En la ciudad de los lugares comunes todos hablan de frío;
se van cubriendo la duda hasta el último botón,
hasta que ya no lo sienten,
porque lo son.
Pero jamás se resfrían, procurando no pisar un solo charco;
los niños no pueden correr, atrapados en sus bufandas,
y ni sus madres sonríen
cuando las aprietan.
Allí los humanos ya no caminan, sino que deambulan;
reconocen de memoria los salmos de la cotidianidad,
y los repiten, una y otra vez,
en el vagón y en los ascensores.
Su pedagogía cabizbaja, sin amor pero sin mácula,
les ayuda a jamás sobrepasar los límites pintados;
si hay una línea, se la obedece,
en los museos y en los andenes.
Y luego cambian.
Se perfilan los lunes,
velando la vida.
Y no cambian.
Un poco del otro lado estoy yo,
pensando en las hormigas.
De ellas concluyo como quien
confunde la balsa y la lágrima,
el perro con la esfinge.