecuador. La misión, dirigida por el astrónomo Louis
Godin y el geógrafo Charles Marie de La Condamine, pretendía poner fin a una
vieja discusión sobre la forma de la Tierra. De un lado, los que apoyaban a
Cassini y Descartes, que defendían que el planeta tenía forma de melón, y de otro,
los que seguía a Newton, que aseguraban que estaba achatada por los polos. Para
comprobar quién tenía razón, la academia francesa envió una expedición a
Laponia, para medir un grado del meridiano en los polos, y otra al Ecuador, en
las posesiones españolas en las Américas. La expedición a Quito se prolongó más
de 8 años (de 1736 a 1744), en los que Jorge Juan y sus compañeros se vieron en
todo tipo de contratiempos. Los expedicionarios midieron el inhóspito terreno
en mitad de una guerra y entre acusaciones de la Inquisición para alcanzar un
resultado que llegó tarde, pues la expedición a Laponia alcanzó antes las
esperadas conclusiones, favorables a la tesis de Newton. Ya como capitán de navío, en 1748
recibió el encargo del marqués de la Ensenada de viajar a Inglaterra para
conocer las nuevas técnicas navales inglesas con vistas a renovar la flota
española. Un año después, y con el nombre falso de Mr. Josues, Jorge Juan se
embarcó con destino a Londres con una misión de espionaje industrial. Durante
18 meses recogió una relevante información que ayudó a renovar la construcción
naval española. Quizás a mi hijo, marino en ciernes, le hubiese interesado este
pequeño homenaje que se le hace en el ático de un edificio modernista a alguien
que vivió tan intensa y productivamente, y que tuvo siempre al mar por
horizonte. Subimos luego hasta el Castillo de La Mola, situado en un pequeño
cerro a tres kilómetros de la villa, que fue fortaleza musulmana y ahora es
ruina que acompaña, muda de escándalo, al Santuario de Santa María Magdalena,
un templo que es remedo torpe del modernismo catalán, en el que se combinan guijarros
del Vinalopó, azulejos policromados, ladrillos rojizos y mamposterías varias.
Auténtica joya kitsch engastada sobre un árido paisaje, tal y como si se prendiera del pecho de una
silenciosa y discreta dama un broche centelleante de bisutería barata. Esa fue
la impresión.
De allí nos dirigimos a Sax. Un pueblo con mucha historia,
levantado en torno a un cerro fortificado, donde se estableció, como
repoblamiento, tropa musulmana licenciada por su califa allá en el XII. Hacía
frío y el cielo estaba plomizo. Las calles lucían engalanadas porque estaba a
punto la celebración de moros y cristianos. Todo lo preside el perfil cimero de
su castillo roquero, ceñido a la cresta de la montaña y recortado con una
altivez muy elegante contra el cielo (en nuestra visita, bajo un cielo amenazante,
se resaltaba su inmortal perfil bélico; en un día de bonanza, seguro que le
hubiésemos apreciado más aire de mirador que de baluarte). Comimos en un
restaurante que por su nombre, Fuente del Cura, presagiaba buen yantar, que los
párrocos de pueblo se arriman siempre a los mejores pucheros. Y no estuvo mal
el menú ni su postre, un pan de calatrava delicioso. Por pega, la cháchara
comercial que sufrimos desde una mesa próxima: un viejo y taimado industrial de
telas negociaba con unos cachorros empresariales engreídos el precio, entrega y
condiciones de un pedido para la fabricación de estores. Qué cansino resultaba
aquel tira y afloja, aquel lucimiento de espolones por unos gallos que en el
reto veía uno que iban dejando a medio probar el bocado de sus platos. Hay
apetitos más voraces que el hambre.
Las pequeñas alegrías de los escritores sin editor.
Las pequeñas alegrías de los escritores sin editor.
De vez en
cuando, la sorpresa de un premio literario
la posibilidad de viajar a recogerlo. Esta vez Yecla, de la que uno, a
fuer de ser sincero, poco sabía, pero sobre la que uno, por elemental cortesía,
indaga. Por saber, entre otras cosas, qué se dijo de ella en literatura. Y
vengo a conocer entonces que no sólo Castillo Puche (autor local que da nombre
al galardón) tomó como escenario esta villa, sino que lo fue también de las
memorias de Azorín, como recuerdo feliz de la infancia, y de algunos pasajes de
Baroja, que la describe como villa pobre y rodeada de naturaleza ruinosa y
estéril. No ha de extrañar por ello que a los dos institutos de la localidad se
les hayan puesto los nombres del monovarense y del autor local —que fue finalmente
profeta en su tierra, aun no siéndole fácil alcanzar tal reconocimiento—; y que
sin embargo no haya memoria, buena al menos, del escritor navarro. Llegamos a
Yecla a eso de las cuatro. Con la ciudad encogida de frío y las calles
entristecidas. Encontramos bien el hotel Avenida. Un alojamiento antiguo, de
pasillos largos, habitaciones espaciosas con muebles y mantas de abuela. La
ventana daba a un patio de vecindad sobre el que se alza la cúpula semiesférica
de la Iglesia de la Purísima, decorada en una espiral airosa con teja vidriada
azul y blanca.
