A ver si os gusta y que seáis muy felices, ahora y siempre.
Un texto de A. G. Ovies
TODO ATRÁS
Aurelio González Ovies
Marchar, sin saber el color verdadero de los ojos de Dios, sin haber comprendido la rutina del sol ni por qué se suceden sin fin las estaciones. Sin advertir qué anhela la sed del oleaje o por quién llora el sauce, por quién se enerva el fuego. Marchar sin discernir quiénes somos realmente, quién nos ha convocado. Sin apenas un día dedicado a escapar de la costumbre ni haber sabido asir del peso del silencio.
Irse sin decidir la hora de partida ni conocer el sesgo del camino. Sin haber indagado el verdor de los campos o la noble apariencia del paisaje y la nieve. O el cuándo de la lluvia. O el porqué de la hermosa presencia de los fresnos. Sin tan siquiera haber interpretado bien la timidez del cardo y del erizo. Ni haber erradicado la amenaza y el miedo.
Irse sin haber encontrado la respuesta certera a tantas cosas: ¿quién diseña los pájaros, quién descorre el cerrojo de la mansión que ocupa la galerna? ¿Por qué llaman futuro a tan gran retroceso? ¿A quién le deberemos el dulzor de los frutos y la fresca estructura de la brisa? ¿A quién la imaginaria estría del horizonte? ¿A quién el contenido de los gestos? ¿De quién es nuestro envés incognoscible? ¿De quién la oscura culpa que a veces nos anega? ¿Por qué se hace tan arduo e imposible llegar a ser sencillo como un pétalo?
Separarse, quizá, sin ocasión alguna de estrechar un abrazo y encontrar la manera de mirarse a la cara y agradecer la inmensa compañía y el amor tan honesto. Sin haber reparado decepciones y angustias ni desandado historias que hubieran merecido un desenlace mucho más intenso. Sin ni siquiera haber cerrado nuestras puertas ni agotado el cariño ni puesto a buen recaudo sensaciones, principios y recuerdos.
Dejar atrás la tarde, sin haber descifrado la verdad de su luz ni respetar a fondo las alianzas humanas ni haber asimilado la menta del dolor. Alejarse del vasto esplendor del verano y no poder tumbarse jamás en sus orillas. Desprenderse de todo aquello que es memoria intransferible, intimidad que cerca nuestro propio universo.
Partir tras haberse incendiado de amor algunas noches y haberse concebido, por un instante, eterno. Y sin haber vencido la avaricia, el orgullo, la envidia, la saña y el desprecio. Sin haber superado el salvaje complejo de matar por matar al semejante. Sin llevar con nosotros, como esperanza mínima, las señas de los muertos.