Muchos años después, cuando ya no pude (y quizás no debía) volver a Alemania, todavía estaría buscando en algún lado fuera de mi dudosa memoria esas sensaciones del primer viaje: el olor a frituras dulces y grasosas del aeropuerto —y en todo Frankfurt—, la frescura de los árboles húmedos en los alrededores de Rüdesheim, al ascender hacia el Niederwald Denkmal, las primeras impresiones cuando me encontré de improviso con las ruinas de los castillos medievales en las escarpadas laderas del Rin, entre Geisenheim y, al menos, Bacharach.
Pueden decirme, y yo me digo todo el tiempo, que los recuerdos son también imágenes, y así será. Por un lado, imágenes tuve muchas, no lo niego; fotografías me sobraban (las miraba una y otra vez como buscando algo que, claro, no estaba allí). Hasta que las rompí, una por una, con una mezcla adecuadísima de goce, dolor y desapego, como un antiguo iconoclasta, en una ceremonia algo solemne y, por lo tanto, completamente ridícula. No, allí no había nada. Por eso insisto en los olores. Y en las palabras.
En fin.
No quiero que esto que sigue lo sea, pero inevitablemente lo será: una especie de guía turística por mis recuerdos.
Voy a hablar de mis viajes a Frankfurt, a la Feria de Frankfurt en particular, y a Alemania en general, como si se tratara de los viajes de Colón. Mi primer viaje, mi segundo viaje, mi tercer viaje... Sin embargo, no podré sostener, ni por lo tanto prometer, ningún orden cronológico. Quizás sería útil, entonces, o necesario, poner delante de cada fragmento un año, el año de ese viaje en especial. ¿Se crearía así la ilusión de alguna coherencia? ¿Un orden para reconstruir? ¿Un sentido? La sola idea me da risa.
¡Sí, una guía turística a través de mi incapacidad de dar un sentido a los recuerdos!
Pero ni estas palabras, ni las que siguen, pueden ser una justificación de nada. Sólo una exploración, si algo. Y un consuelo, si mucho.