Nos echamos pronto a la calle por hacernos idea del pueblo, y
con la que nos quedamos no fue otra que de abatimiento por la soledad que se respiraba,
que debían de andar las gentes en el trabajo y en sus casas, y los muchachos en
la escuela o en sus quehaceres. Desde el teatro Concha Segura, un edificio
bonito con una fachada como de casino, subimos hasta la plaza mayor, que nos
pareció muy bella y que estaba también muy sola. No tiene gran tamaño, hay unos
pocos soportales de arcada renacentista. Desde allí cobijados, vimos enfrente
el edificio consistorial, también renacentista, con pórtico y balconada sobre
la que luce el escudo de la ciudad, que como casi todas es “noble y leal y
fiel”. Hay también una torre con reloj, que saca su frente por encima del resto
de edificaciones, y un auditorio, que fuera antaño casa de contratación del
trigo. Nos tomamos un té bien caliente en un café concurrido y poco iluminado.
Al lado, cuatro parroquianos se echaban un dominó. A las ocho nos vino a buscar
al hotel José Antonio Ortega, director del instituto Castillo Puche. A esa
misma hora, bajó al vestíbulo también Chelo Sierra, la autora premiada este año.
Aunque habíamos intercambiado un par de correos electrónicos, no nos conocíamos
personalmente. Estaba acompañada de una hermana y del marido de ésta. Los tres
personas discretas y encantadoras. El salón de actos del instituto estaba
lleno. Antes de que diese comienzo el acto, nos entrevistaron en un aparte para
una televisión local. En esos tragos siempre se acuerda uno de José Emilio
Pacheco, que dijo una vez aquello de que: “Después
de cada entrevista, me quedo pensando: ¿por qué no le dije esto...? Debería
haberle dicho aquello otro... Estoy acostumbrado a escribir, a ver lo que
pienso. Y si no veo lo que estoy diciendo, ¿cómo puedo pensar?”. A lo que
uno añadiría este trabalenguas: que cuando la cita es televisiva, mejor después
no ver lo que uno dijo de lo que no podía pensar por no estar viéndolo. Se hizo
lectura del fallo del jurado, se entregó el galardón y la premiada dirigió unas
palabras muy bien traídas a los presentes. Después, María Victoria Carpena,
profesora de dibujo del centro, pintora ella, presentó mi novela glosándola con
un elaborado, preciso y generoso discurso. Recogí el busto de Castillo Puche
que no aún no tenía por no haber acudido un año antes a la entrega del premio,
una talla dorada que es fiel a la imagen del escritor yeclano en su vejez,
barbado y con melena, y que, como todo oropel, pesa demasiado. Hube luego de
dirigir unas palabras a los asistentes. No llevaba nada escrito, pero sí al
menos someramente pensado. Y ya que de la novela se había hablado tan bien por
María Victoria y quedaba expuesto su argumento e intenciones, me pareció
oportuno incidir en la conveniencia de que los centros públicos de enseñanza
mantengan costumbres tan sanas como la de los premios literarios. Dije algo así
como que uno viene de la poesía y que como
poeta tiene entre sus referencias de cabecera a Joan Margarit. Que el catalán
dijo una vez, y cité grosso modo, que “el ser humano vive en un universo cruel y
brutal. Gracias a la Ciencia y la Técnica se defiende de la agresión de ese
universo apretando un botón… Pero la intemperie moral nos alcanza a todos:
pérdidas, errores, catástrofes personales. La muerte de un ser querido,
sentirse abandonado por tu cónyuge… Entonces, ¿qué botón apretamos? Sólo nos
quedan las letras, pero leer a Montaigne cuando nos ocurre una desgracia es
demasiado tarde, hay que tenerlo leído antes. De ahí la importancia de las
Humanidades en la educación.” Y de ahí que el apoyo a la creación sea tan
meritorio en esos ámbitos educativos, porque no otra cosa han de ser las humanidades
en la escuela que un escudo protector contra las inclemencias de la vida. Y en
eso tan trascendente andaba cuando se puso a sonar, como si no hubiese mañana,
un móvil en la primera fila, la de autoridades. Se me fue el santo al cielo y
terminé como pude trayendo a colación otra cita, esta de Magris, que decía
aquello de que “la literatura no salva la
vida, pero ayuda a darle sentido”.
