El desmedido afán por los inconfesables secretos de los camerinos se llevaba antaño con esmerada discreción. Ni más ni menos que como cualquier otra perversión de la que no resulta elegante vanagloriarse. Lo relevante era la obra teatral. Texto, interpretación, atrezzo y mensaje. De la malsana curiosidad de las bambalinas tan sólo daba cuenta la confidencia o el relato pícaro. Había, por tanto, para la materia el trato cuidado de lo que requiere media voz o especialización de estilo. Me refiero, claro, a gente cultivada. La que no lo estaba aireaba estos trapos como el resto de la colada, por patios y balcones. De un tiempo a esta parte, se ha ido asistiendo a la paulatina globalización del oreo ruin. La obra ya no es nada sino incorpora el acto supletorio del biombo transparente: a la vista del auditorio, la desnudez del elenco. Qué es sino este acopio en bruto de papeles.
martes, noviembre 30, 2010
viernes, noviembre 26, 2010
El turista accidental
Como un regalo. Después de un viaje obligado, de una visita al hospital, de acompañar por un rato junto a su cama a un hombre por cuya edad, más de ochenta años, quizás entre quienes le atiendan pase por un anciano, pero al que, debido a esa naturaleza suya casi arrogante, erguida, no resignada, nunca había visto yo como tal hasta ahora. Después, digo, de ese trance al que le dediqué la tarde y del que volví conduciendo a la noche, pasando por debajo de ese viaducto ciclópeo en construcción de la Concha de Artedo que se alzaba iluminado a esa hora muy por encima del tráfico como una via láctea de la que colgaban en andamiajes pequeños operarios fosforescentes. Después de cenar con los míos y tras sentarme al calor del fuego como un perro que llega mojado y exhausto de un trote atolondrado, vi de nuevo, por casualidad pero agradecido al azar, la película El turista accidental. No hace nada que leí de nuevo la novela de Anne Tyler en la que se basa. Que C. la leyó también contagiada por el entusiasmo con que le hablé de esa relectura. Y de pronto, como la llamada de un amigo en el que estábamos pensando, como un regalo que no se esperaba, la cinta de Kasdan se asomó a nuestro televisor. “En los viajes, como en la vida, no hay que llevar nada de valor y, más importante aún, no hay que llevar nada ni tan valioso ni tan estimado como para que su pérdida pueda suponer un disgusto.” A ese turista que afronta los viajes como una metáfora de la vida y que se enfrenta a ellos con una resignación desesperanzada, le aguarda por sorpresa en una esquina el asombro de la voluntad. La novela atrapa al lector con una urdimbre tejida a través de personajes paradigmáticos pero creíbles. Es una historia de más de trescientas páginas que tiene el mérito de no ser en el fondo más que un poema sobre la pérdida y la redención. La película resume acertadamente el argumento del libro y tiene, además, el mérito añadido de ponerle rostro adecuado a sus personajes. Como un regalo. Ayer vi ese film como un regalo, casi como un consuelo después de ese viaje en el que pensaba, al volver a casa, como en otra metáfora, la de quien regresa tras pasar la tarde junto a un anciano finalmente rendido y transita de pronto muy por debajo de una imponente autopista en construcción.
miércoles, noviembre 24, 2010
Acetre puro de Olivenza
Los oí tocar en Hervás hace unos años. Me gustaron. Aquí interpretan un fado que es al tiempo alegre y triste. Cinco minutos largos de buena música.
lunes, noviembre 22, 2010
Realismo mágico
M. me envía este enlace del diario colombiano El Tiempo. En su correo, me dice: En Colombia llueve y llueve. Todo se inunda. La realidad es más irreal que un cuento de García Márquez.
El invierno convirtió al municipio de Sucre en la 'Venecia' colombiana
Por Alberto Mario Suárez
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domingo, noviembre 21, 2010
Contar historias
El sábado cenamos en casa con algunos amigos. El domingo resultó abúlico por comparación y por su propia naturaleza crepuscular. Por la tarde, tirado sobre el sofá, mientras leía a ratos el periódico, fijé la mirada en el ramo de flores y en el trozo de madera pintado que estaban sobre la mesa del salón. Regalos de esa noche. Eso quedaba de la cena del día anterior. Eso y un rastro de olor a tabaco. Al cabo de una semana sobrevivirá tan sólo el tronco seco al que las pinturas le dan una nueva vida. Y, tal vez permanezca también, lo que ahora escribo. El diario es como una maroma que fija la memoria a los norays. Me acerco al muelle y oigo las risas. Los cubiertos y las copas. El barco de los recuerdos es como un pequeño crucero iluminado de fiesta. Se sientan todos los viajeros en torno a la mesa. Afuera llueve y ventea. Recordar y contar al calor del fuego es refugiarse contra la inclemencia: la del tiempo y la de los años. Dice Vargas Llosa que la literatura es una hija tardía de ese quehacer primitivo que es inventar y contar historias.