Pues eso. Mientras, el propietario del
móvil silenció finalmente y no sin esfuerzo y tiempo aquella inoportuna
estridencia. Hubo luego algunas intervenciones más, que no se alargaron y
resultaron muy digeribles. Rematándose todo con unas piezas musicales al piano interpretadas
por un par de alumnos del centro. Había un ágape para todos en un salón anejo,
pero a uno le tocó firmar libros, con dedicatorias que querían ser originales y
daban por ello un trabajo al que no se está acostumbrado ni para el que, debe
admitirse, se está especialmente dotado. Fue tan larga la cola a atender que al
final sufría uno los estragos de una incipiente epicondilitis, que era en la
ocasión más codo de best-seller que de tenista. Del pincheo ya no quedaban ni
las sobras, y de haberlas habido tampoco las podría haber probado, que allí
mismo hube de firmar más librillos. Fuimos, no obstante, enseguida a cenar, en
el Aurora, un comedor vetusto donde compartimos mesa los premiados con alguna
autoridad municipal, el hijo de Castillo Puche, la dirección del instituto y
con mi querida María Victoria Carpena, que había salido con nota del, para
ella, desacostumbrado paso de presentar una novela sólo unos momentos antes. La
velada fue muy agradable y se mantuvo la llama de la conversación hasta casi
las dos de la mañana, sin que en ningún momento fuese ese fuego pavesa. A la
habitación llegó uno rendido, y un poco tal y como decía Víctor Botas en su
poema Cástor y Pólux: “tan
jodido / y feliz / como furcia de hotel en noche de congreso”.
miércoles, enero 25, 2017
Estampas levantinas (III)
Memorable
amanecer. Casi escénico. Me despertó C. al ver cómo se estaban poniendo de
bonitos los cielos mientras uno seguía pegado a las sábanas. Me eché un poco de
agua a la cara por lavarme el sueño restante y bajé enseguida a la playa, cámara
en ristre. Y lo que empezó siendo matiz, terminó en brochazo, pues del jirón
rojo anaranjado, trazado como con descuido fingido, se fue pasando, poco a
poco, a la saturación casi cegadora, al magma bermellón. Uno ponía en el
encuadre un tercio de mar, que estaba de un azul petroleado y tenía el vello
ligeramente erizado de frío, y dos tercios de un cielo que no lo parecía, que
era mera combustión y atraía la mirada con el poder hipnótico de las llamas.
Trataba de acercar el objetivo al fuego como se acercan las manos en el
invierno a la hoguera, pendiente sobre todo del primer plano de su misterio,
más que de componer una panorámica del conjunto. Intentando así un Rothko y no
un póster crepuscular de mueblería de barrio.
Aunque, en algunos instantes, ha
de confesarse, me ganaba la mala conciencia figurativa y dejaba que en las
imágenes se colara la sombra en contraluz del vuelo de una gaviota o la
singladura lejana de un barco de pesca. Finalmente, o como principio de todo
—no sabe uno muy bien cómo expresar esta aparición protagonista—, el sol. De
mano, como media moneda fundida en cobre que iba a apareciendo en el horizonte
igual que entre los dedos de un prestidigitador, y que dejaba, sobre el lomo
del mar, esquirlas de un fuego que permanecía sorprendentemente a flote, muy al
modo de esos farolillos japoneses que recuerdan a los difuntos. Sólo unos
minutos después, ese sol demediado ya era un perfecto círculo cegador que
trepaba cielo arriba hasta donde suele gobernar con brillantez no impostada nuestros
días. Y todo lo vio este cronista con el pijama todavía debajo de los
pantalones.