lunes, noviembre 15, 2010
Un afondo
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miércoles, noviembre 10, 2010
A dónde fuimos los días en que llegaron las lluvias
Casi como un confinamiento gustoso. Con esa sensación se reciben a veces las primeras inclemencias duras del invierno. Como si después de un tramo de vida demasiado expuesta, nos tentase el retiro. Sobre la claraboya del tejado percutía la lluvia como una ráfaga interminable de fuego enemigo. Leía sentado de espaldas a la calle. Me resultaba incluso agradable oír ese ruido de fondo desde el regazo de mi orejero. La casa era un libro, la luz cálida de una lámpara iluminando sus páginas y el acomodo en un asiento convertido en trinchera. Afuera, la estación hostil proseguía un asedio inútil. Cuando se hacía el silencio de la lluvia, me llegaban los acordes de una canción alegre. Mi hijo tocaba a la guitarra su particular versión de Brown eyed girl, de Van Morrinson. Una canción que en sus primera notas se pregunta Where did we go days when the rains came.
viernes, noviembre 05, 2010
De Toulouse-Lautrec
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La condesa de Toulouse-Lautrec, madre del pintor, tenía decidido quemar en los jardines del castillo familiar de Malromé los seiscientos cuadros y los miles de litografías que, como heredera de su hijo, obraban en su poder. Un mundo para ella incomprensible de burdeles, chulos de baja estofa, bailarinas de cabaret, borrachos, poetas y otras gentes de parecida ralea. La obra de Toulouse-Lautrec siempre inquietó a los burgueses conservadores de su época. Cuando en 1901 el pintor murió en Malromé, cerca de Albi, Adèle de Toulouse-Lautrec estaba decidida a que no quedara ni rastro de la obra de su hijo. Dicha obra fue salvada in extremis por Maurice Joyant, un editor y marchante de arte amigo de la familia que logró convencer a la condesa de que aquel tesoro, aunque heredado por ella, pertenecía al patrimonio artístico de todos los franceses. La condesa cedió y los cuadros, debidamente inventariados por Joyant, quedaron almacenados en el estudio que el pintor poseía en la rue Frochot. Adèle de Toulouse-Lautrec no era ni mucho menos la única que se espantaba al contemplar la obra de su hijo. Poco antes de la muerte del pintor, un respetable crítico de “Le Courrier de France” escribía: “Así como hay gentes a quienes les gustan las corridas de toros (sic), las ejecuciones capitales y otros espectáculos bochornosos, también las hay que gustan de la pintura de Toulouse-Lautrec. Felizmente para la humanidad existen pocos pintores parecidos a este aristócrata cínico y degenerado”. Cuando Joyant, de acuerdo con la condesa, ofrece el conjunto de la obra del pintor a la Biblioteca Nacional y al Museo de Luxemburgo no recibirá contestación alguna de las dos prestigiosas instituciones. Cuando años más tarde Joyant insiste ofreciendo algunos cuadros al museo, Bonnat, célebre por su retrato del cardenal Lavigerie y director de losMuseos Nacionales, se negó a que entrara “en esta antecámara del Louvre ni una sola obra de un pintor que como Toulouse-Lautrec apenas sabía dibujar”. Joyant se indigna y se desespera ante la incomprensión y la hostilidad hacia una de las obras que con toda evidencia iban a marcar un hilo en la historia del arte francés. La condesa Adèle, que poco a poco se había ido impregnando de la atmósfera que tan bien había reproducido el genial enano, escribe a Joyant: “No estoy dispuesta a convertirme en una admiradora de la obra de mi hijo, ni a ensalzar, ahora que él ha muerto, algo que tanto detesté cuando todavía estaba en vida. Pero...”. Y en ese “pero” de la condesa Joyant ponía todas sus esperanzas. Porque ese “pero” Francia entera también lo diría un día. El milagro se realizó por fin cuando Emile Combes, presidente del consejo y antiguo profesor del seminario de Albi, feudo ancestral de los condes de Toulouse-Lautrec, promulgó, en 1904, la separación de la Iglesia y del Estado. Gran parte de los bienes de la Iglesia pasaron a ser propiedad del patrimonio nacional de los franceses. Entre ellos el magnífico palacio de los Arzobispos de Albi, que fue convertido en museo. Pero, ¿qué se podía exponer allí? Excepción hecha de un Guardi, sólo se ofrecía al público una serie de pinturas de segundo orden y algunas copias en yeso de estatuas griegas. Joyant vuelve a escribir a ministros, a diputados y pide incluso audiencia al presidente de la República. “¿No es monstruoso –les pregunta– que Henri de Toulouse-Lautrec, cuya familia tanto significa desde hace siglos para la ciudad de Albi, no tenga su museo precisamente en este palacio de los Arzobispos tan obviamente desaprovechado?” Entre tanto, la guerra había transformado profundamente a la sociedad francesa. Las mentalidades habían cambiado. La óptica de los críticos también. Joyant acabó saliéndose con la suya. En 1921, a la edad de 81 años, la condesa de Toulouse-Lautrec inaugura, por fin, en el palacio de los Arzobispos el Museo Henri de Toulouse-Lautrec. “El público desfila, mudo de asombro, ante los cuadros malditos: ‘La femme au boa’, ‘Valentin le Desossé’, ‘La Golue’, ‘La toilette’, ‘Portrail de monsieur Delaporte’ –rechazado años atrás por Bonnard–, todo un mundo canallesco e inocente en el que Henri de Toulouse-Lautrec, el aristócrata sensible y refinado, había vivido desde que una caída de caballo le convirtió en enano al quebrarse las dos piernas. Un enano que hacía reír a los chulos y llorar a las mujeres ‘de petite vertu’. ‘La herejía de Albi’ –así llamaron los conservadores de la época al nuevo museo– se ha convertido con el tiempo en una de las joyas que más enorgullece a los franceses.”
In extremis, de José Luís de Vilallonga
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