Desayunamos en la terraza y enseguida emprendemos rumbo a Elche. Al
pasar de nuevo en paralelo a Benidorm, había, entre la carretera por la que
circulábamos y el maremágnum urbanístico del lugar, un humo como de fuego
controlado, quizás una quema de rastrojos, que diluía el skyline en una especie
de delirio futurista llovido de ceniza. Y se imaginó uno de pronto que a los
miles de habitantes de ese babel playero se les pondría bajo ese aguacero gris
un rostro oriental y tiznado, como clones del barrio chino de Blade Runner. Y
es que un poco de humo, aunque no sea humo de cáñamo, puede despertar la
fantasía si hay predisposición para ello. En el siglo XIX recorrieron España algunos
personajes singulares —escritores, pintores o adinerados ilustrados cansados de
su vida anodina—. Venían de Francia, Inglaterra, Alemania o incluso Estados
Unidos. Recalaban aquí atraídos por las descripciones que se hacían del país
como un enclave exótico, con paisajes y habitantes más propios de Oriente, que
vivía anclado en un modo de vida casi medieval. Así fue como se forjó el mito
de la España romántica, un lugar en el que era posible toparse todavía con una
variada galería de tipos insólitos en otros pagos, como bandoleros, toreros o
gitanas. Se fueron así escribiendo muy interesantes diarios, epistolarios,
guías y memorias por aquellos viajeros que recorrieron España durante la primera
mitad del siglo XIX. Dos de esos viajeros, que además pasaron por Elche, fueron
Wilhem von Humboldt (1767-1835) y Hans Christian Andersen (1805-1875). El
primero viajó por nuestro país entre 1799 y 1800, y describió así la zona: “Ya desde Orihuela a Elche el paisaje posee
todo el encanto que normalmente ha hecho célebre el reino de Valencia. Bien
regado, con terrenos magníficamente cultivados, con naranjos cercados o
viveros, palmeras que crecen en grupos. Maravillosos son, sobre todo y por
regla general, las entradas y salidas de los pueblos y ciudades, de las que
aquí hay muchas, todas ellas pegadas unas a otras. Pero todo esto palidece ante
Elche. El lugar es en sí mismo pequeño y sin mayor encanto, pero, de toda
España, sólo aquí existe un auténtico bosque de palmeras datileras. Se entra en
la ciudad por un puente que a ambos lados tiene huertas bellísimas. Entramos en
una en la que vimos una cerca de las más bellas palmeras y en el medio,
naranjos, limoneros y algodón. Uno no se puede imaginar una cosa más bella.
Pero todavía más maravillosa es la salida. Alrededor de los más bellos y
sonrientes huertos, se yerguen las palmeras, que no se han plantado en hileras,
sino que crecen completamente formando un auténtico bosque, de una altura en
parte diferente, pero en todo caso bastante considerable. De su copa penden en
enormes racimos los dátiles medio maduros, la más abundante vista que un fruto
puede dar. Algunas palmas se habían trenzado en sus puntas y liadas con lazos
con el objeto de utilizarlas en la iglesia el Domingo de Ramos como palmas
secas (marchitas). La presencia de palmeras sólo se extiende a lo largo de unas
cuantas leguas y apenas cubren los alrededores de Elche. Aquí uno cree estar en
Siria o en Palestina. Nadie me supo explicar la proveniencia de las palmeras.
En los campos y prados hay por doquier pozos en los que ocasionalmente existen
unos artilugios movidos por mulos”. Por su parte, Hans Christian Andersen realizó su viaje por
España en 1862. De él son estas impresiones: “Nos acercábamos a Elche, ya se distinguía su valle rebosante de frutos y
su inmenso palmeral, el mayor y más hermoso de Europa, el más paradisíaco de
toda España. Las gigantescas palmeras extendían sus escamosas y prolongadas
ramas, sorprendentes por lo gruesas y, sin embargo, esbeltas por su altura. Todo
el monte bajo estaba cubierto de granados con sus frutos del color del fuego.
Aquí y allá había un limonero. Estábamos
en el país de la abundancia: no hay más que un Elche en España”.
Con el
tiempo lo que era oasis es reclamo turístico, pero a la vez un meritorio
cuidado de historia y de naturaleza. Porque esos palmerales que despertaron la
admiración de los viajeros románticos siguen en pie y ofreciendo paisaje,
economía y enseñanza sobre cómo la mano del hombre puede convertir un erial en
un huerto fértil. Bajan, eso sí, las aguas del río Vinalopó que atraviesa Elche
tan exhaustas que más que río parece regato, y llama por tanto la atención de
quien se acerca a los puentes que lo salvan, a las orillas que lo escoltan por
la ciudad, esa profunda trinchera, alta y ancha, que sólo se explica si en
algún momento de la historia hubo un cauce suficientemente caudaloso para tal
marco; porque ahora, el paspartú de tan desproporcionado es casi grotesco. Así
que los munícipes han recurrido a la imaginación —a la de otros, que es a lo que
acostumbran convocando concursos de ideas—, y el enorme foso que un día embridó
las aguas del Vinalopó se ha decorado con dos kilómetros de grafitis en lo más
hondo, mientras en los márgenes se han plantado jardines y trazado sendas para
el esparcimiento de los paseantes. En los grafitis hay de todo, pero todo ya
desvaído, como si de vez en cuando el chorrito prostático del Vinalopó
aprovechase la noche para orinarse gamberramente fuera y desleír lo pintado.
Una de las grandes manchas verdes ilicitanas de palmeras es el Parque
Municipal, que no sería muy distinto a cualquier otro parque urbano si no fuera
porque aquí no hay casi árboles, son todo palmeras, de las que uno aprende
pronto que son plantas y no tienen madera, ni anillos en el tronco, porque en
realidad son, por así decirlo de una manera simple, una clase de hierba gigante
que puede llegar a alcanzar hasta los cuarenta metros. Y en su tronco, que no
es tronco, sino estipe, se pueden observar los agujeritos de los haces
conductores de la savia, pues las palmeras no crecen en grosor crecen en
altura. En El año de la muerte de Ricardo Reis escribía Saramago que una
palmera no es un árbol, y que no debería quedar sin esclarecer este punto
fundamental de la existencia: si por parecer árbol es árbol la palmera, si por
parecer vida es vida esta sombra arborescente que proyectamos en el suelo. Y
recordado lo cual, nos subimos por la empinada escalera que lleva a lo más alto
del campanario de la Basílica de Santa María, que antes fue mezquita sobre la
que se superpusieron un primer templo gótico y el actual templo barroco. En su
interior se celebra todos los agostos el famoso Misteri d'Elx, una obra coral cantada
en valenciano antiguo que recrea la dormición, asunción y coronación de la
Virgen. A veces ha visto uno imágenes de este evento en los informativos y da
repelús ver cómo descienden desde la cúpula de esta iglesia, tan alta como es,
y ya podemos dar fe de ello, algunos niños a los que se caracteriza como
ángeles muy barrocos, que anuncian la muerte a la Virgen y luego vuelven para
traer su alma, y en ese trasiego corren, a uno le parece, gran peligro sus
propias vidas y no poco el corazón de los padres que deben de asistir en vilo a
las maniobras de los tramoyistas. Para subir a lo más alto del campanario hay
que salvar ciento setenta escalones, por un caracol estrecho y oscuro que se
alivia en tres estancias. Una sirve de mirador sobre el interior del templo. En
otra están las campanas. La última se abre al mirador cimero. Y todas las paradas, según atestiguan las guías,
fueron estancias en las que se repartía la vida del campanero y su familia
hasta los años treinta del siglo pasado. Qué frío, qué umbría y qué ruido debía
soportar aquella gente, colgados del alero como palomos cojos sobre el guano de
los días. En la cima se ve bien toda la ciudad y la extensión tan grande que
ocupan los palmerales. Lucía un día espléndido, frío no obstante. El aire
estaba limpio y permitía alcanzar la costa por Santa Pola. De cerca, casi a
mano, la cúpula de teja vidriada, de un azul cobalto esplendente. Nos acercamos
a comer al hotel, muy céntrico y por tanto muy próximo a todo el cogollo más
recomendable de la visita a la ciudad. En un comedor algo impersonal pero bien
atendido, como buena temperatura y sin ruidos molestos, nos sirvieron una
ensalada de rape, un arroz con secreto y brownies. Más que aceptable el
conjunto. Descansamos un rato y nos lanzamos pronto a la segunda etapa
ilicitana, que nos llevó a El Huerto del Cura, un palmeral privado, con jardín
botánico, bien cuidado, pero que cumple sólo a medias las expectativas que
genera su buena prensa. Se recorre en un pispás y debe su fama, principalmente,
a un fenómeno no muy corriente que empezó a formarse a finales del XIX, cuando
brotaron del tronco de una palmera macho unos cuanto hijuelos casi a los dos
metros de su altura. Unos años después aquella inicial descendencia quedó
reducida a siete brazos, los que hoy sigue luciendo esta rareza botánica.
Cuando en 1894 visitó Elche Elizabeth de Wittelsbach, esposa del emperador
Francisco José de Austria, la conocida Sissi a la que todos le ponemos cara de
Romy Shneider, quedó gratamente sorprendida por la visión de ese pulpo palmeril,
comentándole al propietario del huerto (el capellán Castaño) que lo visto tenía
una fuerza digna de un imperio. Así que, ni cortos ni perezosos, llamaron a
aquello Palmera Imperial y uno supone también que al tiempo vieron en ello un
filón económico que aún hoy debe seguir dando buenos dividendos a tenor del
precio que cobran por la entrada. Más instructivo y también más bonito en su
humildad, algo descuidada pero auténtica, es el Museo del Palmeral, enclavado
en una casa tradicional del siglo XIX, con dos cuerpos unidos por un puente
pasadizo de madera cubierto, en el céntrico huerto de San Plácido. Allí puede
conocerse la historia del cultivo y usos de la palmera con el apoyo de vídeos,
paneles expositivos y pantallas táctiles. Y puede luego recorrerse el huerto,
que está parcelado por las acequias, y tiene, en cada cuadrante y bajo las
palmeras protectoras, tipos de cultivos diferentes: olivos, naranjos, limoneros
o granados. Hay también un taller anexo
al museo en el que se enseña a trenzar la palma blanca. Vimos a través de las
ventanas como adentro se afanaban los aprendices. Luego entramos, que nos
animaron a ello a vernos espiándolos, y allí se dividían en dos grupos más de
una docena de personas con la cerviz doblada y las manos atentas a las
filigranas en las que se afanaban. Palmas de Ramos. Estrenábamos ropa. Luego
los padrinos traerían el bollo. Debieron de ser pocos años, pero recuerdo que
ponía la fecha casi tanta ilusión en los niños y niñas como el día de Reyes. Al
anochecer volvió a arreciar el frío, que se hacía más húmedo a orillas del
Vinalopó (o de ese fleco del Vinalopó que logra escapar de las acometidas del
regadío que en el curso alto vuelven en nada su caudal). Cenamos de tapas y
cervezas, y ya cuando volvíamos hacia el hotel sonó el teléfono. Era María
Victoria Carpena, la profesora de dibujo de Yecla que al día siguiente sería la
encargada de presentar mi novela en el pueblo de Castillo-Puche. Amabilísima y
cordial persona. Con gracia, además. Estábamos deseando conocerla.
martes, enero 24, 2017
Estampas levantinas (II)
Toda
la noche se dejó oír el duermevela del océano. Como si tuviera entre las manos
de su insomnio un rosario de piedras que apretase, unas contra otras, en cada
golpe de ola. Será la mala conciencia de haber dejado tras de sí en los días
previos un litoral arrasado. A la mañana me levanté pronto, por ver salir el
sol desde el balcón y, de paso, tomar alguna fotografía si la luz era propicia.
Pero el amanecer fue casi burocrático, un trámite gris, de cielos opacos, sin
casi pliegues de luz. El día se fue haciendo como a través de un cedazo tupido.
Desayunamos en la terraza del hotel, bajo la protección de un calefactor.
Abundante y surtida puesta en escena de café, tostadas, zumo, yogures, cereales
y fruta natural. La recepcionista, una muchacha jovialísima, nos aconseja
recorrer el casco antiguo de la vieja Altea, sin prisa y a nuestro aire. Eso
del aire viene bien por consejo, que uno se queda pronto sin él a medida que se
empinan las callejuelas blancas camino de la iglesia de Nuestra Señora del
Consuelo, por lo que el paseo se va haciendo según el aire que cada uno atesore
en sus pulmones. Ya por la noche habíamos hecho una primera incursión por estas
rúas. Ahora las caminamos con más calma, deteniéndonos en miradores, calvario y plazas. Sigue el frío,
pero el sol concede intermitentemente alguna alegría de luz. Es bonito y está
cuidado este viejo caserío entregado a artesanos, comedores, tiendas de
suvenires y a algunos extranjeros que aquí han recalado en busca de una
autenticidad que parece definitivamente devaluada. Hay belvederes magníficos
que dejan sal marina en las retinas. Desde los que se alcanza el peñón de
Ifach, como un trozo árido de montaña superviviente, y el skyline de Benidorm,
como un astillero de adargas desiguales.
Tomamos luego rumbo a Polop. En la
carretera hay cientos de naranjos iluminados por los destellos de sus frutos:
sobre el verde opaco del árbol, el alegre lunarejo. Y hay invernaderos que
tapan el paisaje como sudarios colectivos. Dicen las guías que bajo ese
vivaqueo de meses crece el níspero. Llegados a La Nucía se ve enteramente
Polop, enclavado en su asentamiento cimero, sobrepasado por la torre de su
iglesia y los restos de su castillo. Apretujadas sus casas como para que el
pueblo entero pueda beberse de golpe. Los muros cálidos. Todo tan de postal que
uno se baja del auto y hace fotos sabiendo que no pueden sino salir bien todas
ellas, que sólo hace falta encuadrar adecuadamente esta aldea naranja, que así
arracimada parece un ovillo de lustrosos frutos. En julio de 1921 Gabriel Miró
tomó una “heredad de alquiler” en Polop buscando salud para su hija Clemencia.
Aquí veraneó con regularidad hasta 1930, el año de su muerte. En Polop escribe Años
y leguas. Cuentan que Miró visitaba a pie con la ayuda de su bastón, en
jumento, en automóvil, en transporte de viajeros o en cabriolé los pueblos del
contorno donde era habitual verle charlar con los lugareños. De ese modo se
impregnó del paisaje de La Marina. Llegamos hasta el antiguo cementerio. Cipreses
y matas de lavanda aroman la subida, en la que llama nuestra atención un
hermoso calvario de hornacinas encaladas en las que se representan en azulejo
las estaciones de la Pasión. A este camposanto abandonado Gabriel Miró lo llamó
Huerto de Cruces. Desde lo alto puede
observarse un pueblo cuidado y con muros de colores alegres, ceñido por un
valle profusamente cultivado sobre el que se alza el Ponoig, una imponente
montaña que tiene por sobrenombre El león
dormido. En las ruinas del castillo, que son ruinas también del cementerio
que allí hubo después, queda al aire la osamenta terrosa de unas cuantas tumbas
vacías, hay algunas cerámicas con citas de Miró y un busto de él mismo junto al
que uno se hizo una foto en la que lo mira con respeto, pues fue autor del que
gusté en la universidad, en lectura que aun siendo obligada resultó muy
placentera. Su literatura es suntuosa, pero no es lujo el suyo que intimida,
sino que sirve de inspiración, como las casas de aquellos ricos que no hacen
ostentación de su dinero, sino del buen gusto que gracias a su dinero pueden
permitirse. A Guadalest llegamos a la hora de comer, y sería por eso que no
había la concurrencia que temíamos a tenor de lo que sobre el lugar se había
leído. Buscamos donde aliviar el apetito y dimos en mala hora con un restaurante
en el que hacía más frío que en la calle a la sombra. No se comió mal, es
verdad, pero castañeteando los dientes, lo que, por verle algo de provecho al
trance, seguro que ayudó a la masticación. El dueño del restaurante nos comentó
que después de cinco días de problemas derivados de la nevada que habían
sufrido, era el primero en que volvían a la normalidad. Y tan contentos debían
de estar ya con aquellos tímidos rayos de sol que lucía el cielo que pensaron
que ya había llegado el verano y el calor, y que no era necesaria la
calefacción por más tiempo. Así que a joderse, y a comer con frío. El pueblo es
pequeñito y debe de vivir, sobre todo, del turismo. Está a pocos kilómetros de
Benidorm. No alcanza más que 500 metros de altitud, pero estando rodeado de las
cimas más altas de la provincia de Alicante, Aitana al sur, la Sierra de la
Xortà y la Serrella al norte, y al este la Sierra de Bernia y el mar, tiene un
verdadero aire serrano. A sus pies, se construyó en los setenta un pantano de
aguas verdes que luce muy pictórico al fondo del valle. El castillo que le da
nombre al lugar se construyó en el XI y de él sólo quedan algunos lienzos. Se
levantó sobre una roca en lo alto del pueblo, que es poco más que una calle entre
peñascos, a la que se accede a través de un túnel horadado en la roca. Al
volver hacia Altea, pasamos por La Nucía, frente a Polop. Lo que en éste era
silencio y proporción, allí era bullicio y desmesura. Se ve un municipio rico
y, según el gusto de muchos, moderno.
Por la noche cenamos en el Enjoy, un
restaurante del paseo marítimo alteano del que uno había leído comentarios muy
laudatorios. Tiene por inspiración la cocina indonesia y está regentado por
propietarios holandeses. El lugar es acogedor y hasta hay mantas sobre las
sillas de la terraza cubierta por si los comensales sintieran en sus piernas el
aire fresco del mar. Estaba lleno de público foráneo. Debíamos de ser los
únicos españoles. Las camareras tenían incluso dificultades para entender el
castellano. Buena elección. Al salir convenía abrigarse bien.
Afortunadamente, la habitación del hotel estaba bien caldeada y era agradable
saberse a salvo de la inclemencia desde las ventanas que miraban a la bahía,
oscura pero más tranquila que el día anterior, y a un cielo estrellado que
anunciaba víspera de bonanza.
lunes, enero 23, 2017
Estapas levantinas (I)
En
las pequeñas provincias hasta los aeropuertos son de provincias. Y también su
personal, que se mueve sin mucha prisa. Los suelos lucen impolutos. Y los
baños. A la puerta del de caballeros un hombre alto, de barba recortada blanca
y estrecha corbata negra, se abraza largo rato a una joven de la que no alcanzo
a ver el rostro. La que parece mujer del hombre abrazado asiste a la escena
tristemente impasible. Sólo después de unos minutos —no exagero en el cómputo—,
después de unos largos minutos, ese hombre casi viejo y esa muchacha de la que
ahora veo su cara y sus lágrimas, desatan su abrazo no como si fueran de carne
y hueso, sino como si ambos estuviesen hechos de una muelle amalgama de seda y
compasión. Se van entonces camino de la salida, sin hablarse, muy juntos los
tres, con ropas casi negras y los ojos hundidos en heridas abiertas. Sólo
entonces reparo en cinco individuos de tez morena que conversan en árabe
animadamente a nuestras espaldas. Hacen tiempo hasta que desde el aparcamiento
llega un muchacho al que todos, uno detrás de otro, besan tres veces. Bromean
con él. Están alegres. Y se van enseguida arrastrando pequeñas maletas con
ruedas. Instintivamente, momentos antes, me sobrecogió la pena de lo que supuse
un duelo. Instintivamente, ahora mismo, recelé del mundo impenetrable expresado
en esa lengua incomprensible que escuche tan cerca. El despegue es una fiesta
de paisajes. Volamos sobre el estuario del Nalón, en cuyas orillas opuestas se levantan
los caseríos de San Juan de la Arena y San Esteban de Pravia, como ciudades de
un plano casi vivo, en tres dimensiones, en el que sólo se echa en falta a la
gente, su tránsito, el peso de su caminar y de su sombra, mucho más invisible a
esa altura de nube que el trajinar de las hormigas para el ojo humano a pie de
tierra. Los meandros del río se dibujan con una perfección relajante. Su cauce
parece espeso y quieto. Color más que agua. Vamos dejando atrás la costa, sus
acantilados y sus playas. La intermitencia con que la espuma de las olas mide
el tiempo de las mareas. Casi enseguida, adivinamos Oviedo y ese indigesto
osario de cetáceo que desborda el perfil de sus tejados: la firma de Calatrava,
uno de esos arquitectos que, por arrogancia, no concilian su obra
con el entorno, sino que se la imponen con una violencia de monólogo soberbio
pronunciado en el ámbito de lo que debería de ser una conversación discreta.
Ese “calatrava” es mucho más visible desde el cielo que la torre de la catedral.
Fermín de Pas habría de subir con su catalejo a la visera del palacio de
congresos si quisiera observar desde lo
más alto a la Vetusta de hoy, y no, como hacía en La Regenta, los ciento
ochenta y tres escalones de la vieja torre catedralicia desde la que vigilaba a
Anita Ozores. Apenas diez minutos después de despegar, ya sobrevolábamos las
espaldas cargadas de Asturias, sobre cuyos hombros se acumula la nieve
reciente. El aire parecía contagiado de ese frío de cristal, y todo se veía
nítidamente. Las pocas nubes eran como espuma blanca detenida sobre la
superficie transparente de un acuario de aguas que de tan limpias eran
invisibles. Al otro lado de la cordillera, sin embargo, pronto se volvió el
paisaje un Mondrian ocre, una parcelación de haciendas desvaídas. En Alicante
tomamos pronto el coche alquilado. Un utilitario coqueto. El navegador nos
llevó en un suspiro a Altea. De camino vimos, casi como un espejismo, el skyline
benidormense. Imposible no desviar la vista hacia esa proliferación de verticalidades.
Como todo mal, espanta y atrae al tiempo. Mis padres fueron felices aquí muchos
veranos. Ello no absuelve el pecado de esta babilonia, pero humaniza su
propósito. Y hasta Iñaki Uriarte, el diarista, se dice dichoso cuando recala en
esa plaza. No hace mucho decía George Steiner que ningún lugar le resultaba aburrido si tenía a mano
una mesa, buen café y unos libros, que eso, en definitiva, era una patria. Así
que no vale la pena lanzar nuestras lanzas contra estos gigantes. A su sombra
también se cobija la felicidad. En el Hotel del Mar, ya en Altea, teníamos una habitación con
vistas a la bahía y al calpino peñón de Ifach. Una estancia de inspiración
ibicenca, con un balcón colgado sobre un toldo de terraza marítima. Paseamos
con la noche en ciernes y el frío en el rostro.
El cielo estaba apelmazado por
un nuberío oscuro al que, por un momento mágico, un arco iris troceado le
relajo el ceño. Caminar por la orilla de la playa era como inventariar el largo
destrozo que había dejado la marejada un par de días antes. Ramaje y algas
contra el muro. Piedras lanzadas a la calle por la violencia del oleaje.
Mobiliario arrumbado contra los contenedores. Palmeras arrancadas de cuajo. Y
todo ese estrago desafiando arrogante la desidia de los servicios municipales
de limpieza, que ni estaban ni parecía esperárseles. Arrugaba más el ánimo que
tal avería se viese con frío, a la noche y en un paseo marítimo en el que
muchos negocios andaban cerrados o por ser invierno o por haberse visto
afectados por el temporal. Suerte tuvimos, sin embargo, de que el comedor del
Franxerra luciera iluminado. Subimos a su primer piso y cenamos solos en un
pequeño comedor lateral, con una estufita a los pies. El cocinero y dueño, JR, nos atendió con una amabilidad exquisita. Nos dejamos aconsejar para el
menú: un aperitivo de tartar de salmón, una tapa de pulpo en tempura sobre puré
de patata con pimentón, unas carrilleras confitadas en salsa de trufa, un arroz marinero y tarta de queso. Entre plato y plato, nos fue comentando nuestro
anfitrión que llevaba en Altea más de
quince años, pero que a pesar de tan largo tiempo de residencia en ese pequeño
rincón levantino, seguía añorando su tierra toledana y el carácter castellano,
que contraponía, por su fiabilidad y su apego a la palabra dada, al voluble
temperamento mediterráneo.
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